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– Es una longitud considerable -convino la dama- pero no siento deseos de agotarme, lo que haré será estirar el cuello para ver el Rubens del techo de la escalinata. Llevaos a lady Leigh en mi lugar.

– Con infinito placer. -Walpole se inclinó ante Leigh e hizo una de sus habituales remilgadas piruetas con la punta del pie-. Si es que ella accede.

Leigh aceptó el brazo que le ofrecía. No había planeado asistir a aquel acontecimiento. Le había dicho a S.T. que no iría. Pero en los días transcurridos desde entonces, no había dejado de pensar en los momentos vividos en el jardín de su prima, en la forma en que él había agarrado la rosa rota hasta sangrar. Esa misma mañana a la hora del desayuno había sorprendido a Clara, e incluso se había sorprendido a sí misma, al acceder a la propuesta que como todos los días su prima hacía mecánicamente de asistir a cualquiera que fuera el acontecimiento programado para la jornada. Había consentido en ir en coche hasta las afueras de la ciudad, a Windmill Lane al ridotto privado de los Child.

Clara había respondido con entusiasmo y había insistido en que Leigh apareciese en la fiesta con uno de los nuevos trajes que le habían hecho a ella por encargo. La costurera de la señora Patton hizo los ajustes y arreglos pertinentes al vestido de seda de color violeta en tan solo una hora, y estiró y alargó los pliegues de encaje plateado de las mangas para que cubriese adecuadamente los codos de Leigh. Con sus propias manos, Clara eligió un abanico y un collar de amatistas que combinaban con el bordado de flores del corpiño y atraían la atención deseada hacia el marcado escote. Leigh empleó el resto del día en bañarse, perfumarse y en que le peinasen el cabello; se lo ahuecaron, lo rizaron y lo adornaron con plumas mientras el peluquero no cesaba de quejarse por la escasa longitud de sus mechones.

Todavía no había visto a S.T. No lo vio durante el concierto, cuando el salón decorado con damasco color verde de los Child estaba a rebosar de invitados sentados ante el arpista, que ocupaba el frente de la estancia. Tampoco lo vio al lado de los anfitriones cuando estos saludaban a los invitados, ni era uno de los jugadores de cartas en la biblioteca. Ya empezaba a pensar que debía de haber abandonado Osterley cuando lo vio entrar en la galería por la puerta que había en mitad de la larga estancia.

El señor Walpole la llevaba directa al baile. Solo tuvo tiempo de vislumbrar la dorada figura del Seigneur con su traje de terciopelo color bronce y su encaje de blonda antes de darse la vuelta y sumarse a una animada gavota. Entre paso y paso lo vio en algún momento; no se había movido del umbral y estaba allí con la mano apoyada en la empuñadura de la espada de gala, recostado con indiferencia en el marco de la puerta.

Algo extraño despertó en el interior de Leigh, algo ligero y vertiginoso. Se descubrió a sí misma sonriendo. Descubrió el placer que había en la danza, en la fiesta, en el atildado señor Walpole y en el colorido de las telas que adornaban las paredes.

Él estaba allí. No se había marchado. Cuando terminó el baile, Leigh siguió al señor Walpole fuera de la pista, lejos del Seigneur. No tuvo otro remedio; no sería capaz de aproximarse a él ni aunque hubiese sido aceptable. Qué extraño era haber llegado a ese punto, a verse separada por la etiqueta y la emoción de un hombre con el que había compartido lecho. Que había palpado su piel desnuda, que la había besado y acariciado, y que le había susurrado que la amaba. Que había compartido con ella vida y muerte, el sabor del humo y el de la sangre. Deseaba preguntarle dónde estaba Nemo, cómo estaba Mistral; si el caballo había aprendido nuevas piruetas. Deseaba decirle que Siroco y el rucio estaban perfectamente y muy bien cuidados en las caballerizas particulares de la señora Patton, y que hacían ejercicio diariamente con un muchacho que ella misma había elegido. Deseaba hablar con él de todas aquellas cosas, asuntos que en el jardín no se le habían ocurrido, cuestiones que parecían haber surgido como burbujas a través del hielo que envolvía su alma resquebrajada por el recuerdo de aquella rosa torturada.

Clara salía en ese momento del comedor en compañía de un grupo de amistades. El señor Walpole de inmediato le expresó su deseo de ser su pareja de baile, y esta vez la encontró completamente dispuesta. Rodeada de retazos de conversación y galanterías, Leigh permaneció en silencio mientras veía cómo su prima se alejaba galería adelante del brazo del señor Walpole. La música comenzó. Los abanicos aletearon y las joyas brillaron a su alrededor mientras las damas asentían y los caballeros sonreían. Alguien le rozó el codo desde atrás.

– Milady -dijo el Seigneur-. Mi baile.

No hubo en su invitación rastro de elegancia, ni de aquella galantería que ella lo sabía capaz de derrochar. Tenía una postura indolente, con la mano apoyada en el respaldo de una silla tapizada en damasco de color verde guisante. Pero tenía la mandíbula en tensión y la miró con intensidad, sin titubeos.

Leigh inclinó la cabeza y le dedicó una leve reverencia de asentimiento. La misma sonrisa tímida, imposible de controlar, se dibujaba en la comisura de sus labios. Él se irguió. Al soltarse de la silla, hizo un movimiento extraño y se tambaleó un instante, y cuando Leigh lo tomó del brazo, sintió un ligero olor a licor.

Se unieron al grupo de bailarines. Cuando ocuparon sus posiciones, él estuvo a punto de perder el equilibrio y se ayudó del brazo de Leigh para ponerse derecho. Leigh lo miró con las pestañas entornadas. Quizá había bebido demasiado para aventurarse en una vigorosa danza folclórica como aquella.

Pero los bailarines ya estaban alineados y se saludaban con inclinaciones y reverencias. El Seigneur se limitó a hacer una leve inclinación. La miraba a la cara fijamente, con el ceño fruncido; sus cejas le conferían un aire de malvada intensidad. Un hilillo de sudor se deslizaba por su sien empolvada. Leigh sintió una oleada de amor y cercanía; le resultaba tan familiar, era una parte tan importante de su pasado y de su presente que los meses de oscuro dolor y de desesperación parecieron ir perdiendo intensidad hasta desvanecerse en la distancia.

Al ritmo de la música, las parejas unieron las manos y se aproximaron entre sí. S.T. se movió al tiempo que el resto, avanzó un paso y apretó de súbito la mano sobre la de ella. Durante un instante, ella soportó todo el peso del movimiento de él sobre su brazo levantado, después él se apartó de golpe. Al ir hacia atrás se tambaleó un poco, y no apartó los ojos del rostro de Leigh. La pareja que encabezaba el grupo bajó hacia el centro y se situó entre ellos, las filas se abrieron y le agarró las manos con fuerza al iniciarse el círculo.

Leigh lo mantenía recto con su fuerza; trazaron la circunferencia juntos, pero cuando las parejas se separaron y empezaron a girar en dos círculos enfrentados y tuvieron que coger la mano del que aparecía ante ellos e ir cambiando, S.T. perdió el control. Hizo que la primera dama que le tocó perdiese el equilibrio al balancearse demasiado y chocó contra su acompañante, al que dio un buen golpe en el hombro.

El grupo del que formaban parte se deshizo presa de la confusión. El Seigneur se quedó quieto con las piernas separadas; en su rostro había un gesto de auténtica desesperación mientras a sus espaldas el resto del baile seguía adelante.

Leigh vio la angustia en su rostro, y de repente lo entendió.

Se soltó de quienquiera que fuese que le cogía la mano y se dirigió a él con paso rápido mientras dirigía una sonrisa contrita a las otras parejas de su grupo.

– Se ha perdido sin remedio -dijo sacudiendo la cabeza.

S.T. tenía la vista clavada en ella y respiraba entrecortadamente. Cuando lo asió del brazo, se resistió a girar y Leigh vio el pánico en sus ojos.