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Leigh, asustada, se agarró y dejó colgar los pies, para contrarrestar el incómodo movimiento. Se sentía como un saco de harina que diese botes entre el techo y el suelo. Una de las zapatillas se le cayó; la otra le quedó colgada de un dedo. Cubierta por los volantes de la enagua y la bata, rebotaba contra el cuello y los omóplatos de Mistral y contra el sólido cuerpo de S.T.

– Relájate -le dijo él al oído-. Me lo pones muy difícil.

Soltó las crines de Mistral y la atrajo hacia sí. Leigh dio un chillido horrorizada al ampliarse el espacio con aquel movimiento de él, pero el brazo de S.T. la ciñó y la forzó a seguir el movimiento de su torso y amoldarse a él hasta que se convirtieron en una única entidad que se movía al unísono.

– Entrégate a mí, cara -murmuró él-. No opongas resistencia. Sé suave… sé moldeable… acomódate aquí. Tú no hagas nada.

La acurrucó entre sus brazos con la mejilla apoyada sobre el hombro de él. Leigh se dio cuenta de que estaba rígida y tensa, que trataba de contrarrestar todos los movimientos de él.

– Ten fe, Sunshine -dijo S.T.-. Déjate ir y confía en mí.

La zapatilla que le quedaba se desprendió de su pie. De pronto, el movimiento de Mistral pareció perder rigidez, la espalda de Leigh dejó de dar incómodos golpes contra el animal, y sintió que flotaba; acurrucada contra el pecho de él y mecida sin esfuerzo por el ritmo fluido del trote del caballo.

Dibujaron la circunferencia de la pista de montar una vez, y Leigh sintió los pequeños cambios en la pierna de él que hicieron que Mistral cambiase el paso y se volviese en la otra dirección. Trazaron la figura de un ocho que se convirtió en una serpentina al ir dibujando curvas y recorrer la pista de montar en toda su longitud. Por encima del crujido que hacían sus enaguas, oía el ruido de los cascos de Mistral. La respiración del caballo era cada vez más suave hasta convertirse en un resoplido tranquilo y uniforme que seguía el ritmo de sus pisadas. Las paredes de la escuela de equitación giraban a su alrededor ora oscuras ora brillantes según los haces de luz que se filtraban en el interior.

Dibujaron un nuevo círculo, que se fue haciendo cada vez más pequeño, y después volvieron a salir hasta el borde en una nueva espiral. Leigh vislumbró la figura de Nemo que, tumbado sobre la corteza junto a la escalera, dormía despreocupadamente. La coleta de S.T. le rozaba la mano con la cadencia que marcaba el paso del animal. Su propio pelo se había soltado y caía sobre su mejilla cada vez que los hombros del caballo se elevaban y marcaban la caída libre de su cuerpo en suspensión antes de la siguiente zancada.

Sí, aquello era como flotar; como elevarse sin dificultad sobre la tierra, rodeados de una brisa suave y veloz como el ala de un pájaro mientras giraban en torno a la pista.

S.T. la apretó con más fuerza, echó ligeramente hacia atrás el peso del cuerpo, y el caballo se detuvo en medio del círculo.

Leigh exhaló un largo suspiro. Apoyó la frente en el hombro de S.T. y, entre risas, afirmó:

– Esto es de lo más divertido.

– Qué demonios -dijo él entre profundas inhalaciones-, si todavía no hemos llegado a la parte divertida.

– Llévame a dar otra vuelta -le exigió la joven.

Sintió el ligero cambio que se produjo en el cuerpo de él. Mistral inició un suave trote y se levantó tanto en el aire que le hizo pegar un pequeño chillido antes de acomodar el paso a un ritmo más suave. Leigh sintió de nuevo ganas de reír cuando el aire le levantó el cabello y las columnas iluminadas por el sol giraron a su alrededor como si estuviese en un carrusel. Subió los brazos hasta el cuello de S.T., lo rodeó con ellos y lo besó.

Él giró el rostro e intentó besarla en la boca, pero la joven hundió el rostro en su hombro. Le acarició la piel desnuda con la lengua y le supo a sal y a calor. Recorrió con los labios el cuello del hombre al ritmo que marcaba el caballo.

– Sunshine -dijo él con voz ronca. Cuando el cuerpo de la joven se meció contra él, bajó las manos hasta rodearle con ellas las nalgas y se apretó contra su cuerpo.

Mistral cambió a un trote.

S.T. soltó una maldición. Leigh se movía hacia arriba y hacia abajo: su cuerpo adoptaba una postura incontrolable frente al de él con aquel nuevo paso saltarín. Se aferró a S.T. mientras reía sin control. Mistral volvió al suave trote de antes.

– Esto no va a funcionar -murmuró S.T.

Leigh movió el cuerpo sinuosamente hasta encajarlo mejor en su regazo. Ahora se sentía lo bastante segura como para levantar las piernas y rodearle con ellas las caderas, apoyada en sus mulos y en las manos que él había introducido bajo su cuerpo.

– Inténtalo con más fuerza -dijo, provocativa. Le lamió el lóbulo de la oreja con la lengua y jugueteó con él cada vez que lo tuvo al alcance.

Él reaccionó a sus caricias; su respiración que ya era agitada se volvió trabajosa y la asió con fuerza con sus manos. Emitió un sonido bajo y profundo y trató de acercarla todavía más. Bajo la bata y los volantes de la enagua, solo llevaba unas medias de seda. Al seguir el hombre el ritmo del caballo con sus movimientos, Leigh se ciñó más y más con cada uno de los pasos, y su cuerpo se abrió para recibirlo con total desvergüenza.

Se echó hacia atrás todo lo que sus brazos le permitían y dejó que fuese él quien sostuviese todo el peso de su cuerpo sobre sus hombros. Bajo sus manos la piel desnuda del hombre ardía. El cabello suelto de Leigh flotaba en torno a su cabeza mientras veía cómo el sol que entraba por las altas ventanas se inclinaba y giraba sobre ella.

El rostro de S.T. era la única cosa estable dentro de su campo de visión; estaba intensamente excitado mientras la contemplaba y sus pestañas se entrecerraban ligeramente con cada movimiento. Leigh echó la cabeza hacia atrás y arqueó el cuerpo sobre él como una gata.

S.T. exhaló aire con fuerza y se asentó. Mistral se detuvo de pronto. S.T. la envolvió entre sus brazos y la besó con fiereza mientras clavaba los dedos en ella y ceñía con su abrazo las amplias faldas de lino en torno a la cintura y a los hombros de Leigh.

Mistral se movió inquieto. Cuando el caballo empezó a brincar, Leigh cabalgó sobre el cuerpo de S.T., estable gracias a su abrazo y a la boca con la que cubría la suya con besos agresivos y profundos. Con un movimiento lleno de ímpetu, él introdujo el brazo entre ambos, sin dejar de sujetarla fuerte con la otra mano ni separar los labios de los de ella, invadiendo su boca y sorbiéndole la lengua mientras rebuscaba entre el desorden de sus enaguas y se desabrochaba los pantalones.

– Mi seductora esposa -le rodeó las nalgas con las manos y la atrajo hacia sí. Su aliento quemaba-. Mi preciosa mujer… -Inclinó el rostro hasta el hombro de ella y la penetró despacio con ella montada sobre él. Leigh echó la cabeza hacia atrás e hincó las uñas en la piel desnuda de S.T. El caballo se movió de forma irregular, pero solo consiguió que él entrase más en ella y se adueñase de su cuerpo con pasión y desenfreno-. Mi pequeña madre erótica y deliciosa -murmuró con rudeza-, quiero devorarte.

– Llévanos a dar otra vuelta -le rogó ella con abandono.

Él soltó una risa temblorosa.

– Es peligroso, encanto mío. Este pobre animal no tiene ni idea de a qué viene todo esto.

Ella movió las caderas de forma provocativa y le acarició el labio inferior con la lengua.

– Llévanos -dijo entre susurros.

S.T. cerró los ojos. Ella le mordisqueó con suavidad las comisuras de los labios y se los lamió con la lengua. Él sintió que una llama ardiente le recorría el cuerpo, sintió el impulso de penetrarla en respuesta, sintió que los músculos de su cuerpo estaban en tensión, a punto de ser presa de intensos estremecimientos por culpa de aquel conflicto entre pensamiento y deseo.

Los brazos se cerraron en torno a Leigh cuando asió con ambas manos las crines de Mistral. La besó con ímpetu y con su lengua hambrienta exploró la dulzura de su boca.