– Os quedo muy agradecido -contestó S.T. con sarcasmo-, pero no necesito vuestra ayuda, señorita Strachan. De hecho, sois un estorbo. Puede que penséis que ese atavío puede engañar a un francés, pero Nemo nunca se acercará a mí mientras insistáis en permanecer en mi compañía.
Ella se encogió de hombros.
– En ese caso decidme cuándo he de apartarme y ya está.
– Le diable! -explotó él-. ¿Acaso sabéis algo de la forma de actuar de una bestia? Él me descubrirá a mí mucho antes de que yo lo encuentre. Apartaos de mí, señorita Strachan, si ya no requerís de mis cuidados. Apartaos de mí.
Se retiró del saliente y pasó por su lado rozándola. Comenzó a andar hasta llegar a la siguiente curva del sendero, que tomó con estudiada facilidad tras tener la precaución de apoyar la mano en una roca y fijar la vista en un árbol para controlar el vértigo. No oía ningún movimiento tras él, así que miró rápida y furtivamente hacia atrás cuando lo tapaban unos arbustos; la vio todavía inmóvil en el mismo sitio, como si hubiese tomado sus palabras al pie de la letra.
Bien. Genial. Habría dejado que lo acompañara si se hubiese dignado mostrar la mínima señal de cortesía. A decir verdad, podía encontrar a Nemo con o sin ella, si es que todavía se lo podía encontrar. Aunque debía reconocer que le gustaba tener a alguien de quien encargarse aparte de sí mismo, como el imbécil y gentil caballero que era, y hacer altos en el camino cuando consideraba que ella necesitaba descansar, y asegurarse de que no iba demasiado rápido para evitar que aquella loca mocosa terminara cayendo exhausta.
En ese sentido Leigh le recordaba a un animal, pues avanzaba sin cesar como una bestia resuelta a alcanzar su objetivo, o del mismo modo en que un venado herido seguiría moviéndose a trompicones a pesar de todos los obstáculos, dolor y sentidos. Tan solo quería moverse, como si el propio movimiento encerrara en sí alguna finalidad.
El sentido común dictaba a S.T. que la dejara; le decía que ya había tenido demasiado que ver con damiselas en apuros, tanto que a cualquier hombre le daría para diez vidas. Pero su espíritu no dejaba de recordarle aquellos caminos nocturnos, aquella gloria rodeada de escándalo, aquel placer erótico y vertiginoso, aquella dicha que recorría sus venas cuando estaba montado sobre la silla de su caballo o en brazos de una mujer.
El amor nunca había durado mucho; se había esfumado más veces de las que alcanzaba a recordar. Se entregaba a un sueño y este se desvanecía entre sus manos para convertirse en su ruina.
Tendría que comportarse con cordura, pero ella no era como las demás. Quizá esta vez sería distinto.
Bouffon! Siempre pensaba que esa vez sería distinto.
Pero quizá esta vez… A lo mejor esta vez…
Maldito imbécil.
Cuando llegó al pueblo, el vértigo había remitido hasta reducirse a esa leve desorientación que ya se había acostumbrado a tolerar, a esa sensación de estar un poco mareado aunque todavía en peligro de dar algún tropezón. No sabía si ella lo había seguido, pues había infinidad de caminos que podría haber tomado para apartarse del sendero y dirigirse hacia el norte, sur, este, oeste o cualquier otra dirección que una lunática como ella quisiera tomar.
La Paire contaba con dos puentes que cruzaban el estrecho río, lo cual era bastante habitual, y con poco más. En el precipicio que se abría entre ambos se encontraba la taberna de Marc, cuyas paredes blancas, encajadas en perpendicular entre las de las casas colindantes, su techado cubierto de tejas y sus ventanas de postigos verdes, no eran sino una adaptación de los viejos muros de la fortificación militar. Aquel pueblo de las colinas parecía surgir de la misma cumbre del desfiladero como un revoltijo vertical de casitas que, por algún milagro de la física y de la fe, consiguiera mantener el equilibrio sin precipitarse al vacío.
Al llegar por primera vez a aquel lugar, a S.T. le resultaron muy pintorescos el pueblo, el desfiladero y el par de puentes que se arqueaban unos treinta metros sobre las estrechas cataratas. Marc le rió los chistes y servía buen vino tinto; además de haber campo de sobra para Nemo y una luz del sol que era como néctar, había que añadir que aquel lugar estaba muy lejos de cualquier parte. Y así, S.T. dejó de huir.
La Paire era un pueblo fronterizo en la falda de los Alpes que cambiaba de manos entre los Capetos, los Hasburgo y la casa de Saboya con monótona regularidad. En esos momentos La Paire estaba en el lado francés de la frontera y el Col du Noir de S.T. en el de Saboya, pero algún tratado firmado en Madrid, Roma o Viena podría cambiar esa situación en cualquier instante.
Compró por carta el castillo en ruinas a un joven caballero que prefería París al mundo rural. Dentro de lo que cabía, para él era su hogar, el primero que tenía en toda su vida o, al menos, el primero que había elegido por sí mismo, y uno de los pocos en que había vivido durante más de seis meses. Descubrió que le gustaba la soledad. Prefería acostarse al ponerse el sol, él que durante toda su vida se había pasado las noches de jolgorio o practicando actividades ilegales por los oscuros caminos. Pintaba, dormía y cavaba en la tierra rocosa para cultivar cosas, y con eso tenía bastante.
Hasta entonces. Hasta que esos tres años de aislamiento se habían agolpado en su pecho como una maraña de deseo y disgusto y se unían al terror de cruzar uno de los puentes y encontrarse la piel de Nemo clavada a las puertas de la ciudad.
Pero no tuvo que pasar por ello. No había nada en la puerta principal, necesitada como siempre de reparaciones, salvo un carruaje que la bloqueaba tras haber tomado la imprudente decisión de cruzar el río y pasar por debajo de la poco elevada reja. Dado que ese obstáculo de hierro colgaba inclinado sobre la calle adoquinada desde algún momento de la alta Edad Media, no parecía que hubiese mucha esperanza de que precisamente ahora los esfuerzos conjuntos del alcalde, una docena de lugareños, dos amas de casa que actuaban como consejeras y un enjambre de chicos desarrapados fueran a enderezarla y subirla para liberar al carruaje. S.T. cruzó el río por el otro puente.
El puesto de guardia estaba vacío, como también era habitual. S.T. cruzó la frontera y pasó de los dominios soberanos de su alteza el rey de Cerdeña y duque de Saboya a territorio francés sin que tan siquiera le dieran el alto. Agradeció librarse de esa ceremonia, ya que así se ahorró tener que oír la triste historia del último romance del teniente.
Entró en la taberna de Marc por la puerta de la cocina. El aubergiste se limitó a lanzarle una mirada de asombro antes de pasar corriendo por delante de él para subir una bandeja al salón del piso de arriba. S.T. observó la multitud de clientes que se habían congregado ante las ventanas de la taberna y decidió seguir a Marc.
Entró altivo y despreocupado en el salón como si llevase medias de seda y ropas de terciopelo veneciano en lugar de un chaleco y pantalones manchados. Por lo general no se molestaba en frecuentar esa habitación de la parte superior de la casa, pero podía darse aires como el que más, cosa que Marc sabía de sobra. El tabernero tan solo inclinó la cabeza cuando S.T. se apropió del diván y, extendiendo las piernas, las cruzó con suma elegancia.
Fuera, en el balcón que daba a la puerta de entrada al pueblo, había un hombre bien vestido que llevaba una peluca empolvada; apoyado sobre la baranda de hierro, balanceaba un bastón de ébano con empuñadura de oro mientras contemplaba con una sonrisa la conmoción de la calle. El hombre que lo acompañaba se sentaba repantigado y con aspecto de estar aburrido a la mesa en la que Marc estaba llenando dos generosas copas de su mejor coñac.
S.T. honró a los dos huéspedes con una ligera inclinación de cabeza y levantó un dedo para pedir una copa. Marc pareció aliviado de poder ir corriendo a atenderlo; dejó la botella sobre la mesilla auxiliar y lanzó a S.T. una mirada llena de intención, acompañada de un peculiar movimiento de cejas en dirección al hombre sentado, antes de salir a toda prisa de la estancia.