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Y así era. Era una barrera más efectiva que la piedra. S.T. comprendía el mensaje a la perfección. Podía tomar su cuerpo, pero nunca llegaría a su alma. Ella lo había calado, y le ofrecía unos términos que sabía que él nunca aceptaría. Había actuado magistralmente en el templo romano. Se había comportado como una prostituta a propósito, con toda esa palabrería sobre pagarle y sobre lo que le debía a sabiendas de que, cuanto más denigrara lo que él quería, más a salvo estaría.

Al final era ella quien manejaba la situación, como ambos sabían.

Mientras seguía allí sentado, afilando la brillante hoja, no dejaba de mirar de reojo el cuerpo de Leigh. Intentaba mantener la vista agachada y toda su atención concentrada en el resplandor azul del acero, pero la mirada se le iba una y otra vez al contorno de sus piernas, que tenía apoyadas en el guardafuegos de la chimenea.

Estaba seguro de que esa sensual postura era calculada. Puede que mantuviese una apariencia indiferente y serena, pero lo que quería era restregarle en las narices la facilidad con que podía alterarlo. Quería que él se derrumbara de nuevo y se comportase como un idiota baboso. Pero, por más que S.T. era consciente de todo ello, su corazón y su razón seguían en conflicto. Ella era una mujer vulnerable, herida y sola, y él quería protegerla. Pero, a la vez, todo su cuerpo la deseaba. Se imaginó acariciándole el cuello con la boca, respirando su piel, absorbiendo su fresco aroma e intenso calor. Continuó inmerso en su rítmico trabajo con la espada, al tiempo que le miraba las piernas e imaginaba todo tipo de fantasías hasta que, sin hacer ningún ruido, ella se puso en pie y salió de la cocina. S.T. oyó el eco de sus pies en la escalera de piedra.

Sabía muy bien adónde iba. ¿A qué otro lugar se podía ir en el piso de arriba salvo a su cama? Era un ofrecimiento tan claro como el de una prostituta que lo abordara en una esquina. Aquello lo enfureció. Terminó de afilar la espada dándole bruscas y largas pasadas con la piedra y la blandió. Atacó a su sombra en la pared, a la que asestó un tajo muy poco elegante; luego dejó esa espada más grande sobre la mesa y cogió otra más ligera, la colichemarde, con la que hizo una parada y estocada mientras observaba cómo el fuego de la chimenea encendía la punta de la hoja de sangre.

Seguía moviéndose con demasiada lentitud y reserva. Su impulso natural a reprimir sus movimientos le daba un aspecto muy encorsetado e inepto. Cerró los ojos y levantó el brazo muy despacio con la espada en alto. Cuando llegó a la altura del hombro sintió que perdía el equilibrio, y el peso de su brazo y del arma lo hicieron balancearse hacia delante. Se mantuvo firme, aunque tembloroso, mientras intentaba encontrar su centro pese a esa sensación de ir cayéndose lentamente, mientras intentaba olvidar lo desagradable que era perder innumerables veces el equilibrio. Se esforzaba por escuchar a su cuerpo en vez de a su mente.

Dentro de ese círculo vertiginoso estaba él, con la mano levantada, las piernas abiertas, un intenso calor que lo recorría -pues, además y para mayor humillación, seguía excitado-, los pies firmes en el suelo y la muñeca, espalda y hombros aceptando el peso de la espada. La levantó un poco más para ver hasta dónde era capaz de llegar. Eso le resultó más fácil, pues podía cerrar el brazo sobre sí y mantener la cabeza quieta hasta que la sensación de rotación disminuyera. Abrió los ojos y bajó el estoque para asegurarse de que percibía lo mismo con la vista. Sí, la mano estaba ahí, el hombro y la columna en su sitio, los pies bien firmes, el suelo bajo él y el techo arqueado sobre su cabeza. Pensar en ella tumbada en la cama de arriba lo hacía sentirse rudo, avergonzado y violento; habría estado encantado de matar a cualquier cosa que se le hubiera puesto en esos momentos por delante. Apoyó la punta de la espada en el taburete. A continuación, tomó aliento, se colocó la espada contra el pecho y dio un rápido giro.

Al instante comenzó a perder el centro de gravedad. El mundo daba vueltas y más vueltas a su alrededor. Intentó que parase, pero tropezó con algo y tuvo que agarrar con fuerza la espada mientras la habitación pasaba ante él como en un remolino. Se le doblaron las rodillas pero no opuso resistencia; dejó que el estoque cayera al suelo con estrépito, ya que solo podría recuperar la estabilidad sintiendo la fría piedra bajo sus manos. Permaneció así, apoyado sobre manos y rodillas mientras jadeaba y sudaba, hasta que todo empezó a dejar de dar vueltas.

Entonces se puso en pie y volvió a hacerlo.

En cierta ocasión un médico le había dicho: «Provocad el mareo. Forzad que os pase. Mareaos y el vértigo se irá».

Otro charlatán, pensó en aquel momento, pero le sorprendió que aquel hombre se negase a recibir ninguna compensación económica a cambio del consejo. S.T. lo intentó dos veces y nunca funcionó, pero tampoco lo habían hecho las panaceas y pociones que le habían suministrado otros médicos más distinguidos.

Su suerte dependía de que ese experimento tuviera éxito, pero al tercer intento ya no pudo controlar sus temblorosas rodillas y ponerse en pie. Yació tumbado sobre el frío suelo mientras intentaba contener las arcadas, aferrado a la empuñadura de la espada y con un fuerte dolor de cabeza. Quería vomitar. Quería morir. Por encima de todo, lo que más quería era echarse en la cama y dormir para que se le pasase el mareo.

Haciendo un esfuerzo supremo, consiguió incorporarse utilizando la espada como apoyo. Atravesó lo más rápido que pudo la armería hasta llegar a la lóbrega escalera mientras toda la estancia giraba a su alrededor. Recuperó el equilibrio, comenzó a subir un escalón tras otro y alcanzó el piso de arriba. Se agarró a la puerta de su habitación. Miró con los ojos entrecerrados en medio del vertiginoso mareo hacia su cama, iluminada por una vela, y entonces lo recordó.

– ¡Dios bendito! -exclamó antes de caer al suelo. Cerró los ojos y dejó que el vértigo se apoderase de él. Leigh se levantó de la cama. S.T. lo supo porque oyó los ruidos, pero no quería abrir los ojos por miedo a empezar a vomitar. Ella le tocó la frente con una mano muy fría.

– Lo sabía -murmuró la joven-. Son las fiebres.

S.T. levantó un brazo al notar que Leigh se inclinaba más sobre él; entonces extendió la palma y le propinó un fuerte empujón. Oyó que ella se quejaba al darse un golpe contra el suelo. Abrió los ojos y la vio delante de él intentando incorporarse.

– No es fiebre -dijo S.T. con aspereza.

Los giros estaban remitiendo, pero las náuseas se le acumulaban en la garganta. Agarró la espada y se levantó mientras intentaba respirar pese a la sensación de angustia. Durante un largo instante permaneció muy quieto, pendiente de cada músculo de su cuerpo.

– Apártate -dijo al tiempo que extendía la espada para levantarla y realizar de nuevo el mismo movimiento. Estiró el brazo adelante y arriba; se concentró en su cuerpo y en el espacio que lo rodeaba; torció la muñeca a un lado y abajo; hizo caso omiso de la agitación que empezaba a acumularse en su cabeza; puso toda su atención en el movimiento de las extremidades; se enderezó y, poco a poco, centrándose en un punto y en sí mismo, comenzó a girar, girar, girar…

– Has perdido la poca cordura que te quedaba -murmuró Leigh.

S.T. terminó de dar el lento giro y se paró de cara a ella. Las nauseas desaparecieron, y la imagen de Leigh solo se movió un par de veces antes de estabilizarse. Su negro pelo caía suelto sobre la camisa de S.T. que llevaba puesta, y su cutis lucía pálido y delicioso.

– Tienes una mirada extraña -dijo ella mirándolo fijamente con expresión adusta-. ¿Te duele la cabeza?

– No son las fiebres -repitió S.T. con impaciencia. Se puso en guardia e hizo un passado, concentrándose en el eje entre su hombro y su rodilla. El movimiento salió mejor, un poco más rápido, y el mareo tan solo fue una sombra de lo que había sentido al girar. Quizá eso era lo que había querido decir el médico. Que se obligara a permanecer mareado hasta que estar quieto de pie le resultara tal alivio que pareciese más sencillo en comparación.