Por mucho que se volviese, no iba a encontrarse en aquel lugar ni iba a ver al Seigneur entre la maleza y la lavanda silvestre.
Cerró el pequeño volumen, el octavo de El sueño de una noche de verano, y apoyó la cabeza en la mano, a la espera de la cariñosa insistencia de su prima. Clara quería ayudarla, Leigh lo sabía, pero, aun así, las presiones para que retomase su vida, para que saliese al mundo, solo hacían que se sintiera más triste y más enfadada. Ella no tenía nada; no contaba con nadie ni con nada. Todo se había vuelto en su contra; hasta su venganza, que le había hecho perder Silvering y que lo único que le había procurado era amargura.
Y lo que era peor… que continuase el sufrimiento. No solo añoraba a la familia que había perdido sino también a un hombre que lo único que conocía del amor era el flirteo y la lujuria. Que podía mirar a través de ella como si no existiese y, a continuación, con toda crueldad, invitarla a bailar.
Había tratado de endurecer su corazón, pero el fracaso había sido estrepitoso.
Oyó que los pasos se detenían sobre el sendero de gravilla frente a ella, pero no quiso ni levantar la cabeza ni abrir los ojos. Quería sentir el vacío. No quería pensar ni sufrir, ni siquiera quería existir.
– Por favor -susurró-, por favor, Clara, déjame.
Se oyó el crujido de la seda. Unas manos cálidas le cogieron el rostro, pero no de la forma delicada en que lo haría una mujer, sino con unos dedos firmes y suaves. Aquellas manos trajeron con ellas el intenso perfume de la flor de la lavanda deshecha con los dedos, la suave caricia de sus aromáticas hojas sobre la piel. Abrió los ojos y allí estaba él, de rodillas, real y concreto, delante de ella.
– Sunshine -dijo con dulzura, y la atrajo hacia sí mientras apoyaba la cabeza de ella sobre su hombro.
Durante un instante aquello lo fue todo: el consuelo, la unión y el amor que ella deseaba con tanta desesperación, el amor tal como lo había conocido toda su vida, firme e inquebrantable. Leigh hundió el rostro en la chaqueta de él y sintió que el dolor se apoderaba de su garganta.
– Qué habilidad tienes para estas maniobras, ¿verdad? -susurró-. Maldito embaucador.
S.T. no habló ni movió la cabeza. No lo negó. Leigh apoyó las manos en los hombros de él y se enderezó hasta quedarse erguida. El polvo perfumado de sus cabellos salpicaba la seda de color vino de la chaqueta de él y se mezclaba con el olor a lavanda de los tallos que sujetaba entre las manos.
Con cuidado, depositó el aplastado ramillete sobre el banco de mármol al lado de la joven.
– Descubrí la planta junto a los escalones -dijo sin levantar la vista. Palpó una de las aplastadas flores y a continuación preguntó con suavidad-: ¿Vas a mandarme al infierno?
Leigh contempló aquella cabeza inclinada. Él levantó el rostro y la miró con gesto serio, con sus ojos verdes y sus pícaras cejas inmóviles, con una ligera expresión de incertidumbre, como un sátiro al acecho entre las sombras de un frondoso bosque.
– Estoy segura de que a mi prima no le importará que cojas sus flores -respondió, y fingió deliberadamente no haberlo entendido.
Él exhaló el aliento despacio y se levantó. Leigh contempló los botones de acero que adornaban su chaqueta y mantuvo las manos unidas sobre el regazo.
S.T. se volvió ligeramente hacia un lado y rozó con los nudillos la flor abierta de un rosal.
– Leigh, yo… -Y arrancó uno de los pétalos-. Sé que estás ofendida. Siento no haber venido antes. Lo lamento.
– Estás muy equivocado -respondió ella-. Nunca esperé que vinieses a verme.
S.T. arrancó otro de los pétalos. Lo cogió con dos dedos, lo partió por la mitad, lo dobló y volvió a partirlo.
– ¿No?
Leigh lo miró.
– ¿Por qué iba a hacerlo?
Los trocitos de pétalo cayeron suavemente hasta el suelo.
– Claro -dijo con voz baja y apagada-, ¿por qué ibas a hacerlo?
Leigh lo observó mientras cogía otros dos pétalos y los restregaba entre el pulgar y el índice. No dejaba de arrancar pétalos uno a uno.
– He venido porque quería verte -dijo de pronto él al tiempo que miraba con el ceño fruncido la rosa medio destruida-. Quiero hablar contigo. -Y arrancó un nuevo pétalo-. Te necesito.
Leigh se agarró las manos en el regazo.
– No encuentro divertida esta conversación.
– Leigh -dijo él con expresión compungida.
«Déjame en paz -pensó ella-. Vete. No empieces de nuevo con esta farsa. Te ruego que no lo hagas.»
S.T. palpó la estropeada flor.
– Sigues enfadada.
– No estoy enfadada. He hecho lo que me proponía hacer. Lo único que habría deseado es que mi casa no se hubiese quemado.
Él cerró los ojos.
– No tenía que haberte dejado allí sola. No quería hacerlo. -Los pétalos de la rosa cayeron en cascada y dejaron la flor desnuda-. Fui un auténtico estúpido.
– Estabas en peligro, ¿qué razón había para que te quedases?
Él volvió la cabeza y soltó una risa amarga.
– Esto es una especie de pesadilla. Dices las cosas equivocadas.
– No me digas. Pues te ruego que me perdones.
– Leigh… me han indultado -dijo él.
– Lo sé. Te felicito.
– Leigh… -Su voz tenía un extraño énfasis, había en ella casi un ruego.
Ella lo miró. S.T. le sostuvo la mirada y después bajó la vista a la rosa.
– ¿Me concederás el honor… -asió con fuerza el tallo de la rosa desnuda y la rompió en su mano- de… ah… -Retorció el tallo verde hasta convertirlo en un círculo deforme.
Aquellos movimientos inquietos hicieron que una espina quedase a la altura de su pulgar. S.T. se la clavó en la yema del dedo al cerrar la mano con fuerza y lentamente. La espina se hundió en su carne como si no sintiese dolor en absoluto.
– ¿Me concederás el honor de…? -dijo de nuevo.
Leigh alzó la cabeza, observó la espina y la brillante mancha de sangre, y lentamente una idea hasta entonces nueva se formó en su mente.
Buscó la mirada de él. Tenía el rostro tenso, casi blanco. Dio un paso hacia atrás y dijo:
– ¿Me concedes el honor de un baile en el ridotto que organiza la señora Child el próximo martes?
Capítulo 27
El señor Horacio Walpole se encontraba en compañía de Leigh y la señora Patton en el comedor de Osterley Park, donde la anfitriona había organizado una cena bufet tras el concierto de arpa.
– Todos los Percy y los Seymour de Syon deben de estar a punto de morir de envidia, ¿no os parece? -El señor Walpole movió el pañuelo con remilgo y levantó la vista para contemplar la filigrana de escayola pintada de blanco que adornaba techos y paredes sobre un fondo de color rosa y verde-. ¡Otra obra maestra más de Adam! ¡Qué gusto! ¡Cuánta profusión! -Se inclinó un poco hacia Clara-. ¡Cuánto gasto! ¡Es una auténtica bacanal!
– Pero ¿dónde están las sillas? -preguntó la señora Patton al tiempo que se volvía-. Quiero ver esas sillas con forma de lira de Apolo.
– Están junto a la pared, prima Clara -dijo Leigh e indicó con un gesto uno de los rincones de la abarrotada estancia.
– ¡Qué detalle tan actual! Vamos, señor Walpole, quiero tomar asiento en una de esas maravillas.
– Y así lo haréis, señora. Pero empieza el baile. Esta fiesta es muy moderna, ¿sabéis?, la señora Child no quiere que nadie se porte como un anticuado y se siente para cenar en compañía como se hace normalmente. ¿Puedo persuadiros para que os ejercitéis al tiempo que recorremos la galería? Mide más de doscientos metros de largo, ¿sabéis?