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– Artista y espadachín -dijo al fin-. ¿Quién sois, Monseigneur de Minuit?

Él se encogió de hombros.

– No lo sé.

– Perdonad -dijo ella apartando la vista-. No quería ser indiscreta.

– No es ningún secreto. Mi madre huyó de su marido y me tuvo al poco tiempo de llegar a Florencia. Es casi seguro que soy bastardo, pero supongo que las fechas se prestaban a ciertas dudas y mi padre me reconoció. Pobre hombre, tampoco podía hacer otra cosa, después de que mi hermano mayor hubiese matado a todos sus contrincantes en dieciocho duelos y después se partiera el cuello al caer por la ventana de un prostíbulo. -Hizo una pausa y sonrió-. Seguro que rezaba para que yo demostrara la firmeza de carácter de la que de forma tan notoria y lamentable carecía el resto de la familia. -Apoyó la cabeza en la columna-. El pobre estaba equivocado pero, de todos modos, llevo el honorable apellido inglés de Maitland.

Leigh se limpió los dedos en la servilleta.

– Parece como si os estuvierais haciendo el inglés por mí -dijo.

– Para mí solo es una lengua más -contestó él mientras se frotaba la nuca-. No soy de ninguna parte en particular. Mi madre nunca regresó a Inglaterra; fuimos de un lado a otro. -Cerró los ojos y prosiguió-. Venecia, París, Toulouse, Roma, a cualquier lugar en el que pudiera encontrar a un caballero inglés que le proporcionara una relación apasionada y desesperada. -Hizo una pausa-. Tenía que ser inglés para que yo me criara como un caballero de dicho país. Pero lo mismo puedo ser francés, italiano o tan inglés como John Bull. Como gustéis.

– Parece una vida muy poco estable -comentó ella.

S.T. se pasó el brazo por detrás de la cabeza mientras seguía apoyado en la columna.

– Era bastante divertido. Maitland enviaba dinero para las clases de esgrima y equitación, así como constantes cartas en las que nos recordaba la vergüenza que ambos éramos para él y, mientras tanto, mi madre vivía de sus amantes. Fue ella la que cautivó a Tiepolo para que me cogiera de aprendiz -dijo sonriendo en la oscuridad-. Nos entendíamos bastante bien, maman y yo.

Volvió la cabeza y la sorprendió mirándolo fijamente. Al instante ella bebió el agua de la copa y recogió los restos de comida que tenía en el regazo.

– ¿Se los doy al lobo? -preguntó.

– Sí. Guardad uno de los capones para mañana y echadle a Nemo el otro. No querrá acercarse para cogerlo de vuestra mano.

Nemo levantó la cabeza, se abalanzó sobre la carne que cayó al suelo ante él y se fue detrás de S.T. para comérsela.

– ¿Por qué estáis aquí? -preguntó ella.

– ¿Aquí? -dijo él sin querer entender qué decía-. He venido a rescataros.

– Aquí escondido. ¿Por qué huisteis? ¿Por qué no seguís en Inglaterra?

– No huí -dijo él en tono indignado-. Simplemente emigré.

– Hay una recompensa por vuestra cabeza.

– ¿Y qué? Ya la había hacía trece años. «Robado el pasado lunes por un hombre que llevaba una máscara negra y blanca, de modales gentiles, que hablaba en ocasiones en francés y montaba un caballo alto y negro, o pardo oscuro.» -Soltó un bufido de sorna-. A ver, decidme, ¿dónde está el peligro? Si Inglaterra pudiera jactarse de tener una policía secreta y un ejército permanente como Francia, nosotros los caballeros de los caminos lo tendríamos más complicado, os lo aseguro -dijo al tiempo que volvía la cabeza y la miraba-. Pero, para nuestra gran fortuna, ningún inglés bien nacido soporta la tiranía de hacer cumplir la ley con efectividad. Un puñado de magistrados rurales no representa una gran amenaza, siempre que uno sea discreto. Y os aseguro que yo lo soy.

– Ya lo creo que lo sois -murmuró ella con ironía.

S.T. se cruzó de brazos.

– La verdadera amenaza son los cazadores de recompensas y los que comercian con los objetos robados, que son peores que los propios ladrones. Hay que saber tratar con ellos o uno está perdido. Y, a veces, los tribunales de Londres deciden ponerse serios. También hay que tener cuidado con la ley de maleantes que aún se aplica en determinados condados cuando tiene lugar un robo. -Inclinó la cabeza y le hizo un guiño-. Claro que, si fuera tan fácil, no sería ni la mitad de divertido.

– Puede que ya no sea tan fácil. Tienen vuestra descripción.

– Sí, claro -dijo en un acceso de furia-, porque una regordeta palomita de negros ojos creyó oportuno denunciarme. -Su boca se torció en una mueca-. La señorita Elizabeth Burford -añadió mientras negaba lentamente con la cabeza-. Dios, tenía que estar muy hechizado por sus encantos para dejar que se reuniera conmigo en mi escondite, y para dejar que me quitara la máscara por pura diversión. -Suspiró-. Nunca lo había hecho. No sé por qué lo hice entonces, salvo que…

Hizo una pausa, durante la que Leigh no dijo nada. S.T. respiró profundamente y continuó:

– Salvo que todo me pareciese demasiado fácil e insulso en aquellos momentos.

– Así que ella dio vuestra descripción a un juez y vos huisteis a Francia.

– Por supuesto que no. ¿Acaso creéis que eché a correr como una liebre asustada? Nadie sabía mi nombre. Una cosa es que ella me engatusara, y otra que me volviera un perfecto imbécil. Una descripción no es nada si uno se mueve con presteza y sus mentiras resultan convincentes. No se cuelga a nadie solo porque tenga unas cejas peculiares.

– En ese caso, ¿por qué huisteis?

S.T. frunció el ceño.

– Tenía mis razones.

– ¿Qué razones?

– ¿No os parece que sois demasiado curiosa?

Leigh aceptó la pulla en silencio. Él sabía que lo estaba mirando. La luna pendía baja sobre la montaña, y lanzaba largas sombras de ébano sobre la hierba plateada.

– ¿Por qué os hicisteis salteador de caminos? -preguntó ella al fin.

S.T. sonrió en la oscuridad.

– Por maldad. Por la emoción que produce.

Leigh seguía sentada con las piernas cruzadas, inmóvil como una estatua, contemplándolo. Él se volvió y apoyó un hombro en la columna.

– ¿Creéis que fue por mis elevados ideales? -dijo imitando la voz de la joven-. La primera vez fue por una apuesta, cuando tenía veinte años. Conseguí vencer a un excelente espadachín, y gané mil libras y la gratitud de una bella dama. Entonces me di cuenta de que esa era la vida que quería.

Ella inclinó la cabeza. La luna derramó una helada luz sobre su rostro.

– ¿Y vos, señorita Strachan? ¿Cuál es vuestra historia?

– La mía es muy sencilla -contestó Leigh mientras se desabotonaba el chaleco y se lo quitaba; luego, arrodillada en el suelo, lo arregló junto con la levita para que le sirviese de almohada-. Voy a matar a un hombre, y quiero aprender a hacerlo.

La brisa agitó la alta hierba. Nemo terminó su cena, suspiró y se colocó en una postura más cómoda para lamerse las garras.

– ¿A algún hombre en particular? -preguntó S.T.-. ¿O se trata tan solo de rencor contra mi sexo en general?

Ella se echó sobre la hierba y se apoyó sobre un codo. Sin el ceñido chaleco se marcaban con toda claridad sus formas femeninas; sus pechos y caderas quedaban libres de tal encorsetamiento. Se quitó la cinta de la coleta y agitó el pelo.

– A un hombre en particular -dijo.

S.T. se apartó de la columna y, agachándose junto a ella, se sentó con las piernas cruzadas y se inclinó en su dirección.

– ¿Por qué?

Leigh reclinó la cabeza sobre la improvisada almohada y levantó una mano, que observó mientras la giraba lentamente contra el cielo.

– Mató a mi familia. A mi madre, a mi padre y a mis dos hermanas.

Su voz no se quebró, ni mostró rastro alguno de emoción. S.T. contempló su frío rostro bañado por la luz de la luna. Ella le devolvió la mirada sin pestañear.