Выбрать главу

– ¿Te has enterado de que me han concedido el indulto? -preguntó S.T.

– Creo que lo sabe todo el mundo -respondió Leigh, tensa.

S.T. se quedó en silencio. Leigh clavó la mirada en la esquina de la mesa y observó que las velas en lo alto proyectaban el reflejo suave de su rostro sobre la pulida madera.

– Leigh -dijo él con voz extraña-. Me concederías el honor de…

El resto de las palabras se perdió. Leigh levantó los ojos. S.T. la miraba como si esperase que dijese algo. Cuando sus miradas se cruzaron, él apartó la suya, como si estuviese avergonzado, e inclinó la cabeza con gesto torpe.

– No voy a bailar más esta noche, gracias -respondió con rigidez-. Me ha dado dolor de cabeza.

Él bajó la vista hasta las borlas que adornaban la empuñadura de su espada de gala y palpó los cordones de seda trenzada.

– Ya veo -dijo-, lo siento.

Le dedicó una breve inclinación, se volvió y desapareció entre las sombras del pasillo.

Leigh tragó saliva. Ahora ya no le serviría de nada llorar. Las lágrimas ya no eran suficientes.

S.T. apareció al día siguiente al mediodía en Brook Street. Tenía que hacerlo. No le quedaba más remedio. Esperó en el vestíbulo mientras entregaban su tarjeta de visita a Leigh. Con los labios apretados y los ojos fijos delante de él en el quinto escalón repetía para sí una y otra vez lo que iba a decirle.

Durante la espera descubrió hasta dónde llegaba su valentía; fue humillante.

El mayordomo lo acompañó al piso superior, y mientras el criado anunciaba, «el señor Maitland», S.T. permaneció junto a la puerta de la sala y buscó con la mirada entre los visitantes que estaban sentados en círculo, pero quien se levantó y se acercó hasta él fue una mujer gordezuela, de pequeña estatura, que no había visto en su vida.

– Soy la señora Patton -dijo entre murmullos, mientras la conversación general se reanudaba tras una pausa muy significativa-. Mi prima todavía no ha bajado.

S.T. se inclinó sobre la mano de la dama y el encaje del puño de su camisa se derramó cual pálida espuma.

– Es un honor presentaros mis respetos -dijo. Mantuvo una actitud formal y neutra al no saber cómo sería recibido; quizá su mala reputación podría suponer su rechazo en una casa tan respetable como aquella-. Me temo que sea un desconocido para usted.

Pero la prima de Leigh, la señora Patton, se limitó a examinarlo con curiosidad durante un instante.

– En tal caso, venid y daos a conocer -susurró la dama. En su rostro redondo se dibujó un provocativo hoyuelo-. Pero debéis saber que vuestra interesante reputación ya os ha precedido y estamos todos muertos de curiosidad por conocer al señor Maitland. Estoy segura de que se me había olvidado que lady Leigh lo conociese, señor, de lo contrario habría insistido para que nos lo presentase.

– El único que ha salido perdiendo soy yo -dijo S.T. con elegancia.

La dama sonrió con gratitud.

– Se habrán conocido en Francia, no lo dudo. La pobre criatura apenas nos escribió ni nos contó nada mientras estuvo lejos. -La señora Patton se inclinó hacia él-. Esto ha sido tan difícil para ella… -dijo en voz baja-. Y fue muy de agradecer que la amiga de su madre, la señora Lewis-Hearst, ¿no era así como se llamaba?, se la llevase para que cambiara de aires después de tantas tragedias. Me duele no haberlo hecho yo, pero estaba a punto de tener a mi pequeño Charles. Pero sí, lo que sucedió fue terrible; fue demasiado para que una muchacha que era casi una niña lo soportase. Pobrecita mía, lo que he llorado por ella. ¡Cuánto tiempo estuvo lejos! ¡Más de un año! Recibimos solo una carta desde Aviñón. Supongo que no tenía fuerzas para escribir. Y luego, el incendio… es más de lo que nadie puede soportar. -La señora Patton apoyó la mano en el brazo de S.T.-. Si queréis que os diga la verdad, no creo que esté mejor. Anoche, por fin, la convencí para que saliese por primera vez desde que está con nosotros, y hoy… -Sacudió la cabeza con tristeza-. Me alegra que hayáis venido a visitarla, caballero.

– Es usted muy generosa al recibirme -dijo él-. No me lo esperaba.

– Creo que lo que Leigh necesita es distraerse. -La señora Patton frunció el ceño-. Desde su regreso, se niega a ver a sus amigas de la infancia, y nadie más ha venido a verla. -Tras esas palabras, asió impulsivamente la mano de S.T.-. Señor Maitland, os aseguro que habría recibido hasta al mismísimo deshollinador si él fuese capaz de hacerla sonreír por una vez como hacía antes. Vos no lo sabréis porque la conocisteis después… -Se ruborizó ligeramente y se mordió el labio-. ¡Pero qué cosas se me ocurren! El deshollinador, ¡menuda comparación! Estoy segura de que vos no tenéis el alma tan negra como él. Lo pasado, pasado está, por supuesto, y no seré tan malvada como para echarle en cara lo que hasta ni el mismo rey le tiene en cuenta, ¿verdad que no? -Y lo escudriñó con expresión traviesa-. Además, sois un auténtico trofeo para cualquier salón que se precie, ¿sabéis? Y voy a contarle a todo el mundo que el famoso salteador de caminos vino de repente de visita.

– Gracias. -S.T. trató de encontrar las palabras adecuadas, y tras mirar aquel rostro regordete y tierno añadió-: Por tener un corazón tan bondadoso.

La expresión traviesa desapareció del rostro de la dama, que echó la cabeza hacia atrás y lo miró con renovado interés.

– ¡Qué hombre tan fuera de lo corriente sois! De verdad.

S.T. se movió inquieto y se sintió un tanto incómodo ante aquella mirada femenina tan inteligente.

– ¿Creéis que seguirá el buen tiempo? -preguntó livianamente.

– No tengo ni la más remota idea -respondió ella mientras lo acercaba al círculo-. Venid y tomad un refrigerio. Señora Cholmondelay, ¿me permitís presentaros al señor Maitland, nuestro temible bandolero? Entretenedlo un rato mientras subo a ver qué retiene a lady Leigh.

S.T. se tomó un té, que fue todo lo que le ofrecieron, y se esforzó por mantener una agradable conversación y mostrarse de lo más inofensivo ante aquellas respetables damas. El recelo inicial con el que lo recibieron empezó a evaporarse y, cuando regresó la señora Patton, ya se las habían arreglado para sacarle la información de que residía con la familia Child en Osterley Park, y se dedicaban a interrogarlo sobre la nueva sillería de la señora Child, cuyos respaldos estaban inspirados en las formas de las antiguas liras.

La señora Patton se acercó a él.

– Debo presentaros mis disculpas, señor Maitland. Lady Leigh se encuentra indispuesta y hoy no se reunirá con nosotros.

S.T. bajó los ojos ante la mirada inquisitiva de la dama. Claro que Leigh se negaba a verlo, maldita sea, ¿qué otra cosa esperaba? Sintió que el rubor se extendía por su rostro. Todas las damas lo miraban.

– Lamento mucho oírlo -dijo sin dejar que su voz reflejase ninguna emoción.

La señora Patton le tomó la mano cuando él se inclinó para despedirse.

– Tal vez otro día -dijo.

S.T. sintió que depositaba en su mano un trocito de papel doblado y cerró los dedos a su alrededor.

«Está paseando por el jardín -decía de manera sucinta-. Jason os indicará el camino.»

Al pie de la escalera estaba el mayordomo con rostro expectante. S.T. respiró hondo, apretó el papel en su mano y descendió.

Leigh se había acostumbrado a aceptar aquel modo que tenía su mente de jugarle malas pasadas. La forma en que un ruido la hacía volverse y esperar encontrarse a su padre tras ella, o cómo al ver una gasa bonita pensaba: «A Anna le gustará». Al principio esos momentos habían sido frecuentes, al igual que los sueños, pero poco a poco se habían desvanecido y se habían vuelto más raros. Sin embargo, cuando le alcanzó el sonido de los pasos y el olor -el fuerte e inconfundible aroma a lavanda recién cortada-, alzó el rostro del libro sin pensar. Después se dio cuenta de que aquella premonición no era sino una fragancia y un recuerdo, y no una persona real ni un lugar donde ella había estado, donde el polvo y la luz del sol se mezclaban en un patio en ruinas.