– ¿Saber qué? -exclamó S.T.
– ¡El conde de Mazan, dice que es! ¡Menudo pájaro! Monsieur, él y su sirviente, Latour, fueron condenados a la hoguera hace un mes en Marsella. Por blasfemia y… -Marc bajó el tono de voz hasta hablar en susurros-, sodomía. -Negó con la cabeza mientras disfrutaba con lo que estaba contando-. Y también por el intento de asesinato de dos chicas jóvenes. No es ningún conde, amigo mío. Es Sade. El marqués de Sade.
Capítulo 5
S.T. llevaba horas caminando por la montaña en busca de Nemo. Había subido y subido por la ladera hasta casi llegar al otro lado mientras silbaba y llamaba al lobo. Ahora estaba sentado bajo la luna en la solitaria cima de una colina mientras maldecía a Leigh.
Y a sí mismo. A sus propios instintos, que siempre lo traicionaban, que nunca le habían reportado nada bueno, salvo tristeza y fugaces momentos de intensa excitación y emoción que nunca duraban; llegaban y desaparecían como las ganancias del juego.
Esta vez será distinto, había pensado. Pero no lo era.
Nunca tendría que haber enviado a Nemo; nunca tendría que haber tomado esa medida desesperada por una mujer. La gloria de esos grandes gestos suyos nunca duraba, y entonces había que volver a comenzar otra partida y jugar hasta ganarla.
O hasta perderla. En esta última había perdido al único amigo que le quedaba. Aunque seguía recorriendo la montaña buscando a Nemo, S.T. ya había recibido la noticia que tanto temía. Se había encontrado con un gitano que estaba cortando leña y que le había puesto al tanto de todo. Dos niños habían visto a un monstruo en las laderas de Le Grand Coyer, una terrible criatura sobrenatural con cabeza de hombre y cuerpo de bestia. Incluso llevaron a casa la peluca que se le había enganchado en un arbusto; después, los gitanos hicieron conjuros y pócimas y salieron a intentar atraer a la bestia a una trampa. Finalmente, tras caer en ella, una bruja lo devolvió a su aspecto normal de lobo antes de matarlo. A cambio de un pequeño donativo, podía ir a ver la piel y la destrozada peluca de aquella monstruosidad del diablo si quería, pues estaba expuesta en la iglesia de Colmars.
No fue. No podía. Echó a andar por la montaña engañándose pensando que debía de tratarse de algún error, que solo era un sueño del que despertaría; encontraría a Nemo durmiendo, acurrucado y despreocupado, a los pies de la cama.
Y en cuanto a ella, se lo merecía; tenía lo que se había buscado por abandonar su protección, que aunque no fuese lo que había sido en otros tiempos, al menos superaba con creces la capacidad de una presuntuosa en paños menores. Tenía justo lo que iba pidiendo a gritos al ir por ahí sola llevando pantalones: un aristócrata asesino con gustos aberrantes que abusaría de ella y echaría su cuerpo a la carroña.
Desesperado, echó la cabeza hacia atrás. En lo más profundo de su garganta comenzó a formarse un sonido, un quejido de dolor y soledad que fue creciendo hasta convertirse en una larga nota sostenida que había aprendido de Nemo las noches en que, tumbados en los escalones de entrada al castillo, ambos aullaban a la luna. Esperaba que los gitanos lo oyeran; esperaba que las amas de casa y los tenderos lo oyeran en todos los pueblos; esperaba que Sade lo oyera; cantó la hechizante llamada de Nemo con toda la fuerza que le permitieron sus pulmones humanos, mientras albergaba la esperanza de que todos temblasen en sus camas, en sus carruajes, tiendas, casas y en todos los lugares en los que se creyeran a salvo.
Aquel sonido salvaje se apoderó de él hasta convertirlo de nuevo en un forajido y transformar su soledad en exilio. Cantó hasta que le dolió el pecho y la nota del lobo cayó como el agua en un pozo profundo para disolverse en el silencio.
Tomó aliento. La noche todavía lo envolvía. En medio de aquella quietud expectante podía oír los latidos de la sangre en sus oídos, y el último y débil eco de su inarticulado lamento en las colinas de alrededor. Entonces, desde muy lejos, llegó la respuesta. Una única voz desolada elevó su quejido de nuevo al viento nocturno y, una vez hubo llegado a su punto más alto, volvió a caer. Se le unió una segunda voz, y una tercera, hasta convertirse en un coro, en una sinfonía salvaje y temeraria que celebraba su grito de forajido.
Hacía ya tiempo que Leigh había comenzado a impacientarse con el conde y sus insinuaciones. Este hablaba tan rápido que solo conseguía enterarse de la mitad de lo que le decía. No dejaba de moverse, tocarle el brazo y parlotear sobre los ingleses y el Club del fuego del infierno, al tiempo que la miraba fijamente; después sonreía con avidez a su sirviente. Leigh lamentaba haber aceptado su invitación. Cualquier maldad que planeara el conde solo serviría para retrasarla aún más, y ya había malgastado demasiado tiempo en aquel viaje inútil.
Se dio cuenta de que había sido una debilidad por su parte ir hasta allí para aprender las artes de la lucha que nunca había conseguido dominar. Salió de Inglaterra guiada por una pesadilla, aferrándose a la ilusión de que podía vengarse como un hombre lo haría. Llegó a esas tierras buscando a un paladín de la justicia, a una espléndida y misteriosa leyenda de su niñez que apenas recordaba vagamente, pero se encontró con que tan solo era un ser humano que estaba muy solo, y que la miraba como si ella pudiese consolarlo.
Podría haberse aprovechado del deseo masculino que veía su mirada, seducirlo hasta convencerlo de que la ayudara con su plan, del mismo modo que un cazador conseguiría que un tigre hambriento siguiese el cebo hasta caer en la trampa. Pero cuando él tropezó, se apoyó en el hombro de ella para no caerse, y la miró con su atractivo rostro lleno de orgullo y añoranza, le demostró la verdadera magnitud de su deseo.
Algo en su interior reconoció aquella mirada. La ansiedad de S.T. iba más allá de la simple lujuria. No le habría importado que su cuerpo fuese el precio que tuviera que pagar con tal de conseguir su objetivo; eso era algo que había decidido tiempo atrás, pero vio que no bastaría con su cuerpo. Esa mirada pedía mucho más.
Así, tuvo que marcharse de su lado aprovechando el primer medio que se le presentó, al tiempo que descartaba otra fantasía de su niñez. Solo contaba consigo misma para hacer justicia. Haría lo que tenía que hacer sola y como mejor pudiese. Había esperado poder vengarse con honor pero, si ello no era posible, se vengaría de todos modos.
El conde de Mazan estaba muy agitado desde que habían salido de La Paire con el estruendo de fuego de mosquete tras ellos. Al parecer la persecución había cesado al llegar a la frontera, ya que a partir de allí su carruaje podría haber sido alcanzado fácilmente en aquellos caminos sinuosos y llenos de baches. La senda empeoraba conforme avanzaban, por lo que iban a un paso más lento que si caminaran. Las ruedas del carruaje no dejaban de caer pesadamente en numerosos baches, haciendo que sus ocupantes se tambalearan antes de salir de los mismos entre crujidos.
Leigh iba sentada en silencio y muy tensa, cogida a la agarradera para no caer del asiento. Consideró que sería más prudente abstenerse de interrogar al conde sobre su pasado reciente, e intentar mantenerlo a raya limitándose a contestar con frialdad a su entusiasta conversación. El ayuda de cámara, Latour, pasaba el tiempo observando con el ceño fruncido el camino; solo apartaba la vista de él para dirigir intensas miradas a Leigh de vez en cuando.
– Mirad esto -dijo el conde mientras se apoyaba en ella aprovechando un balanceo del carruaje. Puso un pequeño volumen encuadernado en piel en la mano de Leigh-. Está en inglés. ¿Lo habéis leído?
Leigh miró el lomo del libro, sin apenas poder mantenerlo quieto. Se titulaba La obra maestra de Aristóteles. No lo abrió.
– ¿Lo habéis leído? -volvió a preguntar el conde. Leigh negó con la cabeza-. Ah, en ese caso os va a encantar. Quedáoslo. El señor John Wilkes me lo dio a mí, y yo os lo doy a vos.