El aristócrata obedeció mientras respiraba entrecortadamente. El lobo siguió gruñendo y, tras dar un amenazante paso adelante, extendió una enorme garra sobre el suelo de madera del dormitorio. Sus dientes, más afilados que los de cualquier perro domesticado, brillaban con intensidad.
– Avec soin -ordenó el Seigneur en un francés claro y sencillo-. Leigh, desata a la chica. Si ves que va a montar algún escándalo, usa esa tela para amordazarla primero. Bajo ningún concepto dejes que grite.
Leigh hizo lo que le pedía mientras susurraba palabras de consuelo a la aterrorizada chica. Desde la posición en que se encontraba en la cama, no podía ver al lobo, pero sí oírlo. Por sus mejillas caían lágrimas que empapaban el lino. Leigh consiguió con gran esfuerzo levantarla de la cama, pero a la sirvienta le fallaron sus rollizas piernas tan pronto como vio a la bestia.
– Levántate -susurró Leigh-. Levántate, estúpida mocosa.
La criada lloriqueó y se dejó caer con fuerza sobre ella. Leigh se tambaleó bajo la carga pero, haciendo otro esfuerzo, consiguió sujetar a la chica mientras lanzaba al Seigneur una mirada llena de impotencia e impaciencia. Él negó con la cabeza.
– Las damiselas siempre elegís los momentos más inoportunos para desmayaros -dijo con una débil sonrisa-. ¿Qué prefieres, Sunshine, la salvamos o la dejamos ahí tirada?
Leigh se apartó de la chica.
– La dejamos tirada -dijo.
Las piernas de la criada recobraron repentinamente la fuerza en cuanto notó que perdía la sujeción. Un «non!» ahogado salió de la mordaza de lino mientras intentaba aferrarse a Leigh. El lobo se movió rápidamente hacia delante gruñendo y dispuesto a atacar al marqués, su víctima más cercana. Este maldijo, y la criada chilló. Pero el lobo volvió atrás y se agazapó junto a su amo mientras la chica se agarraba a Leigh gritando de terror.
– Levántate -dijo Leigh-. Levántate y haz lo que te dicen.
– Oui, madame -gimoteó la criada al tiempo que, cogida a su brazo, se incorporaba-. Mais oui.
Leigh miró al Seigneur en espera de instrucciones. Este entró en la habitación. La luz de las velas iluminó su pelo y sus largas pestañas con un fuego de color pardo rojizo. El lobo se movió junto a él e hizo otro rápido movimiento hacia el marqués y su sirviente, arrinconándolos contra la chimenea. El Seigneur hizo una señal con la cabeza a Leigh, que cogió su bolsa y empujó a la criada delante de ella para salir de la estancia. Fuera, la fille de chambre no perdió tiempo en huir; ya había desaparecido por la escalera antes de que Leigh hubiese llegado al pasamanos. Entonces se oyó un feroz estallido de gruñidos en la habitación. Cuando se volvió, vio que el Seigneur aparecía ante la puerta iluminada, levantaba la espada a modo de saludo y se inclinaba ante los ocupantes de la estancia.
– Bonne nuit, marqués de Sade -dijo en tono alegre-. Que tengáis felices sueños.
El marqués lanzó otra maldición. El lobo salió por la puerta apartándose todo lo que pudo de Leigh y bajó la escalera con pasos contundentes.
– Vamos -le dijo el Seigneur al tiempo que la miraba y recogía su sombrero de la barandilla en que lo había dejado.
Una vez abajo, ella cruzó la sala inferior sin molestarse en mirar al posadero y a su mujer que, atónitos y paralizados, se habían refugiado tras el respaldo de un banco de madera. El lobo también los soslayó y desapareció sin hacer ningún ruido por la puerta abierta. Pero el Seigneur se detuvo, se disculpó cortésmente ante la estupefacta pareja y cogió el pan, la ensalada y los tres capones que se enfriaban en una bandeja que tenían preparada para llevar al piso de arriba. Lo ató todo dentro de una servilleta que metió en la bolsa de Leigh, junto a una botella de vino y una aceitera. Tras asegurarles que milord el marqués lo pagaría, se echó la bolsa al hombro y, una vez se hubo despedido con exquisita educación de los posaderos, cogió a Leigh del brazo y salieron al exterior.
Ella podía sentir la tensión de su mano mientras la llevaba del brazo y atravesaban el patio. Sin detenerse, el Seigneur levantó la cabeza y aulló con furia al cielo en señal de victoria. De todas las direcciones llegó la entusiasta respuesta de las voces lobunas, como una interminable serenata de alegría y apoyo. El lobo del Seigneur corría en grandes círculos alrededor de ellos, hasta que se paró para unirse al aullido general con la cola y el hocico levantados. A continuación, se acercó a S.T. por la espalda, siempre rehuyendo a Leigh, y de un salto colocó sus enormes garras sobre los hombros de su amo. Se mantuvo así durante un instante; después, volvió a caer al suelo y desapareció entre la oscuridad de los árboles.
El coro se detuvo tan súbitamente como había empezado, como si la invisible manada hubiese llegado al final de su canto con una nota al unísono concertada de antemano. El Seigneur seguía sujetando a Leigh del codo mientras la conducía por el camino, envueltos por la luz de la luna y las sombras.
– ¿Es Nemo? -preguntó ella.
– Por supuesto -contestó él con cierto tono de alivio en la voz.
– ¿Dónde estaba?
S.T. la miró. Había suficiente luz para ver que tenía una ceja levantada.
– Con los suyos, señorita Strachan. ¿No los habéis oído?
Caminó con pasos más largos todavía con la espada en la mano, que emitía destellos plateados conforme se movían. Leigh anduvo en silencio junto a él durante unos instantes, hasta que algo hizo tropezar al Seigneur y este la sujetó aún con más fuerza; estuvieron a punto de caer por la desmesurada intensidad del agarre. Maldijo mientras la joven recuperaba la estabilidad y dejaba que su compañero también lo hiciera apoyándose en ella. Una vez lo hubo conseguido, la soltó.
– Lo siento -dijo S.T. muy serio.
Leigh lo cogió por las mangas de la camisa cuando dio un paso tambaleante y, sin decir nada, volvió a pasar la mano de él alrededor de su brazo. El Seigneur se quedó inmóvil ante aquella silenciosa muestra de ayuda y, de forma abrupta, envainó la espada.
– Tuve un accidente -comenzó a explicar con la mirada fija en tierra-, y a veces mi equilibrio no es muy de fiar. Hoy ha sido un día muy duro.
– Apoyaos en mí.
Él levantó la cabeza muy despacio y la miró fijamente durante un instante. La luz de la luna hacía que el dorado de su pelo pareciese escarcha y moldease su rostro en plata y azabache.
– No me importa -añadió Leigh-. Estoy acostumbrada.
– Gracias -dijo él retirando la mano-, pero no necesito vuestra ayuda.
«Orgulloso y ridículo estúpido.»
– ¿Cómo habéis conseguido alcanzarnos? -preguntó ella con interés.
– El camino sigue el curso del río y bordea la ladera de la montaña -explicó él-. Se ataja mucho viniendo por la cima -añadió encogiéndose de hombros-. Y sabía que estaríais aquí, ya que no hay ningún otro lugar en el que hospedarse. Ya había recorrido buena parte del camino buscando a Nemo.
– ¿Y lo habéis recorrido en la oscuridad, en vuestro estado? ¿Cómo? ¿A cuatro patas?
Ese comentario lo ofendió; Leigh lo notó en la forma en que cerró la boca y apartó la mirada. Ella comenzó a andar y, al cabo de un momento, oyó sus pisadas detrás.
– No ha sido nada, os lo aseguro -dijo él en tono irónico-. He asaltado diligencias atado de pies y manos.