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S.T. levantó las cejas y barajó las cartas sin decir nada.

– ¿Habéis oído hablar de ese club? -insistió.

S.T. lo miró con expresión ausente y volvió a mentir.

– No, nunca.

– Vaya -dijo el conde adoptando su expresión habitual-. Es una pena.

La puerta del salón se abrió de nuevo. El ayuda de cámara se puso a un lado para sujetarla y, cuando S.T. levantó la vista de las cartas, vio que la señorita Leigh Strachan entraba con toda tranquilidad en la habitación. Todo lo que hizo fue pasar por detrás de él vestida con su levita de terciopelo azul y sus pantalones de seda y aceptar el coñac que le ofreció Latour, pero S.T. perdió tanto la concentración que no anunció que tenía carte blanche antes de descartarse, y así perdió diez puntos antes de que la partida hubiese siquiera comenzado.

Maldita mujer.

El conde también parecía desconcertado. Miró por encima de S.T. hacia ella mientras sostenía las cartas relajadamente y, de pronto, se llevó la mano al pelo.

– Latour -dijo-, veo que has traído a un nuevo conocido.

– En efecto, monsieur. Este joven caballero desearía tener el honor de observar la partida, si es convenable.

El conde sonrió.

– Pues claro que es perfectamente convenable -contestó al tiempo que se levantaba y hacía una profunda reverencia-. Vamos, Latour, presenta al chico.

El ayuda de cámara hizo las presentaciones formales entre el señor Leigh Strachan y el conde de Mazan. S.T. no se levantó, tan solo asintió levemente con la cabeza en su dirección. Estaba decidido a no tener nada más que ver con ella. Nada más.

– ¿Me permitís que os ofrezca mi asiento? -dijo el conde haciendo ademán de levantarse.

– No, merci -contestó ella en su pobre francés. Su ronca voz sonó muy femenina a S.T., pero los otros dos parecieron creer su disfraz de hombre-. Prefiero quedarme de pie.

– ¡Pero si no sois de este país! -exclamó encantado el conde-. ¡Sois inglés! Precisamente estábamos hablando de los ingleses. Os prohíbo que seáis de ningún otro lugar.

Ella asintió en voz baja para confirmar que tal era su nacionalidad. S.T. cogió una carta y volvió la cabeza lo suficiente para mirarla. Parecía pálida. Tuvo que contenerse para no decirle que se sentara antes de que cayera al suelo.

– ¿Y adónde os dirigís, monsieur Strachan? -preguntó el conde-. ¿Y el resto de vuestro grupo? ¿Estáis haciendo el gran tour por el continente?

Hubo un breve silencio, tras el cual ella dijo:

– No viajo con nadie. Voy de vuelta a Inglaterra, en cuanto consiga transporte para ir al norte.

S.T. perdió su baza.

– ¡Pero no hace falta que busquéis transporte! -exclamó el conde-. Se ve que sois un joven caballero que está solo. Puede que hayáis padecido algún contratiempo. No, no, no puedo consentir que viajéis de cualquier manera. -Tiró las cartas cuando estaban a medio repartir y se puso en pie-. No, es del todo imposible. Debéis venir con nosotros. Nos dirigimos a Grenoble, si es que el inútil de mi criado consigue que saquen nuestro carruaje de ahí abajo. ¿Qué noticias hay de la calle, Latour? Ya me he cansado del piquet.

Mazan se apartó de la mesa. S.T. contempló la baraja a medio repartir que tenía en la mano y la dejó al tiempo que miraba a los demás con el ceño fruncido.

– ¿Ya está? -preguntó-. ¿Lo dejáis?

El conde hizo un movimiento de mano con el que descartaba seguir jugando.

– Bah, olvidémonos de las cartas. No os importará no conseguir las libras, ¿verdad, amigo mío? Por supuesto los luises son vuestros -dijo mientras se sentaba en el diván-. Prefiero hablar con monsieur Strachan. Hemos de discutir nuestros planes de viaje. ¿Vendréis con nosotros?

– Sois muy amable -dijo ella sin mucho interés-. Iré, si no es mucha molestia.

El conde sonrió y se inclinó hacia Leigh.

– Lo estoy deseando. Así podremos hablar. Siento mucha curiosidad por los ingleses. -Cerró la mano en el antebrazo de ella y su voz se elevó con una nota de ansiedad-. ¿Sabéis qué es el vicio inglés?

S.T. se volvió bruscamente hacia el conde y lo miró con expresión hosca al tiempo que sentía un repentino mareo. Justo en ese momento se oyó un coro de gritos entusiastas procedente de abajo. El conde se puso en pie de un salto y salió al balcón.

– Vive le diable! -bramó-. Somos libres al fin. Venez, Latour, coge su baúl y marchémonos.

Antes de salir de la estancia, el conde se detuvo ante Leigh y se inclinó ante ella para, a continuación, cogerla de la muñeca y, tirando de ella, levantarla de su asiento. La joven no opuso ninguna resistencia a esa sorprendente muestra de familiaridad; tan solo se limitó a informarle de que no llevaba ningún baúl, únicamente su bolsa de viaje.

– Un momento -dijo S.T. mientras se incorporaba, pero ella salió de la habitación sin mirarlo-. ¡Esperad -gritó-, no podéis marcharos con…

El ayuda de cámara le hizo una leve reverencia y, tras coger el bastón y el sombrero del conde, los siguió.

– … unos extraños! -terminó de exclamar S.T.

Dio un paso hacia la puerta, pero se detuvo y volvió a sentarse. Cogió las cartas y las barajó, cortó y apiló una y otra vez mientras escuchaba los ruidos procedentes de la calle adoquinada que indicaban la partida del carruaje. El sonido de una puerta que se cerraba de un portazo, los gritos del cochero a los caballos, los consejos y advertencias de los lugareños entre el ruido metálico de las herraduras de los animales y el chirrido de las ruedas sobre las piedras, fueron desapareciendo para dar paso a la conversación de los congregados en la calle mientras el vehículo salía de debajo de la reja de la puerta. S.T. arqueó la baraja y la lanzó volando sobre la mesa al tiempo que profería una maldición. Se levantó y se sirvió otra copa mientras contemplaba el montón desperdigado de cartas. Justo cuando el jaleo de abajo comenzaba a disminuir, la calle volvió a llenarse del ruido de cascos de caballos. S.T. se volvió hacia el balcón para escuchar con su oído bueno. No consiguió sacar nada en claro de los nuevos gritos y chillidos de las mujeres así que, olvidando al fin su orgullo, salió al balcón para ver si eran ellos que volvían.

Pero no era el carruaje del conde. La empinada calle se llenó de soldados de caballería que procedían de la dirección opuesta, del lado francés de la frontera. Los caballos daban vueltas y se empinaban ante la multitud de lugareños reunidos. S.T. reconoció de pronto al teniente francés del puesto fronterizo, que apuntaba con su mosquete al carruaje del conde. El sonido del disparo resonó por el estrecho abismo de la calle; a continuación, la tropa se abrió paso entre la gente y partió al galope por el puente en la misma dirección que había tomado el vehículo. Marc entró corriendo en el salón.

– ¡Se os ha escapado! -exclamó mientras se dirigía a toda prisa al balcón. Se asomó por la baranda agitando el puño al último de los soldados a caballo-. ¡Zopencos borrachos! ¡Se os ha escapado por un pelo! -Marc lanzó un resoplido de rabia y se apartó del balcón mientras miraba a S.T. y negaba con la cabeza-. Zut! Por lo menos nosotros hemos hecho todo lo que hemos podido, vos y yo. Lo de las cartas ha sido una gran inspiración, mon ami. Pero nunca podrán cogerlo a este lado de la frontera. Y ese pobre idiota, el anglais, ¿por qué no habéis evitado que se fuera con ellos? ¡Ay, esos cachorrillos que quieren ser héroes! A saber qué será de él.

– ¿Qué será de él? -repitió S.T.-. Pero ¿qué ocurre? ¿Persiguen a Mazan por algo?

Marc lo miró, asombrado.

– ¿Es que no lo sabéis?