¡Un ángel… -el leñador no le desclavaba los ojos-, un ángel se repetía-,… un ángel!
– Se ve por su traje que es un pobrecito -dijo el aparecido-. ¡Qué triste cosa es ser pobre!
– Sigún; en este mundo todo tiene sus asigunes. Véame a mí; soy bien pobre, el trabajo, mi mujer y mi rancho, y no encuentro triste mi condición -tartamudeó el leñador como hablando dormido para ganarse al ángel, cuyo poder, en premio a su cristiana conformidad, podía transformarlo, con sólo querer, de leñador a ley. Y por un instante se vio vestido de oro, cubierto por un manto ojo, con una corona de picos en la cabeza y un cetro de brillantes en la mano. El basurero se iba quedando atrás…
– ¡Curioso! -observó el aparecido sacando la voz sobre los lamentos del Pelele.
– Curioso, ¿por qué?… Después de todo, somos los pobres los más conformes. ¡Y qué remedio, pues! Verdá es que con eso de la escuela los que han aprendido a ler andan inflenciados de cosas imposibles. Hasta mi mujer resulta a veces triste porque dice que quisiera tener alas los domingos.
El herido se desmayó dos y tres veces en la cuesta, cada vez más empinada. Los árboles subían y bajaban en sus ojos de moribundo, como los dedos de los bailarines en las danzas chinas. Las palabras de los que le llevaban casi cargado recorrían sus oídos haciendo equis como borrachos en piso resbaloso. Una gran mancha negra le agarraba la cara. Resfríos repentinos soplaban por su cuerpo la ceniza de las imágenes quemadas.
– ¿Conque tu mujer quisiera tener alas los domingos? -dijo el aparecido-. Tener alas, y pensar que al tenerlas le serían inútiles.
– Ansina, pue; bien que ella dice que las quisiera para irse a pasear, y cuando está brava conmigo se las pide al aire.
El leñador se detuvo a limpiarse el sudor de la frente con la chaqueta, exclamando:
– ¡Pesa su poquito!
En tanto, el aparecido decía:
– Para eso le bastan y le sobran los pies; por mucho que tuviera alas no se iría.
– De cierto que no, y no por su bella gracia, sino porque la mujer es pájaro que no se aviene a vivir sin jaula, y porque pocos serían los leños que traigo a memeches para rompérselos encima -en esto se acordó de que hablaba con un ángel y apresuróse a dorar la píldora-, con divino modo, ¿no le parece?
El desconocido guardó silencio.
– ¿Quién le pegaría a este pobre hombre? -añadió el leñador para cambiar de conversación, molesto por lo que acababa de decir. -Nunca falta…
– Verdá que hay prójimos para todo… A éste sí que sí que… lo agarraron como matar culebra: un navajazo en la boca y al basurero. -Sin duda tiene otras heridas.
– La del labio pa mí que se la trabaron con navaja de barba, y lo despeñaron aquí, no vaya unté a crer, para que el crimen quedara oculto.
– Pero entre el cielo y la tierra…
– Lo mesmo iba a decir yo.
Los árboles se cubrían de zopilotes ya para salir del barranco y el miedo, más fuerte que el dolor, hizo callar al Pelele; entre tirabuzón y erizo encogióse en un silencio de muerte.
El viento corría ligero por la planicie, soplaba de la ciudad al campo, hilado, amable, familiar…
El aparecido consultó su reloj y se marchó deprisa, después de echar al herido unas cuantas monedas en el bolsillo y despedirse del leñador afablemente.
El cielo, sin una nube, brillaba espléndido. Al campo asomaba el arrabal con luces eléctricas encendidas como fósforos en un teatro a oscuras. Las arboledas culebreantes surgían de las tinieblas junto a las primeras moradas: casuchas de Iodo con olor de rastrojo, barracas de madera con olor de ladino, caserones de zaguán sórdido, hediendo a caballeriza, y posadas en las que era clásica la venta de zacate, la moza con traído en el castillo y la tertulia de arrieros en la oscuridad.
El leñador abandonó al herido al llegar a las primeras casas; todavía le dijo por dónde se iba al hospital. El Pelele entreabrió los párpados en busca de alivio, de algo que le quitara el hipo; pero su mirada de moribundo, fija como espina, clavó su ruego en las puertas cerradas de la calle desierta. Remotamente se oían clarines, sumisión de pueblo nómada, y campanas que decían por los fieles difuntos de tres en tres toques trémulos: ¡Lás-tima!… ¡Lás-tima!… ¡Lás-tima!…
Un zopilote que se arrastraba por la sombra lo asustó. La queja rencorosa del animal quebrado de un ala era para él una amenaza. Y poco a poco se fue de allí, poco a poco, apoyándose en los muros, en el temblor inmóvil de los muros, quejido y quejido, sin saber adónde, con el viento en la cara, el viento que mordía hielo para soplar de noche. El hipo lo picoteaba…
El leñador dejó caer el tercio de leña en el patio de su rancho, orno lo hacía siempre. El perro, que se le había adelantado, lo recibió con fiestas. Apartó el can y, sin quitarse el sombrero, abriéndose la chaqueta como murciélago sobre los hombros, llegóse a la lumbre encendida en el rincón donde su mujer calentaba las tortillas, y le refirió lo sucedido.
– En el basurero encontré un ángel…
El resplandor de las llamas lentejueleaba en las paredes de caña y en el techo de paja, como las alas de otros ángeles.
Escapaba del rancho un humo blanco, tembloroso, vegetal.
V ¡Ese animal!
El secretario del Presidente oía al doctor Barreño.
– Yo le diré, señor secretario, que tengo diez años de ir diariamente a un cuartel como cirujano militar. Yo le diré que he sido víctima de un atropello incalificable, que he sido arrestado, arresto que se debió a…, yo le diré, lo siguiente: en el Hospital Militar se presentó una enfermedad extraña; día a día morían diez y doce individuos por la mañana, diez y doce individuos por la tarde, diez y doce individuos por la noche. Yo le diré que el Jefe de Sanidad Militar me comisionó para que en compañía de otros colegas pasáramos a estudiar el caso e informáramos a qué se debía la muerte de individuos que la víspera entraban al hospital buenos o casi buenos. Yo le diré que después de cinco autopsias logré establecer que esos infelices morían de una perforación en el estómago del tamaño de un real, producida por un agente extraño que yo desconocía y que resultó ser el sulfato de soda que les daban de purgante, sulfato de soda comprado en las fábricas de agua gaseosa y de mala calidad, por consiguiente. Yo le diré que mis colegas médicos no opinaron como yo y que, sin duda por eso, no fueron arrestados; para ellos se trataba de una enfermedad nueva que había que estudiar. Yo le diré que han muerto ciento cuarenta soldados y que aún quedan dos barriles de sulfato. Yo le diré que por robarse algunos pesos, el Jefe de Sanidad Militar sacrificó ciento cuarenta hombres, y los que seguirán… Yo le diré…
– ¡Doctor Luis Barreño! -gritó a la puerta de la secretaría un ayudante presidencial.
– … yo le diré, señor secretario, lo que él me diga.
El secretario acompañó al doctor Barreño unos pasos. A fuer de humanitaria interesaba la jerigonza de su crónica escalonada, monótona, gris, de acuerdo con su cabeza canosa y su cara de bistec seco de hombre de ciencia.
El Presidente de la República le recibió en pie, la cabeza levantada, un brazo suelto naturalmente y el otro a la espalda, y, sin darle tiempo a que lo saludara, le cantó:
– Yo le diré, don Luis, ¡y eso sí!, que no estoy dispuesto a que por chismes de mediquetes se menoscabe el crédito de mi gobierno en lo más mínimo. ¡Deberían saberlo mis enemigos para no descuidarse, porque a la primera, les boto la cabeza! ¡Retírese! ¡Salga!…, y ¡llame a ese animal!