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– Si volvéis a tropezar, intentad caer en mi dirección.

– Mi más sincero agradecimiento, señorita Strachan, pero…

Justo en ese momento Leigh lo oyó resbalar en la rocosa senda. Chocó contra ella por detrás al tiempo que intentaba sujetarse. La joven se tambaleó durante un instante, pero volvió a erguirse mientras él se cogía a sus brazos y maldecía entre dientes.

– Ya os dije que me necesitabais -murmuró Leigh.

– Son estas malditas sombras del camino -alegó él; al momento se incorporó y le puso las manos sobre los hombros-. Me las apaño bastante mejor cuando puedo ver como Dios manda.

– Me necesitáis -repitió ella con paciencia.

S.T. le apretó los hombros con más fuerza.

– Quiero besaros.

Leigh ladeó la cabeza y lo miró de reojo. Él sonrió.

– Por favor… -dijo respirando suavemente sobre su cuello-. S'il vous plaît, mademoiselle. Os hemos rescatado, ¿no es cierto?

La joven frunció el ceño y permaneció muy rígida mientras S.T. le acariciaba el cuello.

– Os dije que estaba dispuesta a acostarme con vos si así lo deseabais.

S.T. cesó la caricia súbitamente. Permaneció tras ella durante un buen rato y, a continuación, retiró las manos de sus hombros.

– Solo os he pedido un beso -dijo con sequedad-. Y esperaba que vos lo desearais también.

– No lo deseo. Pero podéis seguir intentándolo.

Él emitió un profundo gruñido de decepción y la empujó hacia delante.

– Da igual. No es una oferta tan tentadora, Sunshine.

Pero sí que lo era. S.T. no volvió a tocarla, pero ardía de deseo y excitación.

Y lo había hecho. Había conseguido rescatar a su damisela de la guarida del dragón pese a su vértigo y a su sordera, sin caballo, ni máscara ni armas salvo su pequeño sable.

Y la cara que había puesto Sade… Mon dieu, solo por ello ya había valido la pena.

Era una dulce victoria a la que solo faltaba lo que Leigh no quería darle. Pues que se fuera al infierno. Le daba igual.

Nemo regresó y se colocó a su lado, proporcionándole de ese modo una amortiguación muy conveniente en caso de que volviera a caerse, pero S.T. se fijaba muy bien en dónde pisaba y así conseguía mantenerse firme. Era la luz de la luna lo que lo salvaba; de haber estado totalmente a oscuras tendría que haber ido a cuatro patas. Siempre que pudiera concentrarse en un objeto fijo y no tropezase, no había peligro de que perdiese el equilibrio. Ese último mareo ya estaba desapareciendo, y afortunadamente había sido más breve que el anterior.

La manada de lobos los seguía de cerca por algún lugar por encima de ellos a lo largo de las colinas. S.T. lo sabía por la forma en que Nemo levantaba las orejas y miraba con frecuencia a su alrededor, además de estallar en repentinos accesos de alegría en los que se movía adelante y atrás como si interpretase una juguetona danza. Cuando se aproximaron al pueblo más cercano, cogieron un desvío hacia el este. Algún semejante de Nemo ya había pagado con su piel el intento de entablar contacto con los humanos. Sin duda, tras caer en la trampa había muerto y había sido expuesto con la peluca que Nemo había perdido previamente. De ese modo, los gitanos habían alardeado de matar a la bestia diabólica. S.T. esperaba que el resto de la manada volviese pronto a algún lugar más seguro de las cumbres.

Un melódico aullido surgió de lo alto. Nemo se sentó y respondió lleno de alegría. Después se puso en pie de un salto y, tras acercarse varias veces a S.T., partió a gran velocidad por el borde del camino hasta desaparecer entre los árboles.

– ¿Volverá? -preguntó Leigh de repente. Era lo primero que decía en el último cuarto de hora. La euforia de S.T. por haberla rescatado había ido remitiendo gradualmente, pero su corazón todavía latía algo más rápido de lo normal. No hacía más que pensar que ella estaba ahí, a su lado.

– Si se siente solo… -fue todo lo que contestó.

Leigh se detuvo y miró hacia la cumbre de la colina.

– ¿No se marchará con los demás?

– No creo que la manada lo haya aceptado.

– La otra vez no volvió -dijo ella-. Tal vez deberíais ponerle una correa.

– ¿Una correa? -exclamó S.T. al tiempo que se volvía y la miraba fijamente-. Parece que no entendéis nada.

Leigh le devolvió la mirada sin pronunciar palabra. Por un instante S.T. creyó que la aguda nota de desprecio de sus palabras la había herido, pero ella se limitó a decir:

– Creo que es una idea bastante práctica.

S.T. respiró hondo y negó con la cabeza.

– No lo entendéis.

– Entiendo perfectamente que sois un loco que vive de sueños -replicó Leigh.

El otro encajó esas palabras mientras intentaba evitar mirarla a la cara, tan bella y fría a la luz de la luna. En su lugar, le miró las manos y se imaginó cogiéndole una, poniéndola entre las suyas y calentándosela con su aliento.

Sueños. Vivía de sueños.

«Tiene mucha razón», pensó mientras se volvía.

– Conozco un lugar en el que podemos pasar la noche, si os dignáis honrarme con vuestra cautivadora presencia -dijo-. No está lejos.

Ella asintió ligeramente con la cabeza. La perversa alegría que sintió S.T. no hizo sino demostrarle que ella tenía toda la razón y que él era un loco redomado. Echó a andar mientras intentaba encontrar alguna forma de romper la barrera de hielo que rodeaba a aquella joven.

Nemo surgió jadeando de la oscuridad y se reunió con ellos, aunque se mantenía siempre lo más apartado posible de Leigh. Parecía más calmado; se les adelantaba en el camino y volvía atrás para meter la nariz en la mano de S.T. Le resultó reconfortante poder apuntarse ese tanto contra el sentido práctico y las correas. Acarició las orejas del lobo y sonrió para sus adentros. Al fin y al cabo, había sido capaz de conquistar a criaturas más salvajes y peligrosas que esa adusta muchacha.

El empinado desfiladero por el que transcurría el camino daba a un pequeño valle, un prado bañado por la luna que se extendía hasta las oscuras colinas. S.T. se salió del camino al llegar a un vado del arroyo. Nemo chapoteó en el agua y se sacudió, desperdigando brillantes gotas de agua, pero su amo vaciló antes de adentrarse en la corriente. Pensó que lo galante sería cruzar el río con ella en brazos, pero lo consideró demasiado arriesgado ya que, si perdía el equilibrio, sería la humillación definitiva. En su lugar, se echó la bolsa y el cinto de la espada al hombro y metió los pies en el agua sin más ceremonia.

– Vais a estropear las botas -dijo ella.

– ¿Ensayando para la vida de casada? -preguntó S.T. a la vez que extendía la mano que tenía libre mientras las frías aguas se arremolinaban a sus pies-. Ah, no, perdonad, se me olvidaba, solo estáis siendo práctica. Poned el pie en esa piedra de ahí y os impulsaré al otro lado.

Durante un instante creyó que ella iba a rechazar el ofrecimiento. Se notaba que era lo que quería hacer, pero venció su preciado sentido práctico. Saltó sobre la roca y S.T., cogiéndola del brazo, la lanzó al otro lado, en el que aterrizó sin ningún problema. A continuación cruzó él; se le había metido agua dentro de las botas.

– Gracias -dijo ella secamente.

– Tened cuidado, no vayáis a ahogaros de la emoción -murmuró él mientras volvía a colocarse la espada.

S.T. vio delante de ellos las ruinas romanas, tres solitarias columnas que se alzaban en medio del prado y que, a la luz de la luna, no eran más que unas tenues manchas blancas. Echó a andar; las botas hacían ruido por el agua que llevaban dentro. Recorrió el sendero que conducía a los restos del templo y, una vez allí, dejó la bolsa sobre un bloque de piedra caído.

– Podemos dormir aquí -dijo al tiempo que se sentaba para quitarse las empapadas botas.

Leigh las cogió en cuanto las dejó a un lado. Buscó en la bolsa y encontró la aceitera. S.T. miró de reojo y la observó mientras se quitaba el pañuelo del cuello y utilizaba un extremo del mismo para frotar las botas húmedas con aceite. Él movió los dedos; estaban muy fríos.