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Lo había encontrado. Era el Seigneur de Minuit, sin la menor duda, pero no se trataba exactamente del Seigneur que había esperado encontrar.

De hecho, casi le daban ganas de compadecerlo, de haber podido. Era triste llegar a ese extremo y vivir aislado, escarbando en la tierra yerma para comer y con un lobo y algunos patos por toda compañía, después de todo lo que había sido y había hecho. No era de extrañar que se hubiese vuelto un poco loco.

Él la miró. Leigh siguió fingiendo que dormía, ya que todavía no quería hablar ni moverse. Tras abrir una rendija en sus ojos, vio cómo se cogía a la rama de un árbol para no perder el equilibrio mientras se ponía en pie, tras lo que permaneció inmóvil durante un instante sobre el borde del desfiladero, con la cara vuelta parcialmente hacia ella pero con toda la atención puesta en algún otro punto, como alguien que intentase descifrar la letra de una canción lejana. Una ligera brisa movía las amplias mangas de su camisa de lino, al tiempo que agitaba el sencillo fleco de encaje de los puños y le marcaba los hombros por debajo de la tela. La costura trasera de su chaleco tenía un desgarrón que había que coser antes de que se hiciera mayor, y a sus botas altas de cuero les iría muy bien una buena limpieza. En el codo un manchurrón de pintura azul estropeaba el color blanco crema de aquel lino de buena calidad.

Parecía muy solo.

Leigh cambió de postura rápidamente y apoyó la cabeza en los brazos. El intenso aroma de las agujas de los pinos la envolvía. Cerró los ojos. Su cuerpo quería dormir, descansar y recuperarse, pero su alma se resistía. Tenía muchas decisiones que tomar y nuevos planes que hacer si los viejos no servían. No podía perder el tiempo en sentimentalismos. Si él no la ayudaba, o no podía, tendría que continuar su camino. Pero estaba en deuda con él. Se quedaría hasta que hubiese pasado el peligro de las fiebres, por poco crédito que él pareciese dar a semejante posibilidad. Mientras, esperaba que alguna Providencia misericordiosa obrara un pequeño milagro y devolviese al lobo sano y salvo.

S.T. se había ofrecido cuatro veces a llevarle la bolsa, pero ella lo había rechazado. Se sentía ofendido; aquella joven conseguía que una simple cortesía pareciese un abuso desproporcionado contra su dignidad, como si hubiera intentado meterle la mano bajo la camisa.

Por supuesto, él habría estado encantado de meterle mano bajo la camisa, o cualquier otra cosa por el estilo. Mientras caminaba detrás de ella, le miraba las piernas; el balanceo de su levita de terciopelo sobre las curvas femeninas que ocultaba lo hizo sonreír para sus adentros.

– Decidme -preguntó S.T. cuando hacía ya un rato que habían retomado la marcha y el silencio entre ellos comenzaba a resultar incómodo-, ¿de dónde sois, señorita Strachan?

– No me llaméis así -replicó ella mientras saltaba de una roca a la parte inferior de una curva muy cerrada del camino. S.T. la imitó, pero perdió el equilibrio al hacer un giro demasiado rápido y tuvo que agarrarse a una rama. El intenso ataque de vértigo que sufría había comenzado al despertarse esa mañana y levantar la cabeza. Como si estuviese en el interior de una enorme pelota de colores, la habitación se había puesto en movimiento y había comenzado a dar vueltas a toda velocidad a su alrededor.

Tras tres años así, casi se había resignado al leve mareo que sentía constantemente, a esa sensación de desorientación cuando cerraba los ojos o volvía la cabeza con demasiada brusquedad. Pero los ataques más intensos aparecían sin aviso y variaban en intensidad. A veces ni siquiera era capaz de levantarse de la cama sin caerse. Otras conseguía controlar las náuseas y, tras concentrarse en algún objeto fijo, podía moverse, siempre que no lo hiciese con excesiva rapidez.

En esos momentos, bajar por la colina era como jugar a la ruleta. El ruido de ramas rotas provocado por sus constantes tropezones hizo que su compañera se volviera para mirarlo. Él le devolvió la mirada, desafiante.

– ¿Y cómo queréis que os llame?

La joven se volvió y siguió andando.

– ¿Fred? -preguntó S.T.-. ¿William? ¿Belzebú? ¿Rover? No, ya lo tengo. ¿Qué tal Pug?

Leigh se detuvo y se dio la vuelta de forma tan abrupta que S.T. tuvo que cogerse a un saliente con una mano y a ella con la otra para no chocar de bruces. El hombro de Leigh permaneció firme ante el súbito agarrón de él, que sintió un repentino mareo, aunque remitió enseguida.

– Es absurdo vestirse de hombre y que me llaméis por un nombre femenino -alegó ella en tono frío y objetivo-. ¿No os parece, monsieur?

S.T. se dijo que tenía que quitarle la mano del hombro rápidamente, pero no lo hizo. Era la primera vez que la tocaba estando ella consciente, y no le había pedido que la soltara.

– Supongo que hay cierta lógica en lo que decís -contestó él mientras intentaba esbozar una sonrisa.

Durante un momento creyó que hasta era posible que tuviera éxito. La dura mirada de ella flaqueó y un movimiento de sus negras pestañas ocultó el azul de sus ojos, pero cuando volvió a mirarlo fue con una gélida expresión ofensiva.

– ¿Qué os pasa que estáis tan torpe? -preguntó ella al tiempo que se revolvía para liberar su hombro de la mano de S.T., que la soltó al instante.

– Es un problema de ineptitud general, como podéis comprobar -replicó él al tiempo que se apoyaba con la otra mano en el saliente de piedra e intentaba parecer relajado-. ¿Alguna otra queja, Sunshine?

– A vos os ocurre algo -afirmó ella.

S.T. le devolvió la mirada para intentar que apartara la suya.

– Muchas gracias por vuestro interés.

– ¿Qué os pasa?

– ¿Por qué no os vais a la mierda, mademoiselle?

– Por el amor de Dios, no me llaméis así, os pueden oír.

– Ah, claro, se me olvidaba que se supone que debemos creer que sois todo un hombretón. En ese caso, vete a la mierda, hijo de perra. ¿Está eso más en consonancia con vuestra sensibilidad masculina?

Parecía imposible provocarla. Se limitó a mirarlo intensamente, consiguiendo que se sintiera como si estuviese desnudo en medio de los Campos Elíseos. S.T. respiró hondo y le devolvió la mirada mientras se sentía tan obstinado y ridículo como sin duda parecía. Pero no podía contárselo. Sencillamente las palabras «estoy medio sordo y pierdo el equilibrio; no puedo ni oír ni montar ni combatir, y apenas puedo bajar esta colina sin caerme», se negaban a salir de su boca.

Pero seguro que ella ya se había dado cuenta. Lo raro sería que no lo hubiese hecho, ya que siempre lo estaba observando con esa mirada gélida. Cielos, qué hermosa era, mientras que él solo era la sombra torpe, vacilante y frustrada del hombre que había sido. Sería capaz de mentir como un bellaco para tenerla si hubiese creído posible salirse con la suya, pero sabía que no podía, así que lo único que le quedaba era su irónico orgullo.

– Además, no hace falta que vengáis. Nadie os lo ha pedido -añadió él en lo que enseguida vio que no era sino otro brillante ejemplo de rabieta infantil, para mayor vejación de la que ya sentía.

De nuevo en el rostro de ella se vislumbró otra duda, otra vacilación de su férrea mirada. Bajó la vista y, con ella clavada en el pecho de S.T. y el ceño fruncido, pareció sopesar las distintas alternativas.

– Me necesitáis -dijo al fin.

No dijo «quiero acompañaros», ni «me gusta vuestra compañía», ni «creo que podemos llegar a apreciarnos mutuamente». No, aquello solo era una misión que tenía que cumplir. Estaba claro que hacía ya tiempo que había decidido que él no le servía para sus propósitos iníciales. Lo cual en efecto era cierto, pero le habría gustado poder ser él quien la rechazara.