Ella se metió el libro en el bolsillo de la levita.
– ¿Es que no vais a leerlo? -preguntó él con una mueca de decepción.
– Tal vez luego. Ahora es un poco difícil con todo este movimiento.
– Sí, por supuesto, luego. -Le dedicó una gran sonrisa-. Lo leeremos juntos. No entendí bien el significado de algunas de las palabras inglesas.
El conde se reclinó en el asiento y comenzó a hablar rápidamente con Latour. Hizo varias referencias llenas de respeto a una tal mademoiselle Anne-Prospere. Leigh consiguió entender que su intención era reunirse con su amada en algún punto del viaje, pero de momento no tenía otra compañía que su sirviente. Con la ayuda de la luna llena prosiguieron su lento camino ya bien entrada la noche pero, al saber que había un desprendimiento de rocas más adelante, Mazan decidió parar en una pequeña posada. Leigh bajó del carruaje y estiró las piernas en el patio. Mientras Latour y Mazan seguían al posadero al interior, ella contempló las escarpadas laderas del valle bañadas por la luz de la luna que se elevaban por todos los lados y sumían el río y el angosto camino en la penumbra.
Anduvo unos metros por el sendero. Era un lugar agreste y desierto, más adentrado en las montañas que La Paire. El sonido del río parecía sofocado, acallado de forma extraña por las rocas que pendían sobre él, como si esa masa de piedra ejerciera una poderosa presión sobre todo lo que tenía debajo. Sobre la cumbre del precipicio que había tras la posada vio la luna llena colgando por encima de las oscuras laderas del abismo.
Si se marchaba de allí, tendría que dormir a la intemperie. No habían visto una sola luz en las últimas tres horas.
– ¡Aquí estáis! -dijo el conde de Mazan cogiéndola del brazo-. Vamos, vamos, nos han preparado una agradable habitación con un buen fuego. La mañana llegará antes de que nos demos cuenta. -Tiritó y sonrió a Leigh-. Debemos sacar el máximo provecho a nuestro descanso.
Tiró de ella con algo más de fuerza de la que era necesaria. Leigh lo permitió, ya que pensaba sacarles una cena antes de desaparecer con sigilo en la oscuridad.
La posada no disponía de ningún salón privado. Había un único dormitorio provisto de dos camas y un diminuto aseo, en el que había un catre y una ventana que no estaba protegida ni por papel ni por cristal. Mazan lo señaló con gesto despreocupado.
– No dejaremos que Latour duerma ahí fuera. Podemos arreglarnos todos aquí dentro. -Volvió a sonreír-. Además, ya nos ha encontrado una chica.
Esa revelación era todo un reto para el escaso francés de Leigh. Incapaz de construir una frase más sutil, se limitó a afirmar con rotundidad:
– No me gustan las chicas.
Mazan alzó las cejas en señal de sorpresa.
– Mon dieu, un joven de vuestra edad. ¿Adónde va a ir a parar el mundo? -Se sentó en una de las camas-. Bueno, no pasa nada. Yo también desprecio a las mujeres. Pero esperad a ver lo que tengo en mente. Venid y poneos cómodo -dijo dando unas palmaditas en la cama.
Antes de que Leigh pudiera reunir sus escasos conocimientos de gramática francesa y contestar, la puerta se abrió. Latour empujó dentro a una joven criada, rolliza y sonrosada.
– Milord -gimoteó la fille de chambre-, os lo suplico, soy una buena chica, milord.
– Tonterías -contestó el conde-. ¿Esperas que nos lo creamos en un lugar como este? Lo único que pretendes es sacarme más dinero.
– ¡No, señor! -exclamó ella mientras negaba con la cabeza-. Me voy a casar, preguntadle a la posadera. ¡Ay! -gimió ante la fuerza del pellizco que le dio Latour.
– Es la posadera quien te ha recomendado -replicó Mazan-. Dice que eres tan golfa que haces cualquier cosa por una guinea, de lo cual no me cabe la menor duda. A ver dónde la tengo… -Adoptó un tono de voz más amable-. Toma, guárdatela. Pero ¿por qué lloras, pobre niña? -La atrajo hacia sí y le acarició la mejilla al tiempo que le metía la moneda en el delantal.
– ¡Por favor, señor! No la quiero -dijo ella intentando devolverle la guinea. El conde le cogió la muñeca y se la retorció. La chica gritó de dolor y cayó de rodillas-. ¡No lo hagáis! -sollozó-. ¡Dejadme, por favor, os lo suplico!
– Sujétala, Latour. Así, átale las manos, eso es. Sí, llora, llora -canturreó divertido mientras el ayuda de cámara le ataba los brazos a la espalda con un pedazo de lino. Con la ayuda de Latour, Mazan la puso boca abajo en la cama, le levantó la falda por encima de las rodillas y le ató los pies a la pata del lecho mientras ella gemía y suplicaba que la soltasen. Leigh se dirigió hacia la puerta.
– Milord -avisó Latour a su amo al advertir el movimiento.
Este alzó la vista y, saltando de la cama, fue corriendo a bloquear la puerta. Leigh sacó su letal daga plateada. El conde se detuvo y miró absorto la hoja.
– La he estado observando -dijo Latour-. Es una mujer, estoy seguro.
Mazan lo miró sorprendido, momento que Leigh aprovechó para intentar escabullirse por su lado. Pero él la cogió. Soltó una maldición cuando ella le hizo un corte en la palma de la mano. Levantó la otra y le propinó un fuerte golpe en un lado de la cabeza.
Nunca habían pegado a Leigh. Se tambaleó ante la puerta y se inclinó mientras su cabeza resonaba y su estómago se retorcía por el inesperado dolor. Agarró la daga y se incorporó para intentar esquivar el siguiente golpe, pero de pronto el sonido que oía en su cabeza cambió; se hizo más fuerte y extraño. Mazan ni siquiera la estaba mirando. Permanecía inmóvil, como petrificado, con la vista puesta en la ventana y escuchando boquiabierto un aullido profundo e inhumano que lentamente fue ganando intensidad.
– ¿Qué demonios es eso? -exclamó. Otro lamento se unió al primero, y otro más, y después otro, componiendo un sonido que hizo que a Leigh se le erizara el vello de la nuca. Nunca había oído nada igual en toda su civilizada y segura vida; sin embargo, su cuerpo supo qué era. Sintió un cosquilleo en la columna vertebral conforme aquel ulular grave y vibrante ascendía hasta convertirse en un sobrenatural canto nocturno. Cerró los ojos y se apoyó en la puerta mientras escuchaba aquel extraño concierto que lo llenaba todo y sofocaba los gritos de sorpresa que se oían procedentes del piso de abajo.
De pronto notó que la puerta cerrada se agitaba por los golpes de pisadas en el rellano. Los aullidos cesaron súbitamente.
– Diable -musitó el conde.
El picaporte de la puerta se movió bajo los dedos de Leigh. De forma instintiva dio un paso atrás, despertando de su desconcierto para darse cuenta de que se le ofrecía una oportunidad de escapar. La puerta se abrió violentamente.
Entre las sombras del rellano, en unos ojos de lobo se reflejó la luz de las velas con un fuego rojo.
– Jésus Christ -exclamó Mazan.
El profundo gruñido del lobo se hizo mucho más intenso cuando él habló. El animal, que estaba agazapado, con el lomo erizado y listo para saltar, enseñaba sus blancos y enormes colmillos. Junto a la gran bestia, también entre sombras, había un hombre. La luz hizo que de su pelo brotara un destello dorado. Levantó la espada y dibujó un grácil arco con ella.
– Monsieur de Sade -dijo en voz baja-, pese a que estáis muy gracioso con esa expresión en la cara, os recomiendo que bajéis la mirada.
– ¿Qué? -exclamó con voz entrecortada el hombre que se hacía llamar conde de Mazan.
– No quiero vuestra sangre -dijo el Seigneur con la misma voz suave-. Muy considerado por mi parte, ¿no os parece? Pero mi amigo no ha conseguido dominar sus emociones -añadió al tiempo que señalaba con la espada al lobo-, y está convencido de que debería mataros por mí bien. Así que sed tan amable de bajar la mirada lentamente, y estaréis algo más seguro.