No lloraba, pero cada músculo de su cuerpo temblaba. S.T. hizo un ligero movimiento para alargar una mano y, entonces, ella se puso en pie de un salto.
– ¡No me toques! -gritó-. ¡Por favor, no me toques!
Se volvió y fue hasta el burro. Una vez allí, comenzó a abrochar y desabrochar frenéticamente las correas de la carga sin motivo alguno. S.T. permaneció donde estaba. Nemo se aproximó a él y se sentó a su lado descansando todo el peso sobre la columna de su amo; luego, le olisqueó la oreja y se la lamió.
– Después nadie quiso hacer nada -prosiguió Leigh con la mirada fija en la silla del burro-. Chilton dio un sermón en la calle sobre el precio del pecado. Mi madre ni siquiera pudo conseguir que se formara un tribunal que juzgara el asesinato de mi padre, porque ningún caballero se atrevió a presentar cargos contra Chilton. Dijeron que había sido una muchedumbre, que no se podía señalar a nadie como responsable directo, y que mi madre se estaba excediendo al exigir que hicieran más, como si ella misma fuese juez. Dijeron… -añadió al tiempo que se le contraía el rostro- que quizá el señor Chilton tenía razón, y las mujeres de nuestro condado debían aprender cuál era el lugar que les correspondía. -Lanzó un gruñido de furia y desesperación, y volvió a manipular las correas una y otra vez-. Mi madre escribió al gobernador, pero nunca recibió respuesta. Dudo que la carta llegara más allá de Hexham. Entonces Emily fue… castigada. Pero de nuevo no había pruebas que demostrasen que el instigador había sido Chilton. Sabe muy bien cómo asustar a la gente, y se las arregló para que nadie hablara. Mi madre creía que podría hacerlos entrar en razón, y fue a ver a todos los magistrados para intentar convencerlos de que actuasen contra Chilton. Entonces encontraron a Anna y la gente comenzó a mirarnos como si fuéramos portadoras de alguna plaga. Los criados se marcharon. El tribunal se reunió y dijo que había sido otro suicidio. Lo siguiente que supimos fue que el nombre de Chilton estaba en la lista para ser nombrado clérigo magistrado en sustitución de mi padre.
Levantó el rostro al viento y S.T. observó su bello perfil.
– Todo aquello ya fue demasiado para mi madre -prosiguió en voz baja-, ella no tenía fuerzas suficientes para poder hacer frente a todo. Me dijo que hiciera el equipaje porque nos íbamos a Londres a vivir con mi prima. Cerró la casa y enganchó ella misma los caballos al carruaje. Yo iba en el interior mientras ella conducía, ya que no teníamos ni cochero. -Se le quebró la voz al tiempo que miraba al cielo y las colinas-. La pobre ya no estaba en su sano juicio, y supongo que yo tampoco ya que no le habría dejado llevar el carruaje. No creo que hubiese manejado jamás un tiro de caballos. Se desbocaron antes de llegar al puente y mi madre salió despedida.
S.T. rodeó a Nemo con un brazo y acarició su espeso pelo.
– Así que ya ves, Seigneur -dijo ella con amargura-, si llegas a Inglaterra, donde se ofrece una recompensa por tu cabeza, y encima te enfrentas a Chilton, todo el mundo, desde la Corona hasta los parroquianos, irá a por ti. No será un único hombre el que intente destruirte.
S.T. se apoyó en Nemo para ponerse en pie. Una oscura sensación de euforia había comenzado a desarrollarse en él, un atisbo de riesgo y apuesta que aún estaba demasiado distante y difusa. El pequeño brillo del peligro avivaba la llama a la vez que su mente y sus emociones se agudizaban; se sentía como si volviese a vivir. Lo deseaba tanto… Era como si hubiese estado tres años dormido.
– Iré -dijo-. Haré lo que sea por ti.
Leigh lo miró con la guardia baja, como si sus palabras la hubiesen sorprendido, pero su rostro recobró al instante la actitud indiferente de siempre y una mueca irónica se dibujó en su boca.
– Te comerán vivo, monsieur.
– No podrán acercárseme tanto.
Ella le dedicó una de esas sonrisas suyas tan desquiciantes y recobró su fría compostura, rechazando todo lo que le ofrecía.
– Maldita sea -masculló S.T. Dio un paso con demasiada rapidez y, tras tropezar con Nemo, perdió el equilibrio y cayó de rodillas mientras el mundo comenzaba a girar turbio a su alrededor.
Leigh lo observó sin expresión alguna en el rostro.
– Ya estás advertido -dijo.
Nemo se mantuvo quieto a su lado tal como le había enseñado, y S.T. se agarró a él. Se sentía como si se descompusiera en pedazos, en una mezcla de orgullo, furia, vergüenza y deseo. El lobo le lamió la mano y se apoyó en su pierna. S.T. respiró profundamente y se incorporó.
– Iré -repitió con tozudez-, porque me necesitas y te amo.
Esas palabras tuvieron un claro efecto en él mismo. Al decirlas sus limitaciones se esfumaron y su viejo mundo volvió a abrirse, con toda la gloria, emoción y pasión de siempre. Quería volver a sentirse vivo y tentar a la fortuna por amor. Lo anhelaba tanto…
– Eres un idiota -dijo Leigh dándole la espalda.
Capítulo 8
El Seigneur comenzó a buscar un vehículo en la ciudad de Digne. Leigh lo observó mientras preguntaba en cada pueblo y cruce al que llegaban, pero siguieron caminando diez días más junto al burro, empujados por la helada furia del mistral, antes de que encontraran nada. Cuando lo hicieron se trataba tan solo de un viejo cabriolé de dos ruedas que descansaba en una calle polvorienta en la que hacía mucho calor después del repentino cese del viento del norte. Finalmente el mistral amainó con la misma brusquedad con que había comenzado; la atmósfera se despejó hasta alcanzar una claridad cristalina y los colores se avivaron hacia un azul intenso y un verde oscuro, mientras las casas de caliza refulgían blancas contra las sombras de aquella angosta calle. Durante esas últimas dos semanas se habían adentrado en el corazón de la Provenza, pasando de las cumbres alpinas a una tierra que por su aspecto bien podría haber sido España o Italia; una cálida tierra de olivos y árboles frutales que ardía bajo el despejado cielo.
Leigh se apoyó en una pared al sol y escuchó cómo el Seigneur regateaba por el carruaje. No podía seguir la rápida conversación, que se desarrollaba en francés y provenzal, pero notó que había una nota de enfado y desesperación en su voz mientras intentaba llevar a cabo el trueque. A ella no le quedaba más que esperar. La calle estaba desierta a excepción del burro, que aguardaba pacientemente con los ojos cerrados y cargado con el equipaje. La pared en la que Leigh estaba apoyada ascendía hasta alcanzar una gran altura y llegar a la joya del pueblo: un grandioso château en estado ruinoso que dominaba la pequeña población, la cual se amontonaba a sus lados. El cálido aire transportaba un aroma a lavanda que envolvía a Leigh, procedente de las plantas salvajes que crecían en los márgenes del camino y por toda la pared.
El dorado pelo del Seigneur relucía bajo el sol, del mismo modo que los brillantes muros contrastaban con las negras profundidades de las sombras. Al lado del taciturno y pequeño lugareño era un rayo de luz, un Apolo exasperado cuya voz resonaba fluida por la desierta calle.
Leigh se dio cuenta de que estaba pendiente de él, por lo que bajó la mirada y la dirigió a otra parte. Volvió a pensar que debería seguir andando y dejarlo allí, como había pensado mil veces desde que habían salido de La Paire. Él no podía serle de ayuda; ya no era el paladín que buscaba, así que lo mejor sería que continuara sola e hiciera lo que debía por sí misma.