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S.T. recorrió con un dedo una grieta de la piedra tallada.

– Me temo que ese daño ya está hecho, Sunshine.

Ella volvió a agachar la cabeza.

– Lo siento.

– ¿De verdad? -replicó él-. Creo que tenéis el corazón de piedra, señora, y un exceso de arrogancia para tratarse de una mocosa de vuestra edad.

Leigh levantó la cabeza y lo miró con expresión enojada.

– No te gusta que te diga eso, ¿verdad? -continuó S.T.-. Apostaría cualquier cosa a que siempre te habías salido con la tuya hasta que te has encontrado en esta situación. -Tiró lo que quedaba del té, ya frío, a la hierba y se levantó despacio-. Sí, desde luego que es una idea absurda que quieras jugar a ser yo, aunque solo sea porque yo tengo tras de mí veinte años de puñetazos y entrenamiento con hombres que se morirían de risa si se enterasen de que pretendes manejar un arma y un caballo. -Una mueca se dibujó en su boca-. Eres demasiado mayor para comenzar, demasiado débil para prosperar y demasiado poca cosa para aspirar a hacerte pasar alguna vez por mí, incluso montada a caballo y en la oscuridad. Te mueves mal. Tu voz es demasiado suave, y tus manos, demasiado pequeñas, y la víctima de un bandolero siempre le ve las manos. Prueba a quitarle a una dama el rubí del dedo con los guantes puestos.

Ella apretó los labios.

– Sí, ya he dicho que estaba equivocada. No lo había meditado bien.

– Ah, ¿sí? Pues a mí me pareces una pequeña bruja muy inteligente, y no acabo de creer eso de que hayas viajado hasta aquí sin haber meditado las cosas concienzudamente. -Soltó una risa sarcástica-. No, lo pensaste a fondo, Sunshine, muy a fondo. Apuesto a que encontraste una solución para cada uno de esos problemas que acabo de enumerar. Lo tenías todo bien planeado, hasta que llegaste aquí y me viste; entonces te diste cuenta de que no era quien te habían hecho creer. -Levantó las manos abiertas y miró al cielo-. Debiste quedarte atónita al encontrarte con un pobre desgraciado que ni siquiera puede andar sin caer redondo al suelo. Y entonces pensaste que no podría enseñarte a manejar la espada, ¿verdad? Y tampoco creíste que pudiera montar a caballo, y mucho menos enseñarte haute école. -Bajó la cabeza y la miró-. Y por eso te marchas, después de soltar una sarta de majaderías sobre que es por mi bien y sobre que, de todos modos, es una idea tonta.

Leigh entrecerró los ojos.

– ¿Y no tengo razón, monsieur? -Dio un paso atrás y lo miró con los brazos en jarras-. Te comportas como un loco. Hablas al aire. Miras a la nada cuando me dirijo a ti, como si fuesen espíritus los que te hablaran. Peleas con el lobo por un pedazo de carne como si fueses un animal. Y sí, te caes. -Comenzó a temblarle la voz, bajó los brazos y volvió a mirarlo a la cara-. Te has caído tres veces, y has estado a punto de hacerlo otras diez como mínimo desde que estoy contigo. ¿Acaso crees que no me he dado cuenta? Acudí a ti en busca de ayuda. Yo no tengo la culpa de que no puedas ayudarme. Desearía… -Parpadeó y apretó los labios. De pronto le dio la espalda y se quedó muy quieta y erguida-. Desearía, desearía… -repitió mientras miraba hacia las colinas-. Que Dios me ayude, pero ya no sé qué deseo.

El eco de su voz se apagó entre las columnas. S.T. dejó caer la copa de plata al suelo y le puso las manos sobre los hombros. Notó lo rígida que estaba, y cómo temblaba todo su cuerpo, incluso al tragar saliva.

– Sunshine -dijo él con suavidad-, ¿no se te ha ocurrido ningún otro plan? -La hizo girar y le acarició la barbilla-. ¿No has contemplado la posibilidad de que yo te acompañe a Inglaterra si de verdad me necesitas?

Ella mantuvo la cabeza agachada.

– Dan una recompensa por ti. Nunca te lo pediría. Eso lo tuve muy claro desde el primer momento. -Se mordió el labio-. Pero ahora… Perdóname, no quiero ofenderte, pero…

S.T. le puso ambas manos en la cara.

– Ahora ya has visto que, de todas formas, no te serviría para nada.

– No -dijo Leigh rápidamente mientras se acercaba un poco más a él-. No, no dudo que podrías enseñarme todo lo que yo fuera capaz de aprender, si contáramos con suficiente tiempo, pero no dispongo de mucho, monsieur. Ya he malgastado demasiado.

– No te hace falta tanto tiempo -dijo él al tiempo que se inclinaba y le tocaba la frente con los labios.

– Es una situación desesperada.

– Las causas desesperadas son mis preferidas.

– Tú estás desesperado -dijo ella en un tono más frío-. Y loco.

– En absoluto. Se trata tan solo de mi orgullo. No soporto imaginarte por ahí mancillando mi leyenda con tus suaves manos, tu linda cara y tus inútiles esfuerzos femeninos por blandir una espada. -Dio un paso atrás-. Si mi reputación está condenada, mademoiselle, prefiero ser yo mismo quien la arruine.

A S.T. le costó más marcharse de Col du Noir de lo que jamás habría imaginado. Una parte de él quería quedarse y dedicarse a pintar y llevar una vida discreta y prudente, tal como había hecho desde la explosión que le había arrebatado el oído y el equilibrio. Caminaba con cuidado y se movía con lentitud, siempre pendiente de mantenerse dentro de los límites seguros de actividad que su descompensada estabilidad permitía. Cuando era día de fiesta en el pueblo, nunca bailaba o jugaba a las boules, e incluso si hubiese deseado tener otro caballo después de Charon, jamás lo habría montado.

Hasta la llegada de Leigh, no se había dado cuenta de lo precavidos e inhibidos que se habían vuelto sus movimientos por puro instinto. De pronto estaba pendiente, no ya solo del vértigo y de los consiguientes tropezones, sino de la forma en que medía cada paso y se refrenaba por protección.

Tendría que hablar a Leigh de su sordera. Aunque sabía que ella se había percatado de algunos de los síntomas, no parecía haberse dado cuenta de cuál era la causa. Solo pensaba que estaba loco porque se quedaba mirando cosas que ella no veía. Sin embargo, seguía ocultándoselo, por razones que ni siquiera él entendía, del mismo modo que fingía que no le importaba recoger sus cuadros y utensilios de pintura y guardarlos bajo paja y fundas para el polvo.

Pero Col du Noir era su mundo, y no quería abandonarlo.

No obstante, había otras pasiones que seguían latentes en su interior. No dejaba de pensar en Sade y en sus coronas de oro, y en la expresión del marqués cuando alzó la cabeza y les vio a Nemo y a él en la puerta. También pensaba en el cuerpo de Leigh bajo la luz de la luna. Mientras estaba sentado junto al fuego de la cocina, afilando la hoja de su espada tanto tiempo abandonada, recordó los oscuros caminos y el aroma a escarcha, y la sangre comenzó a correr con más rapidez por sus venas.

Tendría que volver a montar a caballo. Esa era la primera prueba. Si no la superaba, entonces Leigh tendría razón y todo sería inútil. Ella consentía su intención de acompañarla del mismo modo que un padre aceptaría las fantasías absurdas de su hijo, con serios asentimientos de cabeza y pequeñas sonrisas que lo sacaban de quicio cada vez que le contaba sus preparativos. La idea de fracasar lo mortificaba. Anhelaba poder quedarse en su segura guarida pero, a la vez, ardía en deseos de demostrarle que seguía siendo el maestro de su arte nocturno.

Ojalá ella empezase a ponerse faldas. Esas delgadas pantorrillas y ese redondo trasero que asomaba por debajo de la cola de la levita cada vez que se agachaba lo estaban volviendo loco, y ella lo sabía. De hecho se aprovechaba de la situación. Él quería amor, quería emoción y romance, mientras que ella se le ofrecía con calculada y fría deliberación, como si de algún modo eso la protegiese de él.