– … Ya veo… -dijo con la voz temblorosa, incontenible, latigueante-,… ya veo… Esta batalla… le valdrá a usted otro galón…
– ¡Calle, si no quiere!… -atajó Farfán, levantando de nuevo el fuete.
El del farol le detuvo el brazo.
– ¡Pegue, no se detenga, no tenga miedo; que para eso soy hombre, y el fuete es arma de castrados!…
Dos, tres, cuatro, cinco fuetazos cubrieron en menos de un segundo la cara del prisionero.
– ¡Mayor, cálmese, cálmese!… -intervino el del farol.
– ¡No, no!… A este hijo de puta le tengo que hacer morder el polvo… Lo que ha dicho contra el Ejército no se queda así… ¡Bandido… de mierda!… -y ya no con el fuete, que se había quebrado, con el cañón de la pistola arrancaba a golpes pelos y carne de la cara y cabeza del prisionero, repitiendo a cada golpe con la voz sofocada-:… ejército…, institución…, bandido de mierda…, así…
El cuerpo exánime de la víctima fue llevado y traído como cayó en el estiércol, de un punto a otro de la vía férrea, hasta que el tren de carga, que lo debía devolver a la capital, quedó formado.
El del farol ocupó lugar en el furgón. Farfán lo encaminó. Habían estado en la Comandancia hasta la hora de la partida conversando y tomando copas.
– La primera vez que quise entrar a la policía secreta -contaba el del farol-, era «polis» un mismas mío que se llamaba Lucio Vásquez, el Terciopelo…
– Como que lo oí mentar -dijo el mayor.
– Pero ái está que esa vez no me ligó, y eso que aquél era muy al pelo para los tercios -cuando le decían el Terciopelo, figúrese usté-, y en cambio me saqué una mi carceleada y la pérdida de un pisto que con mi mujer -yo era casado en ese entonces- habíamos puesto en un negocito. Y mi mujer, pobre, hasta en El Dulce Encanto estuvo…
Farfán se despabiló al oír hablar de El Dulce Encanto, pero el recuerdo de la marrana, pestazo de sexo hediendo a letrina, que antes le habría entusiasmado, le dejó frío, luchando, como si nadara bajo de agua, con la imagen de Cara de Ángel que le repetía: «¡… otro galón!», «¡otro galón!».
– ¿Y cómo se llamaba su mujer? Porque va a ver que yo conocí a casi todas las del El Dulce Encanto…
– Por no dejar le diría el nombre, porque apenas estuvo entrada por salida. Allí se le murió un muchachito que teníamos y eso la medio trastornó. ¡Vea usté, cuando no conviene!… Ahora está en la lavandería del hospital con las hermanas. ¡No le convenía ser mujer mala!
– Pues ya lo creo que la conocí. Tanto que yo fui el que consiguió el permiso de la policía para velar a la criatura, y se veló allí con la Chón; pero ¡qué lejos estaba yo de saber que era hijito suyo!…
– Y yo, diga, en la tencha bien fregado, sin un real… ¡No, si cuando uno mira para atrás lo que ha pasado, le dan ganas de salir corriendo!
– Y yo, diga, sin saber nada y una hijita de la gran flauta malinformándome con el Señor Presidente…
– Y desde entonces que esta Cara de Ángel andaba en cuentos con el general Canales; era un ten con ten con su hija, la que después fue su mujer, y que, según dicen, se comió el mandado del patrón. Todo esto lo sé yo porque Vásquez, el Terciopelo, lo encontró en una fonda que se llamaba El Tus-Tep, horas antes de que se fugara el general.
– El Tus-Tep… -repitió el mayor haciendo memoria.
– Era una fonda que quedaba en la mera, mera esquina. Adiós, pues, donde había dos muñecos pintados en la pared, uno de cada lado de la puerta, una mujer y un hombre; la mujer con el brazo en gancho diciéndole al hombre -yo todavía me acuerdo de los letreros: -«¡Ven a bailar el tustepito!», y el hombre con una botella respondiéndole: «¡No, porque estoy bailando el tustepón!»
El tren arrancó poco a poco. Un terroncito de alba se mojaba en el azul del mar. De entre las sombras fueron surgiendo las casas de paja del poblado, las montañas lejanas, las embarcaciones míseras del comercio costero y el edificio de la Comandancia, cajita de fósforos con grillos vestidos de tropa.
XL Gallina ciega
… «¡Hace tantas horas que se fue!» El día del viaje se cuentan las horas hasta juntar muchas, las necesarias para poder decir: «¡Hace tantos días que se fue!» Pero dos semanas después se pierde la cuenta de los días y entonces: «¡Hace tantas semanas que se fue!» Hasta un mes. Luego se pierde la cuenta de los meses. Hasta un año. Luego se pierde la cuenta de los años…
Camila atalayaba al cartero en una de las ventanas de la sala, oculta tras las cortinillas para que no la vieran desde la calle; había quedado encinta y cosía ropitas de niño.
El cartero se anunciaba, antes de aparecer, como un loco que jugara a tocar en todas las casas. Toquido a toquido se iba acercando hasta llegar a la ventana. Camila dejaba la costura al oírlo venir, y al verlo el corazón le saltaba del corpiño a agitar todas las cosas en señal de gusto. ¡Ya está aquí el cartero que espero! «Mi adorada Camila. Dos puntos…»
Pero el cartero no tocaba… Sería que… Tal vez más tarde… Y reanudaba la costura, tarareando canciones para espantarse la pena.
El cartero pasaba de nuevo por la tarde. Imposible dar puntada en el espacio de tiempo que ponía en llegar de la ventana a la puerta. Fría, sin aliento, hecha todo oídos, se quedaba esperando el toquido, y al convencerse de que nada había turbado la casa en silencio, cerraba los ojos de miedo, sacudida por amagos de llanto, vómitos repentinos y suspiros. ¿Por qué no salió a la puerta? Acaso… Un olvido del cartero -¿y a santo de qué es cartero?- y que mañana puede traerla como si tal cosa…
Casi arranca la puerta al día siguiente por abrir a las volandas. Corrió a esperar al cartero, no sólo para que no la olvidara, sino también para ayudar a la buena suerte. Pero éste, que ya se pasaba como todos los días, se le fue de las preguntas vestido de verde alberja, el que dicen color de la esperanza, con sus ojos de sapo pequeñitos y sus dientes desnudos de maniquí para estudiar anatomía.
Un mes, dos meses, tres, cuatro…
Desapareció de las habitaciones que daban a la calle sumergida por el peso de la pena, que se la fue jalando hacia el fondo de la casa. Y es que se sentía un poco cachivache, un poco leña, un poco carbón, un poco tinaja, un poco basura.
«No son antojos, son pruritos», explicó una vecina algo comadre a las criadas que le consultaron el caso más por tener que contar que por pedir remedio, pues en lo de remedio ellas sabían lo suyo para no quedarse atrás; candelas a los santos y alivio de la necesidad por disminución del peso de la casa, que iban descargando de las cositas de valor.
Pero un buen día la enferma salió a la calle. Los cadáveres flotan. Refundida en un carruaje, hurtando los ojos a los conocidos -casi todos escondían la cara para no decirle adiós- estuvo ir e ir adonde el Presidente. Su desayuno, almuerzo y comida era un pañuelo empapado en llanto. Casi se lo comía en la antesala. ¡Cuánta necesidad, a juzgar por el gentío que esperaba! Los campesinos, sentados en la orillita de las sillas de oro. Los de la ciudad más adentro, gozando del respaldo. A las damas se les cedían los sillones en voz baja. Alguien hablaba en una puerta. ¡El Presidente! De pensarlo se acalambraba. Su hijo le daba pataditas en el vientre, como diciéndole: «¡Vámonos de aquí!» El ruido de los que cambiaban de postura. Bostezos. Palabritas. Los pasos de los oficiales del Estado Mayor. Los movimientos de un soldado que limpiaba los vidrios de una ventana. Las moscas. Las pataditas del ser que llevaba en el vientre. «¡Ay, tan bravo! ¡Qué son esas cóleras! ¡Estamos en hablarle al Presidente para que nos diga qué fue de ese señor que no sabe que usted existe y que cuando regrese lo va a querer mucho! ¡Ah, ya no ve las horas de salir a tomar parte en esto que se llama la vida!… ¡No, no es que yo no quiera, sino que mejor se está ahí bien guardadito!»