– ¿Os habéis estado dando el baño frío? -preguntó ella mientras lo miraba con expresión muy seria-. Bueno, por lo menos algo es algo.
– Siempre a vuestras órdenes, mademoiselle.
Ella se reclinó sobre las almohadas con gesto de cansancio.
– Ojalá las hubierais obedecido todas. También os dije que os marcharais, pero no tuvisteis el suficiente sentido común para hacerlo. Solo ruego que no sufráis las consecuencias.
– También me he estado bañando en ruda y romero. No se puede oler mejor. ¿No lo habéis notado?
Ella no prestó ninguna atención al brazo que S.T. extendió para que lo comprobara.
– Eso servirá de momento. -La voz le salió forzada, con su ronquera habitual más pronunciada; sin embargo, hizo el esfuerzo de seguir hablando-. Le he estado dando vueltas a otro listado de hierbas que deberíais recoger, pero tendréis que traerme papel y pluma para que las anote. -No esperó a que S.T. lo hiciera, sino que tomó aliento entre temblores y pasó al siguiente punto-. En Bedfordshire han tenido cierto éxito encalando las paredes de las residencias para infectados. ¿Se puede encontrar cal viva?
S.T. negó con la cabeza mientras la miraba fijamente. Pensó que, en su débil estado, no debería hacer tanto esfuerzo hablando.
– Pues tendréis que hacerla vos mismo -prosiguió Leigh-. Yo os diré cómo. Pero hay que recoger las hierbas primero, pues así podréis preparar varias cocciones para que os las toméis. -Cerró los ojos y, tras una breve pausa, los abrió de nuevo-. Debéis continuar con los baños fríos, y comunicarme al instante si se os manifiesta dolor de cabeza o cualquier otro de los síntomas. Os los anotaré también. En cuanto a la cal viva, debéis reunir…
Cuando S.T. terminó de ser obsequiado con la larga lista de medidas profilácticas que tenía que adoptar para seguir sano, se preguntó si la señorita Leigh Strachan de verdad se preocupaba por él o sencillamente era un sargento de instrucción nato. Tenía esa forma metódica de clasificar las cosas de acuerdo con unos órdenes de prioridad decrecientes, ascendentes y elípticos que él asociaba con las solteronas de mediana edad y con los recaudadores de impuestos. Intentó salir de la habitación aproximándose poco a poco a la puerta, se excusó diciendo que tenía un puchero con ajo al fuego y consiguió escapar por la escalera de caracol.
Cuando llegó a la armería, intentó recordar lo primero que se suponía que debía hacer y movió la cabeza en señal de derrota.
– Maldita sea -murmuró al retrato de Charon-. Cal viva, corteza peruana y el fuego del infierno…
Dio una patada a una mota de polvo y se quitó la levita, para limpiar los faisanes. De todos modos, no tenía intención de dedicarse a recoger hierbas y encalar paredes; en cuanto ella pudiera valerse por sí misma, pensaba dejarla con algunas provisiones y partir en busca de Nemo.
Cuando le subió la comida, que consistía en un plato de aigo boulido, la encontró sentada en la butaca envuelta en una sábana. S.T. gruñó contrariado.
– Maldita sea, así vais a recaer. Volved a la cama.
Ella se limitó a mirarlo con expresión adusta y, a continuación, observó el plato desportillado, que estaba lleno de pan empapado en un caldo hecho de salvia, ajo y aceite de oliva. S.T. lo tomaba habitualmente; los campesinos provenzales llevaban siglos alimentándose de eso. Incluso Marc consideraba que era un plato muy indicado para enfermos, pero la señorita Leigh Strachan se tapó la nariz con delicadeza al tiempo que apartaba la cabeza.
– No puedo -alegó mientras se ponía aún más pálida.
– ¿No podéis comerlo?
– Es por el ajo -explicó ella con un énfasis en esa última palabra que dejó bien claro el profundo asco que le producía.
S.T. se sentó en la cama.
– Muy bien -dijo al tiempo que levantaba el plato y daba un bocado al pan. Ella lo observó con una leve mueca de desagrado en la boca. S.T. se reclinó en el cabezal de la cama mientras saboreaba la picante sopa-. ¿Y qué desea mademoiselle?
– ¿Podría ser… un poco de té con leche de vaca?
– En una ocasión oí que había una vaca en la Provenza -dijo él-. En Avignon, que está a unas treinta leguas de aquí. -Dio otro bocado-. La mandó traer lady Harvey desde Inglaterra porque no le gustaba tomar el té con leche de cabra.
Leigh se mordió el labio.
– En ese caso, el pan solo y ya está, por favor.
– Como gustéis -dijo S.T., al tiempo que negaba divertido con la cabeza mientras terminaba el último mordisco-. Os lo traeré antes de irme.
– ¿Iros adónde? -preguntó ella rápidamente.
S.T. dejó el plato a un lado.
– Primero al pueblo, o puede que más lejos. Iba a esperar un par de días, pero si estáis lo bastante fuerte para quejaros del menú, creo que podréis llevaros sola la comida a la boca.
– Claro que puedo, pero no debéis salir de aquí ahora.
Él se miró los pies mientras fruncía el ceño.
– No pienso tocar a nadie. Me mantendré siempre a cierta distancia. Solo tengo que hacer algunas preguntas…
– ¿Por qué?
S.T. volvió a mirar hacia abajo y juntó las manos.
– Mi lobo… No ha vuelto, y quiero buscarlo.
– ¿Se ha perdido?
– Puede ser.
– ¿Cuánto hace que desapareció?
– Quince días -respondió él sin mirarla. Se hizo un largo silencio, durante el cual S.T. se dibujó primero un círculo y después un ocho en la mano.
– Entonces es por mi culpa -dijo ella en voz muy baja.
S.T. tomó aliento.
– No. Yo lo envié al pueblo con una nota. No tenía por qué hacerlo. Vos no me lo pedisteis.
Leigh apartó las sábanas y se puso en pie.
– ¿Dónde está mi ropa? -preguntó.
S.T. levantó la cabeza y vio cómo se balanceaba un poco y se cogía al respaldo de la butaca para no perder el equilibrio.
– No necesitáis la ropa ahora, porque vais a volver a meteros en la cama.
– No -dijo ella-. Me voy con vos.
Capítulo 4
Mientras estaba tumbada bajo un pino, con la mejilla sobre su bolsa y fingiendo dormir, Leigh observó a S.T. De no ser por el retrato del caballo negro Charon, nunca habría creído que ese hombre fuese en realidad el Seigneur.
Cierto era que encajaba con la descripción física. En esos momentos estaba sentado en mangas de camisa con las piernas cruzadas y el sombrero tricornio tirado de cualquier forma a un lado, mientras oteaba el escarpado valle y masticaba una ramita de tomillo. La cinta negra de la coleta le caía hasta la mitad de la espalda. Su sonrisa fácil y la extraña curva diabólica de sus cejas daban a su rostro un toque de sátiro, divertido y malvado a la vez.
Pero hablaba solo y, aunque sus movimientos eran por lo general ágiles y fluidos, si se volvía rápidamente perdía el equilibrio. Leigh ya lo había observado tres veces conforme bajaban por el desfiladero. Al principio había temido que fuese un primer síntoma de las fiebres pero, por lo demás, parecía estar bien, salvo por el hecho de que, la mitad de las veces que ella le hablaba, miraba en la dirección que no era.
No parecía muy probable que un hombre con poco equilibrio y los reflejos mermados pudiese ser un buen espadachín, por más que llevase un estoque colgando de la cadera. Ni tampoco un buen jinete. Sin embargo, el Seigneur había sido un maestro en ambas cosas.
Pero estaba el cuadro del caballo negro, además de esa legendaria forma suya de relacionarse con los animales, que le permitía pedir a un lobo que obedeciese su voluntad como si se tratase de un ser racional en lugar de una bestia salvaje. Y ese colorido suyo tan particular, verde y oro; era lo que la había llevado hasta allí desde la lejana Lyon, donde todo el mundo había oído hablar del excéntrico inglés con unos modales propios de la auténtica noblesse, que hablaba français a la perfección y que, de forma incomprensible, se había instalado en medio de un montón de ruinas.