– No hace falta que lo hagáis.
– Si no se acartonarán.
S.T. se estiró y sacó el hatillo de comida. Nemo fue corriendo hasta él y se sentó delante, mirándolo fijamente. Su amo le lanzó una pata de pollo que desapareció de un bocado. Rompió el sello de cera de la botella de vino y, tras sacar el corcho, la olió con deleite y se la ofreció a Leigh.
– Tengo por norma no beber alcohol -dijo ella.
Por supuesto.
S.T. dio un largo trago y suspiró. Nemo se acercó más, con la mirada fija en el capón. Su amo se sentó más erguido y gruñó, ante lo cual el lobo se detuvo y agachó las orejas en señal de sumisión pero, en cuanto su amo dio un nuevo trago a la botella, Nemo intentó aproximarse más. S.T. dejó la botella y esperó, como si no hubiese visto que el lobo avanzaba paso a paso hacia él. De repente saltó sobre Nemo y, cogiéndolo del cuello, cayó encima de él y lo zarandeó con fuerza al tiempo que le gruñía. Al instante, el animal se agachó sobre la tripa y comenzó a revolcarse por la tierra con la cola metida entre las patas mientras gemía y se estremecía. En cuanto S.T. lo soltó, el lobo retrocedió a toda prisa con las orejas gachas. Se tumbó a unos metros con la cabeza sobre las patas y observó con cara de lástima cómo su dueño se comía la mitad del capón. S.T. miró a Leigh, que estaba sentada con las piernas cruzadas sobre la hierba engrasando sus botas a la luz de la luna.
– ¿No tenéis hambre? -le preguntó.
Ella ni siquiera levantó la cabeza para mirarlo.
– Comeré cuando termine esto.
S.T. extendió la servilleta sobre el bloque de piedra y dispuso el pan y la carne para ella. Cogió la bolsa y escarbó el fondo con la intención de sacar la copa de plata y llenársela de agua en el arroyo.
– ¡Dejad eso! -exclamó ella-. No quiero que hurguéis en mis cosas.
– ¿Y por qué no? -preguntó S.T. sin dejar de rebuscar-. Un vestido con zapatos a juego, un juego de corsés, una gargantilla de perlas, un cuaderno de bocetos, dos hebillas de oro, un abanico de señora, algunos polvos medicinales, muselina, una taza, una cuchara, tres libras y veinte peniques. Valor total estimado cuatro guineas, sin contar la perla del fajín de seda. Ya lo hurgué todo hace tiempo.
– ¿Mientras estaba enferma? -preguntó Leigh con la mirada fija en él-. No sois un caballero.
– No me queda ni una pizca de virtud -dijo S.T. sonriendo-. ¿Y qué esperabais? Soy bandolero.
Encontró la copa, se puso en pie y se dirigió con mucho cuidado hasta el agua calzado solo con las medias. Nemo se incorporó en silencio y trotó por delante de él manteniendo una respetuosa distancia. Cuando S.T. se arrodilló ante el arroyo, miró al lobo y lo llamó. Nemo emitió un suave gemido como respuesta, pero no parecía estar muy seguro del recibimiento que lo aguardaba. Su amo se tumbó en el suelo y volvió a llamarlo.
– Ven, viejo amigo, ya sabes que no debes intentar robar la cena. Ven aquí.
Nemo permaneció sentado sin reaccionar. S.T. alargó una mano.
– ¿Acaso crees que ya no te quiero? ¿Qué es lo que te pasa?
El lobo inclinó la cabeza con expresión de curiosidad y miró a S.T. a los ojos.
– Es por ella, ¿verdad? -dijo con un suspiro-. Tienes miedo de que se una a la manada. -Arrancó una brizna de hierba y negó con la cabeza-. Verás, Nemo, lo que ocurre es que soy muy estúpido cuando se trata de mujeres. Hacen conmigo lo que quieren. -Miró hacia atrás en dirección al templo-. ¿Te has fijado en ella? Lo que quiero decir es…, maldición, ¿puedes culparme de verdad? -Se pasó las manos por el pelo-. Noto que me estoy dejando llevar. Intento comportarme de forma racional, y sé que soy un maldito imbécil por enamorarme. Nunca sirve de nada, y nunca termina en nada bueno. Además, ni siquiera me cae bien. Tiene tanta sensibilidad como la estaca de una cerca. -Cerró los ojos-. Pero llevo tanto tiempo así, Nemo, tanto tiempo…
Volvió a suspirar, en esa ocasión con un gemido al más puro estilo canino. Nemo levantó las orejas, fue hasta él, colocó con cuidado sus enormes patas delanteras sobre las rodillas de S.T. y le lamió la barbilla y la cara en señal de afecto y solidaridad.
– Eso está mejor -dijo su amo acariciándole el lomo y rascándole las orejas mientras el lobo se apretaba contra él moviendo el rabo-. ¿Volvemos a ser amigos?
Nemo le dio un golpe con el hocico para comenzar a jugar. Él se lo devolvió y empezaron una alegre lucha sobre la tierra húmeda.
Cuando volvieron, Leigh seguía ocupada con las botas. S.T. se sentó sobre la hierba con la espalda apoyada en la piedra. Una ligera brisa agitó las páginas del cuaderno de bocetos, que había dejado encima. Levantó la mano y lo cogió.
– Sois una artista -dijo él con el cuaderno en el regazo.
– Solo hago algunos dibujos sin importancia. Y no os he invitado a que los veáis.
S.T. guardó el cuaderno en la bolsa mientras pensaba en papá dormido en la biblioteca y Anna en compañía de su alto capitán. Le gustaba pensar en la familia de ella. Sonreía con nostalgia al imaginar esas cosas que él nunca había vivido. No le habría importado volver a ver los dibujos pero, de todos modos, estaba demasiado oscuro.
– ¿Dónde aprendisteis a pintar? -dijo Leigh.
S.T. levantó la cabeza y la miró, sorprendido por la pregunta. La joven examinó la bota que tenía en la mano y la dejó junto a la otra.
– ¿De verdad lo queréis saber?
Ella se puso en pie y se sacudió los pantalones.
– Siento curiosidad. Está claro que vuestro estilo es romántico, y hacéis mucho uso del claroscuro, pero no he podido identificar ninguna escuela en concreto.
– Escuela veneciana. Estudié con Giovanni Piazzetta -dijo S.T. mirándola de reojo para ver cómo reaccionaba.
– Ah -fue todo lo que dijo.
– Y con Tiepolo -añadió él, incapaz de controlarse-. Fui aprendiz en el estudio del maestro Tiepolo durante tres años y medio.
Leigh se sirvió algo de comida y, tras volver a sentarse en el suelo, depositó los pedazos de pan en su regazo.
– Pues creo que estaría orgulloso de vos -dijo en voz baja-. Vuestros cuadros son… luminosos.
S.T. resopló débilmente. Cerró los ojos y volvió la cabeza para evitar que ella pudiese ver su gesto de satisfacción; su boca se había curvado hacia arriba sin su permiso. Le gustaban sus cuadros. Pensaba que eran luminosos. Bien.
Deseaba besarla. Quería tener su cuerpo muy cerca y perderse en ella.
– Dejad que os pinte -dijo de pronto-. Volved conmigo al castillo y os pintaré así, a la luz de la luna entre las ruinas. Sois muy hermosa.
– No -contestó ella al tiempo que negaba con la cabeza.
S.T. cruzó los brazos sobre las rodillas y apoyó la cabeza en ellos.
– Me estáis volviendo loco -dijo levantando la cabeza de nuevo-. ¿No queríais que os enseñara a manejar la espada? Pues volved conmigo, posad para mí y os enseñaré.
Ella lo miró fijamente durante un buen rato.
– No creo que podáis.
S.T. se puso en pie de un salto.
– ¿Por qué? ¿Porque ya no puedo luchar? -Parpadeó tratando de contener el mareo que le había provocado el movimiento repentino. Fue hasta una de las columnas y se apoyó en ella-. Mi maestro de esgrima tenía ochenta y ocho años cuando comencé a estudiar con él, señorita Strachan, y me enseñó a ser el mejor.
Era cierto. Su maestro había sido el mejor del continente, pero también había podido practicar con cientos de otros estudiantes, oficiales y virtuosos duelistas y mejorar su pericia. Se había educado en una escuela excelente. Se sentía capaz de adiestrar bastante bien a aquella joven en los ejercicios básicos para principiantes, lo cual de todos modos sería lo único que ella podría asimilar. Leigh lo observó con expresión pensativa.