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Si fuera posible hacer pacto con el diablo, venderle el alma con tal de burlar la vigilancia de la policía y permitir la fuga al general… Pero el diablo no se presta para actos caritativos; bien que hasta dónde no dejaría raja aquel lance singular… La cabeza del general y algo más… Pronunció las palabras como si de verdad llevara en las manos la cabeza del general y algo más.

Había llegado a la casa de Canales, situada en el barrio de la Merced. Era un caserón de esquina, casi centenario, con cierta soberanía de moneda antigua en los ocho balcones que caían a la calle principal y el portón para carruajes que daba a la otra calle. El favorito pensó detenerse aquí y, caso de oír gente dentro, llamar para que le abrieran. Le hizo desistir la presencia de los gendarmes, que rondaban en la acera de enfrente. Apuró el paso y fue echando los ojos por las ventanas a ver si dentro había a quién hacerle señas. No vio a nadie. Imposible detenerse en la acera sin hacerse sospechoso. Pero en la esquina opuesta a la casa se abría un fondín de mala muerte, y para poder permanecer cerca de allí lo que faltaba era entrar y tomar algo. Una cerveza. Hizo decir algunas palabras a la que despachaba y con el vaso de cerveza en la mano volvió la cara para ver quién ocupaba una banquita acuñada a la pared, bulto de hombre que al entrar alcanzó a ver con el rabo de ojo. Sombrero de la coronilla a la frente, casi sobre los ojos, toalla alrededor del pescuezo, el cuello de la chaqueta levantado, pantalones campanudos, botines abotonados sin abotonar, talón alto, tapa de hule, cuero amarillo, género café. Distraídamente levantó los ojos el favorito y fue viendo las botellas alineadas en los tramos de la estantería, la ese luminosa de la bombita de la luz eléctrica, un anuncio de vinos españoles, Baco cabalgando un barril entre frailes barrigones y mujeres desnudas, y un retrato del Señor Presidente, echado a perder de joven, con ferrocarriles en los hombros, como charreteras, y un angelito dejándole caer en la cabeza una corona de laurel. Retrato de mucho gusto. De vez en vez volvía la mirada a la casa del general. Sería grave que el de la banquita y la fondera fueran más que amigos y estuvieran haciendo malobra. Se desabrochó la chaqueta al tiempo de cruzar una pierna sobre la otra y recostarse de codos en el mostrador con el aire de la persona que no se va a marchar pronto. ¿Y si pidiera otra cerveza? La pidió y para ganar tiempo pagó con un billete de cien pesos. Tal vez la fondera no tenía vuelto. Ésta abrió el cajón de la venta con disgusto, hurgó entre los billetes mugrientos y lo cerró de golpe. No tenía vuelto. Siempre la misma historia de salir a buscar cambio. Se echó el delantal sobre los brazos desnudos y agarró la calle, no sin volver a mirar al de la banquita para recomendarle que estuviera ojo al Cristo con el cliente: un que sí voy a tener cuidado, un que no se vaya a robar algo. Precaución inútil, porque en ese momento salió una señorita de la casa del general, como llovida del cielo, y Cara de Ángel no esperó más.

– Señorita -le dijo andando a la par de ella-, prevenga al dueño de la casa de donde acaba de salir usted, que tengo algo muy urgente que comunicarle.

– ¿Mi papá?

– ¿Hija del general Canales?

– Sí, señor…

– Pues… no se detenga; no, no… Ande…, andemos, andemos… Aquí tiene usted mi tarjeta. Dígale, por favor, que le espero en mi casa lo más pronto posible; que de aquí me voy para allá, que allá le espero, que su vida está en peligro… Sí, sí, en mi casa, lo más pronto posible…

El viento le arrebató el sombrero y tuvo que volver corriendo a darle alcance. Dos y tres veces se le fue de las manos. Por fin le dio caza. Los aspavientos del que persigue un ave de corral.

Volvió al fondín, con el pretexto del vuelto, a ver la impresión que su salida repentina había hecho al de la banquita y lo encontró luchando con la fondera; la tenía acuñada contra la pared y con la boca ansiosa le buscaba la boca para darle un beso.

– ¡Policía desgraciado, no es de balde que te llamas Bascas! -dijo la fondera cuando, del susto, al oír los pasos de Cara de Ángel, el de la banquita la soltó.

Cara de Ángel intervino amistosamente para favorecer sus planes; desarmó a la fondera, que se había armado de una botella, y volvió a mirar al de la banquita con ojos complacientes.

– ¡Cálmese, cálmese, señora! ¿Qué son esas cosas? ¡Quédese con el vuelto y arréglense por las buenas! Nada logrará con hacer escándalo y puede venir la policía, más si el amigo…

– Lucio Vásquez, pa servir a usté…

– ¿Lucio Vásquez? ¡Sucio Bascas! ¡Y la policía…, para todo van saliendo con la policía! ¡Que preben! ¡Que preben a entrar aquí! No le tengo miedo a nadie ni soy india, ¿oye, señor?, ¡para que éste me asuste con la Casa Nueva!

– ¡A una casa-mala te meto si yo quiero! -murmuró Vásquez, escupiendo en seguida algo que se jaló de las narices.

– ¡Será metedera! ¡Cómo no, Chón!

– ¡Pero, hombre, hagan las paces, ya está!

– ¡Sí, señor, si yo ya no estoy diciendo nada!

La voz de Vásquez era desagradable; hablaba como mujer, con una vocecita tierna, atiplada, falsa. Enamorado hasta los huesos de la fondera, luchaba con ella día y noche para que le diera un beso con su gusto, no le pedía más. Pero la fondera no se dejaba por aquello de que la que da el beso da el queso. Súplicas, amenazas, regalitos, llantos fingidos y verdaderos, serenatas, tustes, todo se estrellaba en la negativa cerril de la fondera, la cual no cedió nunca ni jamás se dio por las buenas. «El que me quiera -decía-, ya sabe que conmigo el amor es lucha a brazo partido.»

– Ahora que se callaron -continuó Cara de Ángel, hablaba como para él, frotando el índice en una monedita de níquel clavada en el mostrador-, les contaré lo que pasa con la señorita de allí enfrente.

E iba a contar que un amigo le había encargado que le preguntara si le recibía una carta, pero la fondera se interpuso…

– ¡Dichosote, si ya vimos que es usté el que le está rascando el ala!

El favorito sintió que le llovía luz en los ojos… Rascar el ala… Contar que se opone la familia… Fingir un rapto… Rapto y parto tienen las mismas letras…

Sobre la monedita de níquel clavada en el mostrador seguía frotando el dedo, sólo que ahora más de prisa.

– Es verdad -contestó Cara de Ángel-, pero estoy fregado porque su papá no quiere que nos casemos…

– ¡Cállese con ese viejo! -intervino Vásquez-. ¡Ahí las carotas de herrero mal pagado que le hace a uno, como si uno tuviera la culpa de la orden que hay de seguirlo por todas partes!

– ¡Así son los ricos! -agregó la fondera de mal modo.

– Y por eso -explicó Cara de Ángel- he pensado sacármela de su casa. Ella está de acuerdo. Cabalmente acabamos de hablar y lo vamos a hacer esta noche.

La fondera y Vásquez sonrieron.

– ¡Servite un trago! -le dijo Vásquez-, que esto se está poniendo bueno. -Luego se volvió a ofrecer a Cara de Ángel un cigarrillo-. ¿Fuma, caballero?

– No, gracias… Pero…, por no hacerle el desprecio…

La fondera sirvió tres tragos mientras aquéllos encendían los cigarrillos.

Un momento después dijo Cara de Ángel, ya cuando les había acabado de pasar el ardor del trago.

– ¿Desde luego cuento con ustedes? ¡Valga lo que valga, lo que necesito es que me ayuden! ¡Ah, pero eso sí, debe ser hoy mismo!

– Después de las once de la noche yo no puedo, tengo servicio -observó Vásquez-, pero ésta…

– ¡Ésta será tu cara, mirá cómo hablás!

– ¡Ella, que diga, la Masacuata -y volvió a mirar a la fondera-, hará mis veces! Vale por dos, salvo que quiera que le manden un suple; tengo un amigo con quien quedé de juntarme por onde los chinos.