De nuevo ella se limitó a asentir.
– Entonces, ¿qué me dices? -preguntó S.T. sin levantar la vista de la rama.
– Lo pensaré.
S.T. maldijo en silencio la tozudez de aquella joven. No podía cortejarla adecuadamente mientras fuese vestida de hombre o, más bien, de chico. Nadie creería que era un hombre; sin embargo, llamaría la atención si intentaba seducir a un apuesto joven. Parecía tan depravado como el propio Sade.
Pero eso no lo detuvo de momento. Sabía por el comportamiento de Nemo que no iba a aparecer otro ser humano en bastante rato. Intentó pensar en algo agradable y cautivador, pero le pareció que el tipo de frases que le habían salido con tanta facilidad cuando las susurraba en un jardín de rosas a medianoche quedarían un tanto forzadas al gritarlas en medio de aquel viento helado a una joven que llevaba pantalones y tiraba de un burro recalcitrante. En su lugar tuvo que dedicarse a interrogarla, a pesar de que ella no cooperaba demasiado. Tras obtener algunas breves respuestas sobre la localización exacta de su casa, S.T. se quedó unos pasos atrás y asestó al rezagado burro un ligero golpe con la vara que había obtenido tras deshojar la rama. El animal trotó algo más rápido.
– Dime una cosa, ¿cómo conseguiste encontrarme? -preguntó a Leigh.
– Te busqué -dijo ella por toda respuesta-. No eres tan difícil de reconocer como crees.
– Entonces, ¿comenzaste en el norte de Inglaterra y te dedicaste a ir por ahí describiéndome y preguntando por un sujeto con extrañas cejas?
– Todo el mundo sabe que huiste a Francia -replicó ella-. Comencé a preguntar por un hombre de ojos verdes y cabello de reflejos dorados en París.
– Que todo el mundo… -comenzó S.T. a decir, pero se interrumpió perplejo-. ¿Quieres decir que todo el mundo conoce mi vida?
– Solo eran chismorreos. Y en Francia no saben nada del Seigneur de Minuit, pero si te veían te conocían. Tienes un aspecto muy poco habitual, monsieur. Creo que te subestimas. Pregunté en todos los hôtels y auberges y mis pesquisas me condujeron a Lyon, y de allí a La Paire.
S.T. negó con la cabeza.
– Dios bendito, no deberías haber ido tú sola a esos lugares. ¿No te queda familia?
– Unos primos. Les escribí.
– ¿Y aprueban esta expedición tuya?
– Les dije que necesitaba un cambio de aires, y que me iba de viaje por el continente con una amiga de mi madre.
– Vaya -murmuró S.T. con amargura, antes de dar otro golpe al burro-. ¿Y cómo se llama? -preguntó-. El hombre que vamos a matar.
Leigh lo miró y, a continuación, aceleró el paso para igualar el paso rápido del animal.
– Chilton. El reverendo James Chilton.
S.T. la miró, sorprendido.
– Estás de broma.
Ella se limitó a seguir caminando.
– Un reverendo -dijo el otro poniendo los ojos en blanco-. Quieres asesinar a un reverendo.
Como única respuesta, el mistral siguió soplando. Estaba claro que a ella no le había hecho ninguna gracia, y que él era un zopenco sin tacto.
– No es un asesinato -dijo Leigh con un hilo de voz sibilante que estaba en perfecta consonancia con el viento-. Es justicia.
– Explícame por qué no puedes ir al juez a pedir justicia.
– Mi padre era el juez, y el señor Chilton ocupa su puesto ahora.
S.T. levantó la cabeza bruscamente para mirarla.
– ¿Y qué pasa con los demás magistrados? ¿Consienten que un asesino se convierta en uno de ellos?
– Los demás le tienen miedo.
– ¿Tan cobardes son?
– No -respondió Leigh al tiempo que negaba con la cabeza sin dejar de mirar al camino ante ella-. No son cobardes, pero están aterrorizados.
S.T. meditó esas palabras. Eran bastante elocuentes, ya que revelaban una diferencia sutil a la par que crucial. La señorita Leigh Strachan no era ninguna tonta.
– ¿De qué están aterrorizados?
– De lo que les pasó a mis hermanas -contestó ella-. Ellos también tienen hijas.
S.T. apoyó una mano en la grupa del burro y observó a Leigh. Seguía andando a grandes zancadas sin vacilar. El viento agitaba los mechones de pelo que se le habían escapado de la coleta y que le golpeaban el rostro.
– ¿Te da miedo preguntar? -dijo ella, que seguía sin mirarlo-. ¿Crees que no voy a soportar hablar de ello?
– Sunshine… -comenzó a decir S.T. con suavidad.
– No me llames así -dijo Leigh volviéndose hacia él y forzando al burro a que se detuviese de repente-. Te desprecio cuando me llamas así. Pregúntame qué les pasó a mis hermanas.
Intentó tocarla, pero ella retrocedió un paso; luego dio un respingo para evitar topar con la cabeza del burro.
– ¡Pregúntamelo! -gritó.
El viento se llevó sus palabras. Permaneció inmóvil mirando a S.T. mientras asía el cabestro del burro con fuerza.
– ¿Qué pasó? -dijo él en una voz baja e impersonal.
– Encontraron a Anna en la laguna de Watch Hill, que es donde suelen ir las parejas de enamorados. La habían estrangulado. Tenía el vestido abierto y subido hasta la cintura, como una ramera. -Lo miró sin pestañear-. Emily estuvo desaparecida toda la noche. Cuando volvió, no quiso hablar durante semanas, y después empezó a sentirse mal. Vino el médico y dijo que estaba esperando un hijo. A la mañana siguiente apareció muerta en el granero. Se había ahorcado.
Él apartó la vista y miró al suelo.
– Yo la encontré -prosiguió Leigh-, y me alegro de haberla encontrado, ¿entiendes?
S.T. acarició el áspero lomo del burro mientras observaba cómo el viento movía el pelo gris que tenía entre los dedos. A continuación, asintió. Leigh emitió un sonido, una única sílaba inarticulada de desdén; S.T. no logró saber si iba dirigida a él, a los recuerdos o a qué. Quizá no creía que realmente pudiera entenderla.
No había nada que pudiera decir, así que se limitó a dar un golpe al pequeño burro para que prosiguiera, e hizo un comentario intrascendente sobre el camino que todavía les quedaba por recorrer.
Sin preguntarle antes si quería, S.T. llevó agua a Leigh cuando pararon en el fondo de un precipicio de piedra caliza. El mistral rugía entre los arbustos que había sobre sus cabezas y arrancaba, flores silvestres que crecían en las grietas verticales de las alturas. Cuando S.T. se quitó el tricornio, el pelo golpeó su mejilla. Se arrodilló delante de ella, que estaba sentada en una roca, y le ofreció la copa.
– El viento te está quemando el rostro -dijo.
Ella lo miró con una expresión un tanto cínica.
– Da igual.
– ¿No prefieres taparte con un pañuelo?
Leigh se encogió de hombros y bebió. Él todavía ansiaba tocarla y recorrer con sus dedos la enrojecida piel, para aliviarla.
– ¿Estás cansada? -preguntó en su lugar-. Puedo llevar yo al burro si te agota mucho.
– No hace falta -contestó ella en un tono distante que indicó a S.T. que sabía muy bien en qué consistía ese juego y que no le iba a llevar a ninguna parte. Por tanto, decidió ser paciente. Sus propios motivos para lo que estaba haciendo eran un tanto confusos. Quería protegerla, consolarla, pero tampoco se trataba de un impulso del todo inocente. Quería por encima de todo abrazar su cuerpo.
Comieron en silencio.
– Debería terminar de contártelo todo -dijo Leigh de repente-, ya que veo que no te atreves a hacer más preguntas.
S.T. volvió a envolver con cuidado el pan que no se había comido dentro de la servilleta, que ató a continuación.
– Hay mucho tiempo para eso, si te apena recordarlo.
– No -dijo ella con suma frialdad-. Ya que insistes en tomar parte en esto, prefiero contártelo todo lo antes posible. Quizá así te replantees tu decisión.
Él la miró y negó con la cabeza. Leigh le devolvió la mirada durante un instante y después la apartó. Tenía las manos entrelazadas con fuerza sobre el regazo y se dedicó a seguir las evoluciones de un pajarito gris y negro que saltaba entre las oscilantes ramas de un arbusto que había junto al camino. S.T., por su parte, arrancó una brizna de hierba y masticó uno de sus extremos. Vio que ella se balanceaba con un débil movimiento hacia delante y hacia atrás como los arbustos al viento, mientras mantenía los codos muy pegados al cuerpo como si quisiera hacerse lo más pequeña posible.