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– Señor Maitland -dijo con voz tranquilizadora-, vamos a tomar un poco de aire fresco y a dejar que sigan con el baile.

Los dedos de él se asieron a la parte superior de su brazo como a una tabla de salvación.

– Despacio -susurró por debajo de la música-. Por lo que más quieras, no dejes que me caiga, aquí no.

– No, no te preocupes. Solo piensan que estás borracho como una cuba.

Tras ellos, el grupo se rehízo tras algunas bromas y la rápida incorporación de una nueva pareja. La gente que se agrupaba en torno a la pista de baile les abrió paso amablemente. La presión de la mano del Seigneur se aflojó un poco; pareció recobrar algo de estabilidad cuando se dirigieron en línea recta hacia la puerta que comunicaba con el gran vestíbulo de entrada.

En la súbita penumbra se encontraron casi solos. Solo unas pocas parejas atravesaban la estancia en dirección a la sala donde se ofrecía la cena. Las pilastras de pálido estuco, las urnas romanas y las estatuas resplandecían suavemente sobre un fondo gris ceniza, lo que contrastaba con el color que marcaba la decoración de los demás aposentos. Leigh se detuvo allí, pero el Seigneur siguió adelante.

– Fuera -la urgió-. Quiero ir ahí fuera.

Un lacayo les abrió la puerta principal. El aire nocturno la envolvió. El patio porticado no estaba iluminado, lo rodeaban el vestíbulo en penumbra y dos alas del edificio con las cortinas cerradas tras las ventanas. En el lado más distante se alzaban entre las sombras las columnas griegas del pórtico exterior. S.T. continuó adelante.

Alcanzaron la primera hilera de columnas, pero él no se detuvo; llegaron a la segunda fila y allí se paró. Leigh notó que daba unos pasos convulsos para enderezarse. Justo enfrente tenían la gran escalinata que subía desde la explanada de entrada al patio porticado. Leigh apenas era capaz de distinguir la pálida silueta del mármol, pero sabía que estaba allí. La había visto a la luz del día. Si la invitación hubiese sido a una mansión de Londres, no habrían llegado hasta las once, pero todo el mundo había llegado a la campiña de Middlesex, en las proximidades de Hounslow Heath, bastante antes de que oscureciera. Más tarde habría todo un convoy de carruajes de regreso a Londres, al que acompañaría una escolta armada que el generoso anfitrión les proporcionaba. Nadie volvía a casa temprano ni por su cuenta.

Había demasiados salteadores de caminos.

S.T. la soltó y apoyó todo el peso en uno de los pilares.

– ¡Maldita sea! -susurró con rabia-. Maldita, maldita sea.

– ¿Cuándo empezó? -le preguntó Leigh, que no necesitó explicación alguna para saber qué le ocurría.

– Esta mañana. -Su voz sonó lúgubre-. Desperté y, al mover la cabeza, la habitación empezó a dar vueltas. -Emitió un sonido de enfado-. No podía creerlo. Creí que desaparecería. Pensé que si volvía, sería capaz de controlarlo. Pero había olvidado cómo era esto. Dios, qué poco cuesta olvidar. Pensé que podría bailar. -Resopló con burla-. ¡Bailar!

Leigh estaba callada. Lo observó sin apartar los ojos de su oscura silueta sobre la pálida columna.

– ¿Crees que alguien se ha dado cuenta? -preguntó.

– No -respondió ella.

– Borracho -murmuró S.T.-, ¡qué encantador y qué vulgar! El celebrado señor de la medianoche se convierte en un borracho y desaparece del mapa.

– ¿Has estado bebiendo? -preguntó Leigh-. Quizá…

– ¡Ojala fuese así! Sí, he bebido un poco de brandy. Ojalá estuviese como una auténtica cuba -añadió con rabia-, puede que así me importase todo un comino.

Leigh bajó unos escalones y tomó asiento en la losa de mármol inclinada que flanqueaba la escalera. Bajo sus manos, la ancha pieza estaba dura y fría.

– No podré volver a montar -dijo S.T. con un deje de asombro en la voz.

– Buscaremos un médico. -Leigh mantuvo la voz firme y tranquila-. Te curaremos.

Si tenía algo que decir a aquello, se lo guardó para sí. La ligera brisa 'es trajo música. Allá en la distancia, un corderillo balaba por su madre, en ansioso contrapunto a la alegre música.

– ¿Dónde está Nemo? -preguntó la joven.

– Lleva encerrado en el establo todo el día. Child ha sido muy comprensivo con él, pero no me atrevo a permitirle que corra solo por el parque.

– ¿Quieres que vayamos y lo saquemos un rato?

– ¿Ahora? -Y soltó una risa burlona-. No, a no ser que te sientas capaz de seguir el paso de un lobo con ese vestido de baile que tan bien te sienta. Te aseguro que yo soy incapaz, mi amor.

Cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, Leigh pudo distinguir las siluetas de unos árboles en el horizonte, y el refulgir de las estrellas que se reflejaban en el pequeño lago que había al otro lado del parque.

– ¿Soy tu amor? -preguntó.

Un tenue haz de luz procedente de la entrada cayó sobre él, iluminó su rostro, su ropa y el pilar tras él en una especie de claroscuro: unos trazos de color sobre marfil, como si él formase parte de uno de aquellos cuadros tan intensos que pintaba.

– Te ruego que no te burles de mí -dijo él-. En este momento no, por favor.

– No me burlo -dijo Leigh con timidez-. ¿No has intentado últimamente solicitarme un favor especial? ¿Algún «honor» que yo podría concederte?

Él volvió el rostro.

– Una locura pasajera -murmuró-. Olvídalo.

La titubeante sonrisa de la joven se desvaneció.

– ¿Que lo olvide? -preguntó insegura.

S.T. permaneció callado.

Una mano gélida rodeó el frágil resplandor de felicidad que había brotado en su corazón al descubrir la presencia de él en el otro extremo de la galería.

– ¿Que lo olvide? -repitió con la garganta reseca.

S.T. apartó el rostro de ella.

A Leigh le dio la impresión de que resultaba difícil que el aire le llegase a los pulmones.

– No… no te vas a quedar -dijo sin apenas fuerzas.

Él hizo un movimiento convulsivo, fuera del alcance de ella, una sombra entre las sombras.

– No puedo -dijo de pronto con un rugido-. No puedo quedarme.

Leigh tomó aliento y se puso en pie.

– Entonces, yo he estado siempre en lo cierto. Tu idea del compromiso, del amor, no es más que galantería y pasión. Te has apoderado de mi corazón sin propósito alguno. Me has arrastrado al mundo de nuevo para nada, únicamente para tu placer.

– No -susurró él-. Eso no es cierto.

La voz de la joven comenzó a temblar.

– Entonces, dime por qué lo has hecho. Explícame por qué me conquistaste, para después abandonarme. Dime por qué tienes que hacerme sufrir de nuevo. Ahora ya no tienes la disculpa de ser un proscrito por la ley. Lo único que tienes es una indiferencia despiadada.

– ¡Mira cómo estoy! ¿Para qué me ibas a querer así?

– ¿Qué sabrás tú de lo que yo quiero? ¡Estás demasiado ocupado siendo el señor de la medianoche! Ese mítico salteador de caminos tan famoso por sus fechorías. -Abrió el abanico de golpe y le dedicó una elaborada reverencia desde el escalón superior-. ¿Cuándo vais a salir de nuevo a los caminos, monsieur? ¿Qué vais a hacer a continuación para conseguir de nuevo renombre? ¿O acaso viviréis para siempre de glorias pasadas?

– No, para siempre no -dijo S.T. con voz suave.

– Por supuesto que no. Se olvidarán de ti antes de lo que piensas.

– Sí. Claro que lo harán. -En su voz había un deje sardónico.

Leigh se dio la vuelta en dirección al parque y se llevó los dedos a los labios. Su cuerpo temblaba. Allá a lo lejos, en el horizonte, más allá de los árboles, la suma de los miles de farolas de cristal que había en las calles de Londres proyectaba un tenue resplandor sobre el cielo.

– Pero yo no te olvidaré -dijo Leigh.

Él se acercó y posó la mano sobre la curva del cuello de la joven mientras jugueteaba con los mechones empolvados que le caían sobre la nuca.