– Agárrate a mí, caruccia.
Entonces se movió como su deseo le exigía; se hundió en la envolvente calidez del cuerpo de ella y esa arremetida deliciosa sirvió también de señal a Mistral para iniciar un nuevo trote. Rodeada por sus brazos, toda la fuerza del movimiento del caballo se transmitió al cuerpo de Leigh a través del hombre. Leigh se adhirió a él. S.T. gimió de placer y sintió que las zancadas del animal lo impulsaban hacia abajo con una exquisita sensación de alejamiento, para a continuación hundirlo de nuevo en ella. El animal respondió con una zancada más larga.
S.T. apretó los dientes para reprimir un gemido de frustración; no podía hundirse en ella con más profundidad solo con sus propias fuerzas, si no quería forzar a Mistral a aumentar de velocidad y ponerse a galopar. Tuvo que dejar que fuese la fuerza del caballo la que lo controlase todo, y resultó un tormento lleno de lascivia: tan dentro de ella y sin embargo sin profundidad suficiente. Quería moverse con más ímpetu, Dios, quería empujarla hacia abajo y tomarla con toda la fuerza de su cuerpo. El rostro de ella estaba hundido en la curva de su hombro, y con las manos le acariciaba la parte posterior del cuello.
Mistral se ladeó para dar un amplio giro. S.T. había renunciado a guiar al caballo para que trazase círculos disciplinados. Le traía sin cuidado el camino que siguiese; el deseo de alcanzar el clímax se imponía a su concentración. El pelo suelto de Leigh le acarició el rostro, suave y perfumado. Pensó en el hijo que ella llevaba en su interior, en su cuerpo echado bajo él en una amplia cama, mientras el trote de Mistral lo movía rítmicamente en un acto de divina tortura.
Sintió cómo la respuesta apasionada de ella iba en aumento, la forma en que se apretaba contra él pidiéndole más, mientras respiraba a sorbos pequeños y delicados junto a su oído. Pero él no podía moverse. No podía terminar. Solo podía soportar las dulces oleadas de calor que de ella emanaban, el peso imperioso de su cuerpo sobre los muslos; la forma cautivadora en que él se deslizaba en las profundidades de su interior. Curvó los dedos en torno a las crines de Mistral hasta sentir dolor. Ella tembló, se estremeció y se dobló contra su pecho; bajó los pies hasta rozar con ellos sus piernas y los flancos del caballo. El movimiento la acercó más e hizo que cada vez que Mistral subía los hombros él se hundiese más y más en ella hasta dejarla clavada. S.T. pensó que tanto placer lo iba a matar.
– Para -dijo entre jadeos-. Quiero parar… -Intentó echarse hacia atrás y detener el caballo, pero su habilidad lo había abandonado. Mistral caracoleó hacia un lado, confundido e irritado por las señales contradictorias que recibía. S.T. se deslizó hacia atrás, exhaló un gemido de dolor cuando la unión se rompió, y soltó las crines de Mistral para asir a Leigh por la cintura.
– Suficiente -dijo con voz rasposa, y la apretó con fuerza mientras se reclinaba hacia atrás y pasaba la pierna sobre el cuello de Mistral. Bajaron del animal tambaleantes y con las ropas en desorden. Mistral relinchó, saltó a un lado y salió a todo galope pista abajo, pero a S.T. le traía sin cuidado lo que el caballo hiciese siempre que se mantuviese alejado. Se dirigió al borde de la pista con furia, echó a su mujer sobre el lecho limpio y perfumado de corteza y la penetró con toda la fuerza que su estado le proporcionaba.
Leigh se rió y le rodeó el cuello con los brazos cuando él apoyó todo su peso sobre ella. S.T. se incorporó, se apoyó sobre los codos, le asió las muñecas y tiró de ellas hasta hacer que se abriesen sus brazos bajo él. Cuando la bata de ella se abrió y dejó al descubierto su escote, vio la diminuta estrella de plata sobre su piel y la besó; luego, la besó a ella y la abrazó mientras la poseía. Leigh se estremeció y arqueó el vientre hacia arriba.
S.T. sintió las pulsaciones que brotaban en lo más profundo del cuerpo de la joven, la curva ascendente de su placer de mujer. Aquella ardiente respuesta y saber que el hijo, su hijo, estaba allí dentro de ella… lo empujó al instante, a ciegas, hacia el estallido final.
Al terminar, su cuerpo se mantuvo en suspenso. Luchó hasta controlar de nuevo la respiración. Bajó la cabeza y le rozó el hombro con ella.
Leigh recorrió su espalda desnuda con las manos y lo abrazó con dulzura. Su respiración suave y rápida le acarició la oreja.
– La llamaremos Sunshine -dijo con la boca en el pelo de Leigh.
– Por supuesto que no. -Y le tiró de la coleta-. Ese nombre es mío.
– Entonces Solaire, que se aproxima bastante.
Ella deslizó la mano por su hombro.
– Y además es precioso.
– Yo le enseñaré a montar. Pintaré su retrato. Os pintaré a las dos juntas. -Cerró la mano hasta convertirla en un puño y, a continuación, a medio camino entre la risa y el sollozo, dijo-: Estoy perdiendo la cabeza. Veintiséis dormitorios, por Dios bendito. ¿Qué voy a hacer?
Los dedos de Leigh recorrieron juguetones su piel.
– Un hogar, monseigneur -dijo-. Y hacerme el amor en cada uno de ellos.
Laura Kinsale
Laura Kinsale es una de las escritoras más admiradas y reconocidas dentro del género de la novela romántica gracias a sus historias muy cuidadas, intensas y originales. Escribe novelas que apetece leer y releer. Ha sido galardonada con el premio que concede la Asociación de Autores de Novela Romántica de Estados Unidos -del cual ha sido finalista también en varias ocasiones- y es admirada por las mejores escritoras de este género.
Laura Kinsale estudió geología y no empezó a escribir hasta los treinta y cinco años. De ella Plaza amp; Janés ya ha publicado, con enorme éxito, la novela Flores en la tormenta. Está casada y reparte su tiempo entre sus casa de Santa Fe (Nuevo México) y Texas.