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– Sunshine -susurró él.

Leigh bajó la mirada. S.T. se tumbó junto a ella y, abrazándola, la apretó muy fuerte contra sí y acarició su brillante pelo.

Capítulo 6

– Si vas a hacerlo -le dijo Leigh al oído-, adelante.

S.T. dejó de acariciarla. Respiró hondo, se puso boca arriba y soltó un gruñido.

– ¿Qué quieres decir?

Ella no se movió.

– Que no me importa. Te lo debo.

S.T. miró las columnas del templo, sumergidas entre luz y sombras. En la oscuridad esos esbeltos pilares lucían inmaculados, de un hermoso y gélido blanco. Por más que hubieran acogido vida alguna vez, por más que hubiese resonado entre ellos el eco de risas humanas, en esos momentos estaban en el más absoluto silencio. Solo eran piedra muerta y muda.

– No quiero tu maldita gratitud -dijo él.

Leigh yacía totalmente inmóvil, como si fuese un espejismo de la impersonal luz de luna, tan inerte como las ruinas. S.T. ni siquiera la sentía respirar.

– En ese caso lo lamento mucho -dijo ella de repente-, pero es lo único que puedo darte.

Al oír su ronca voz, S.T. se volvió súbitamente hacia la joven y la apretó muy fuerte contra su pecho. Hundió el rostro en su cuello.

– Por el amor de Dios, no levantes un muro para apartarme de ti.

– No hace falta que lo levante -susurró Leigh-, porque yo misma soy el muro.

La acunó entre sus brazos sin saber qué decir ni cómo llegar a ella.

– Deja que te ame -repitió varias veces-. Eres muy hermosa.

– Con qué facilidad te enamoras -dijo ella apartando la vista de él y dirigiéndola al cielo nocturno-. ¿Cuántas veces te ha pasado antes?

S.T. intentó poner en orden sus emociones, pero un mechón de pelo negro cayó sobre la mejilla de Leigh y acabó por completo con su sentido común. S.T. se lo apartó. Ella no opuso ninguna resistencia cuando, a continuación, le acarició la piel y la besó con dulzura.

– Nunca -contestó él-. He tenido mujeres, amantes, pero nunca me había sentido así. Creía que era amor, pero nunca duraba.

Ella sonrió en lo que apenas fue una leve mueca burlona de sus labios.

– Lo juro -añadió S.T.

– Tonto. Ni siquiera sabes qué es el amor.

Él detuvo sus caricias.

– Pero tú sí.

– Sí -dijo ella débilmente-. Lo sé.

S.T. se apartó y se apoyó sobre un codo.

– Perdóname. No sabía que hubiera otra persona.

La sonrisa de Leigh se volvió más cínica.

– No hace falta que te disculpes, monsieur. Soy del todo ajena a ese tipo de romanticismos. -Negó con la cabeza como si lo compadeciera-. No estoy enamorada, ni casada, y ni siquiera soy virgen. Así que, como ves, puedes satisfacer tus necesidades conmigo con la conciencia bien tranquila.

S.T. cerró los ojos. Podía olería, y ese aroma femenino, tan cálido y almizclado, encendía todo su cuerpo.

– Sé que quieres yacer conmigo -dijo ella-, pero no me hables de amor. Tengo más de una deuda pendiente contigo y quiero pagártelas. Déjame que lo haga y no te esfuerces en ser galante.

Él cerró aún más los ojos.

– Pero no quiero que sea así -dijo mientras sentía por todo su ser la grácil presencia de ella, así como el cuerpo que escondía su ropa-. No quiero que sea para pagar una deuda. No quiero a una puta.

– Quieres una fantasía.

S.T. abrió los ojos.

– Te amo -dijo y, en esos momentos, al contemplar las líneas perfectas del rostro de Leigh, le pareció totalmente cierto-. Te he querido desde el momento en que te vi.

– Lo que quieres es acostarte conmigo, y no voy a impedírtelo.

– Quiero tu corazón. Tenerte y amarte.

Ella apartó la mirada.

– Malgastaste el tiempo como bandolero. Habrías sido un excelente y apasionado trovador.

Maldición. Aquello no iba bien. Ella no estaba respondiendo como debería. Ansiaba arrastrarla por la hierba y besarla hasta que se le quitaran las ganas de bromear, hasta que se sintiese poseída por una pasión que la volviese receptiva, excitada e indefensa, del modo en que debería sentirse el amor. S.T. cerró la boca y miró la oscuridad.

– No soy ningún petimetre inconsciente, y no creo que deba ser tratado como tal.

Ella levantó una mano y le tocó la mejilla, después le recorrió la mandíbula y los labios lentamente con un dedo, que él chupó al tiempo que se le aceleraba la respiración.

– No te niegues a ti mismo -susurró Leigh-, ni esperes un sentimiento que no puedo darte.

Deslizó el dedo trazando un frío surco por la garganta y el pecho de él y, a continuación, se llevó la mano a su propio cuello y se soltó el lazo de la camisa, dejando al descubierto su cuello y escote.

– Maldita -musitó él, desesperado-. Maldita seas.

A la luz de la luna su piel era tan fría y blanca como las columnas de piedra. S.T. ansiaba besarla, hundir el rostro entre sus pechos e inhalar su erótico aroma. Leigh se incorporó un poco y, lentamente, comenzó a subirse la camisa. Era un movimiento deliberado y provocador, como de prostituta, y él lo sabía muy bien. El lino se deslizó sobre sus senos. Un extraño calor pareció irradiar de la garganta de S.T. para extenderse por su pecho y sus entrañas.

Ella alzó los brazos por encima de la cabeza. Ese lánguido movimiento le mostró su cuerpo -su deliciosa cintura, la delicada turgencia de sus pechos al estirarse- como una ofrenda. S.T. contempló fascinado la suave curvatura inferior de los senos. La luz de la luna daba un aspecto exótico a los pezones, que eran como del color de las sombras. Él emitió un sonido ronco. Se sentía tenso e indefenso; se negaba a tocarla pero tampoco podía apartarse de ella.

– Te he dicho que no lo quiero así. No nos hagas esto.

Por toda respuesta Leigh se limitó a yacer inmóvil con los ojos cerrados. Estaba prostituyéndose. Su cuerpo brillaba con el pálido fuego de la luna, como si fuese una diosa pagana, sorprendida mientras dormía entre las ruinas, que en cualquier momento fuese a despertar e incorporarse para bailar con Dionisio, para seducir a ese temerario dios y caer debajo de él, entrelazados y envueltos en hojas y risas.

Leigh abrió los ojos y lo miró. S.T. sintió cómo su alma se desvanecía y su razón se enturbiaba por su hambre cada vez más punzante. En medio de la noche, entre las columnas caídas, no podía pensar en otra cosa que en el cuerpo de ella. El sátiro que moraba en él palpitaba con el elemental poder del deseo, tanto que incluso temblaba. Hacía demasiado tiempo que no sentía nada así, y ya no le quedaba cordura para controlarse.

Ella lo miró con serenidad desde su belleza gélida y provocadora. S.T. soltó de pronto un gruñido y se abalanzó sobre ella deslizando las manos por sus pechos hasta rodearla con los brazos. El movimiento lo dejó algo aturdido. Al entrar así en contacto con ella notó su calor, como si una figura de alabastro hubiese cobrado vida entre sus manos. Le quitó los pantalones y vio cómo Leigh abría las piernas sumisa bajo él. Así parecía más pequeña, femenina, frágil, vulnerable e irresistible; lo abrumaba con su actitud dócil.

Le besó los pechos y tocó sus caderas desnudas, así como los suaves rizos de la entrepierna. Extendió los brazos sobre el suelo y se hundió en ella.

Se sentía como si hubiese perdido su condición humana para entregarse al dios salvaje que regía aquel lugar. Podía verlos como si fuesen una pintura: él poseyéndola sobre la oscura hierba bajo la luna; dos cuerpos anónimos rodeados por las antiguas columnas. Quería parar; quería cortejarla, seducirla y cautivarla hasta que lo amara, pero todo eso quedaba disipado por el intenso ardor animal que sentía; la exquisita danza del amor quedaba reducida a aquel celo salvaje y glorioso sobre la tierra. Ella se movía bajo él cediendo a sus ansiosas embestidas y llevándolo más allá de cualquier pensamiento coherente. Cuando Leigh levantó las manos y le tocó los hombros al tiempo que levantaba las piernas para rodear las suyas, él explotó.