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«Charon en una noche sin luna, una sombra con cascos plateados, gritos y el destello amarillo del fuego de pistolas…»

Cerró los ojos. Su corazón latía rápido y podía sentir el sudor y la emoción del momento; recordó cómo le sentaba la máscara que le ocultaba el rostro, cómo la capa negra pesaba sobre sus hombros y los guantes olían a silla de montar y acero. La garganta le ardía por el gélido aire nocturno y por el esfuerzo de blandir la espada al tiempo que mantenía a Charon a raya, haciendo que diera unos pasos a izquierda o derecha, realizara una pirueta o una cabriola con sus cascos plateados para distraer y confundir en medio de la noche, para que pareciese un caballo fantasma que cabalgaba por el aire.

Todo aquello había terminado por agotarlo, tanta fría pericia y abrasadora emoción, mientras oscilaba entre la riqueza y la pobreza más abyecta, y creía que la moralidad de lo que hacía estaba plenamente justificada a la vista de tanta injusticia. Elegía con mucho cuidado a quién ayudar y a quién atormentar. Conocía muy bien sus méritos y se movía con ellos por los salones de la alta sociedad, por los verdes parques y por las fulgurantes mascaradas; era un caballero como los demás del que nadie sospechaba, protegido por el augusto y ancestral nombre de Maitland. Una vez allí, elegía a sus víctimas entre los más obtusos y los más petulantes.

Pero en realidad nunca había sido un auténtico cruzado. Su misión nunca había sido honrada. Todo lo hacía por la mera alegría del juego, por el riesgo y rebeldía que conllevaba. Sencillamente había crecido siendo un anarquista convencido, un agente del caos. Hasta que el caos se había vuelto contra él.

Soltó un profundo suspiro y se pasó las manos por la cara. Entonces miró hacia la cama y se incorporó con gran rapidez.

Leigh tenía los ojos abiertos. Cuando S.T. se puso en pie, dirigió la mirada hacia él. Durante un instante se dibujó una leve sonrisa en su boca, pero se borró al momento cuando, lentamente, ella se fue dando cuenta de la situación, como si hubiera despertado de un agradable sueño para amanecer en una pesadilla. Resentida, se volvió para darle la espalda.

– Os dije que no os quedarais conmigo -dijo con voz ronca.

S.T. frunció el ceño y la miró; una fina capa de sudor cubría su pálido rostro. El estado febril parecía haberse atenuado, pero costaba saberlo con seguridad a la luz del fuego. Estiró la mano y le tocó la frente.

– Ha remitido, ¿no? -murmuró ella en tono indiferente-. Voy a sobrevivir.

Tenía la frente caliente, pero no ardía. S.T. la observó con detenimiento.

– Dios mediante -dijo.

– ¿Y qué tiene que ver Dios con esto? -En su débil voz se percibía cierto tono de desdén-. Dios no existe. La fiebre ha remitido y mañana ya estaré mejor, eso es todo. -Cerró los ojos y volvió la cabeza a un lado-. Al parecer no hay nada que pueda matarme.

S.T. le sirvió un poco de agua.

– Pues algo ha estado muy cerca de conseguirlo -dijo.

La joven miró la taza que le ofrecía. Durante un prolongado instante no se movió hasta que, emitiendo un bufido de resignada aquiescencia, levantó la mano. S.T. notó que le temblaba. Dejó la taza en la mesilla y le arregló las almohadas mientras ella se incorporaba hasta quedar casi sentada. A continuación, sujetó la taza con ambas manos y tomó pequeños sorbos de agua al tiempo que recorría la habitación con mirada lánguida. Al terminar, la fijó en S.T.

– Habéis sido un estúpido al quedaros.

Él se rascó la oreja mientras la joven lo observaba por encima del borde de la taza. Tras un momento de silencio, S.T. cogió el agua antes de que la derramara sobre sus temblorosos dedos.

– ¿Y qué otra cosa podía hacer? -repuso.

Leigh levantó las cejas y lo miró con una expresión que dejaba bien claro que no creía que nadie pudiese ser tan imbécil. S.T. dejó la taza y le dedicó una sardónica sonrisa.

– Vivo aquí -dijo-. No tengo ningún otro sitio al que ir.

La joven cerró los ojos y descansó la cabeza sobre la almohada.

– Al pueblo -alegó con un hilo de voz.

– ¿Y llevar las fiebres allí?

Ella negó con la cabeza sin abrir los ojos.

– Hombre estúpido y más que estúpido. Si os hubierais marchado cuando os lo dije… Hace falta mantener un contacto muy estrecho para infectarse…

S.T. la observó sin decir nada mientras intentaba decidir si de verdad estaba siendo coherente y se hallaba en vías de recuperación.

– Espero -añadió la joven- que no os quedarais por alguna absurda idea romántica.

Él desvió la vista hacia la desordenada ropa de cama.

– ¿Como cuál?

– Como la de salvarme la vida.

S.T. volvió a mirarla con una mueca en la cara.

– Por supuesto que no. Tengo por costumbre arrojar a mis invitados por el precipicio.

Una de las comisuras de la boca de la joven se curvó levemente.

– Entonces os agradecería mucho que me hicieseis ese favor… -dijo, tras lo cual la sonrisa se transformó en un temblor que la obligó a cerrar la boca.

S.T. se sentó en el borde de la cama y le acarició la frente, rozándole la piel con el pulgar.

– Sunshine -susurró-. ¿Qué os han hecho?

Ella se mordió el labio y negó con la cabeza.

– No seáis amable conmigo, os lo suplico.

Él le cogió la cara entre ambas manos.

– Tenía miedo de que murieseis.

– Es lo que quiero -replicó ella con voz quebrada-. Sí, quiero morir. ¿Por qué no me habéis dejado?

S.T. recorrió sus pómulos y la curvatura de las cejas con ambos pulgares.

– Porque sois demasiado encantadora. Por Dios, sois demasiado hermosa para morir.

Ella apartó la cara. S.T. le acarició la piel y notó que aún persistía algo del calor de las fiebres.

– Maldito seáis -murmuró ella con un gemido entrecortado-. Me habéis hecho llorar.

Sus calientes lágrimas cayeron sobre los dedos de él, que se las enjugó al tiempo que sentía su respiración convulsa y espasmódica mientras intentaba refrenarlas. La joven levantó las manos y apartó débilmente las de S.T. para evitar su contacto. Este se echó un poco atrás para tranquilizarla. Quizá se trataba en verdad de una recuperación, o quizá era tan solo el último momento de lucidez antes del fin. Lo había visto otras veces. Al contemplar sus pálidas y hermosas facciones, así como la desolación inerte de sus ojos, no costaba mucho creer que la joven solo estuviera a un paso de cruzar el umbral de la muerte.

Sin embargo, a la mañana siguiente seguía viva. Muy viva, aunque no más alegre. Cuatro días después ya pudo sentarse sin ayuda en la cama. Con el ceño fruncido, se negó a que él la cuidase; en su lugar, comió y bebió con sus propias y temblorosas manos e insistió en que la dejara a solas para asearse.

S.T. así lo hizo. Aprovechó para salir a buscar a Nemo, pero regresó sin él. No obstante, el paseo dio sus frutos, ya que se llevó el mosquete y consiguió cazar un par de faisanes que solucionaron de momento el problema de las provisiones. Cuando volvió, la señorita Leigh Strachan estaba dormida; los rizos de su pelo negro se arremolinaban alrededor de su rostro, pero se despertó e incorporó con esfuerzo en cuanto S.T. entró en la estancia.

– ¿Cómo os encontráis? -preguntó ella súbitamente.

Él levantó una ceja.

– Seguro que bastante mejor que vos.

– ¿Vuestro apetito se mantiene constante?

– Prodigioso, más bien -contestó él-. Y en estos momentos estáis impidiendo que desayune.

– ¿Síntomas febriles o escalofríos?

S.T. se apoyó en la pared.

– No, a menos que cuente mi inmersión diaria en ese maldito arroyo helado.