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Se pasaba el tiempo libre ensayando las palabras que le diría a Leigh cuando la viese. En todos los actos sociales se movía inquieto entre la multitud, nervioso y melancólico, hasta que se aseguraba de que ella no estaba presente y podía relajarse. Tras la primera quincena empezó a darse cuenta de que no iba a encontrársela, de que nunca se había movido en sociedad. Nadie la conocía, nadie hablaba de ella, y las damas empezaron a meterse con él y a decirle que, después de todo, y para su pesar se había domesticado y se había vuelto accesible.

Incluso aceptó la invitación a un baile en la mansión de los Northumberland.

La última vez que S.T. fue invitado de Hugh y Elizabeth Percy en Syon, se pasó los días apostando a las cartas y durmiendo hasta tarde, y las noches haciendo el amor bajo un andamio. Percy en aquel entonces no era más que conde; ahora disfrutaba de un ducado. Aquella noche el andamio y el amante ilícito hacía tiempo que eran cosa del pasado, y los interiores de la mansión, restaurados por Robert Adam, brillaban con todo su colorido y esplendor: mármoles veteados en rojo, verde y oro, suelos decorados, estatuas doradas y alfombras tejidas por encargo que reproducían cada detalle de las pinturas y escayolas de los techos en toda su complejidad. Rodeados de todo aquello, circulaban los invitados de los duques, brillantes como pájaros exóticos en una jungla en flor, entre el movimiento de los abanicos y el elegante jugueteo de los puños de encaje, entre los vapores de los perfumes y el vino, y un poco agobiados en aquella cálida noche de junio.

– Me moriré sin más, os prometo que lo haré -le decía lady Blair a S.T. con una sonrisa tonta-, si no me decís qué fue de mi diadema de perlas con sus preciosos colgantes de pequeños diamantes.

S.T. levantó un dedo y jugueteó con la esmeralda que colgaba de la oreja de la dama, mientras ella dejaba que su mano le rozase el cuello.

– Creo que se la regalé a vuestra segunda doncella. -Con una sonrisa, se llevó su propia mano a los labios y la besó allí donde había estado en contacto con ella-. Después de que despidieseis a la pobre muchacha por impertinente. ¿Acaso vuestro marido no os ha comprado algo mejor para reemplazarla, ma pauvre?

La dama se estremeció de placer, encogió sus desnudos hombros e hizo un mohín infantil con los labios.

– Ah… pues tal vez haya sido malvada con alguien más, y me robéis también los pendientes.

– Quizá lo haga. -La miró a los ojos-. Y os exija un beso a punta de espada junto a la chimenea.

Ella apoyó el abanico cerrado en la manga del hombre y lo restregó sobre el terciopelo verde.

– Cuánta… cuánta violencia -murmuró, para a continuación añadir-: seguro que me pondré a gritar.

– Pero eso lo hará todavía más interesante. -S.T. volvió la cabeza-. ¿Y qué ocurrirá si vuestro esposo acude al rescate? En este momento lo veo venir hacia aquí a toda prisa, armado con una copa de champán y un vaso de vino tinto.

La dama puso los ojos en blanco con toda intención, pero S.T. se limitó a sonreír e inclinó la cabeza con gesto educado ante el hombre de rostro rubicundo que se acercaba a ellos sorteando a la gente.

– Lord Blair -dijo-, es un placer.

El hombre le respondió con un frío gesto de asentimiento.

– Maitland -respondió, cortante.

Le entregó la copa de champán a su mujer y sacó un pañuelo de seda con el que se enjugó las gotitas de sudor que perlaban el borde de su empolvada peluca.

– Estábamos recordando el pasado -dijo S.T.-. Yo estaba a punto de quejarme ante lady Blair de que desde entonces luzco la cicatriz que vos me hicisteis con la espada.

– ¿Qué? -El ceño de lord Blair se despejó-. Dios mío, eso debió de ser hace ya diez años. -Y escudriñó el rostro de S.T.-. Pensé que tal vez os hubiese tocado, pero no estaba seguro.

– Tuve que guardar cama durante un mes -mintió S.T. con alegría, y a continuación se rebajó a sí mismo cuando añadió-: Tenéis un increíble golpe con la izquierda. Me pilló completamente por sorpresa.

– ¿De verdad? -Lord Blair se sonrojó. Miró a derecha e izquierda y después se inclinó hacia S.T.-. Nunca he dicho nada en público acerca de cruzar espadas con vos -murmuró-. No creí que realmente… es decir… a uno no le gusta darse importancia.

– Claro que no. -S.T. le guiñó un ojo-. Pero no os molestará que yo recomiende que nadie se enfrente a vos en una disputa.

Blair se aclaró la garganta y un intenso rubor cubrió su rostro. Sonrió y dio unas palmaditas a S.T. en el hombro.

– Muy bien, entonces, lo pasado, pasado está, ¿de acuerdo? Reconoceréis que estabais un tanto equivocado cuando nos asaltasteis a lady Blair y a mí, pero no me queda ninguna duda de que la mayoría de vuestras víctimas recibieron su justo castigo.

– Eso es lo que yo quisiera creer -murmuró S.T. en tono amable y aprovechó para alejarse.

La segunda doncella, si no recordaba mal, había sido despedida por cometer la impertinencia de permitir que el heroico lord Blair la violase y la dejase embarazada. S.T. dejó a aquel paladín alardeando ante su mujer sobre un enfrentamiento que jamás había tenido lugar más allá de su imaginación y de una pequeña escaramuza con un estoque. Ningún caballero inglés, excepto Luton, podía presumir de haber herido al Seigneur de Minuit. Y Luton, por otra parte, no estaba allí para reclamar tal honor, ya que, al parecer, lo habían convencido de que lo mejor para él era hacer un largo viaje por el continente europeo.

Quizá había sido el duque de Clarbourne quien le había pagado el pasaje.

– No tenéis ni pizca de vergüenza -dijo una voz femenina en su oído izquierdo.

S.T. se volvió, se inclinó ante su anfitriona y le tomó la mano para besársela.

– Pero espero no resultar aburrido -dijo-. ¿De qué fechorías me acusáis? Estoy seguro de no haber robado jamás a una duquesa.

– Sí, claro, seguro que sois demasiado tímido para ello. Pero yo no estoy hecha de una pasta tan mezquina como Blair. -La dama alzó la barbilla y lo miró por encima de su patricia nariz.

– Y, apostaría, que sois mucho más hábil con la espada.

La duquesa sacudió sus oscuros rizos.

– ¿Lo veis? Ya os dije que no teníais vergüenza. El pobre Blair está tratando de convencer a todo el que quiere escucharlo de que ha tenido redaños para heriros.

S.T. sonrió.

– ¿Es eso cierto? -preguntó la dama enarcando las cejas.

– No puedo decíroslo, madame.

– Lo que significa que no lo hizo -concluyó ella con voz satisfecha-. Es lo que yo pensaba, y lo que le responderé a todo aquel que me pregunte. Esbozaré una leve sonrisa, igual que habéis hecho vos, y diré entre susurros: «Él me dijo que no puede confirmarlo». Blair se subirá por las paredes, ¿no creéis?

– Qué idea más divertida. ¿Cómo está vuestra encantadora sobrina?

La duquesa agitó el abanico.

– Pues, cena a las ocho, se acuesta a las tres de la mañana, se queda en la cama hasta las cuatro de la tarde; se baña, sale a montar a caballo, baila… podréis verlo vos mismo si conseguís abriros paso entre ese tropel de lánguidos caballeros que la rodea.

S.T. no tenía necesidad de verlo para imaginar a la joven dama en cuestión rodeada de un círculo de admiradores entusiastas.

– Creo que reservaré mis fuerzas.

– Os ha reservado la primera polonesa, si sois capaz de resistirla, mi pobre enclenque.