– No hay ninguno para él.
S.T. soltó un bufido.
– Él no importar -replicó indignado-. Importar yo. Creo que yo no conocer a ese seigneur malo. Creo que yo no poder ayudar a buscar.
La joven pareció algo desconcertada. El vino estaba empezando a hacerle efecto, ya que el fuego de sus encantadores ojos se había vuelto algo más turbio.
– Mon cher ami -dijo S.T. con gentileza-, volver a casa. Vos no buscar peligro. Ese seigneur absurdo.
Una llamarada de un intenso y gélido fuego volvió a surgir en los ojos de ella.
– No tengo casa.
– Por eso… -dijo él mientras se examinaba la uña del pulgar-, vos buscar. Creo que yo conocer a ese «señor». Oír «medianoche» y «seigneur» y saber clase de hombre ser. Mal hombre. Mal peligro. Él bandolero, ¿no? Huir de Inglaterra como chien, con rabo entre patas, ¿no? Nosotros no querer aquí. Solo hombres buenos. Buenos súbditos. No peligro. No problemas. Ir a casa, mon petit.
– No puedo.
Por supuesto que no. Estaba claro que no iba a deshacerse de ella tan fácilmente, aunque tampoco estaba seguro de querer hacerlo. Observó cómo tomaba de un trago el resto del vino. Al no ofrecerle más, ella misma se sirvió de la nueva botella que había llevado Marc.
– Mon dieu, ¿qué querer, chico? -preguntó S.T. de repente-. ¿Ser criminal? ¿Ladrón? ¿Por qué buscar a ese bastardo?
– No es ningún bastardo -afirmó ella al tiempo que levantaba la cabeza y fruncía el ceño. Cuando volvió a hablar, resultó evidente que el vino ya comenzaba a dificultarle el habla-: Vos no sois él, así que no podéis comprenderlo.
S.T. se frotó la frente, tras lo que dio un profundo trago y se apoyó sobre un codo.
– Es un buen hombre -prosiguió ella elevando el tono de voz. Apuró la jarra y se sirvió más. Bajo el harapiento encaje del puño, su muñeca resultaba conmovedora, tan pálida y delgada-. No es ningún ladrón.
S.T. sonrió con desdén.
– La gente dar joyas a él, oui? Cubrir a él de oro.
La joven torció el gesto y le lanzó una mirada de fuego azul.
– Vos no lo entendéis -dijo olvidándose por completo de su papel masculino, pese a lo cual su verdadera voz tenía una cautivadora y suave ronquera-. Él podría ayudarme.
– ¿Cómo?
– Quiero que me enseñe.
La joven levantó la jarra y bebió. Tuvo que sujetarla con ambas manos, pues ya estaba medio ebria. Cuando volvió a dejarla, se enroscó un mechón de pelo suelto alrededor de un dedo con un gesto tan delicado y femenino que S.T. sonrió. Con suavidad, preguntó:
– ¿Enseñar qué, ma belle?
Ella no reparó en el adjetivo.
– A manejar la espada -afirmó con pasión. S.T. dejó su jarra sobre la mesa con un golpe-. A usar una pistola -añadió ella-. Y a montar. Es el mejor del mundo. Puede conseguir que un caballo haga cualquier cosa.
Contempló con expresión febril a S.T., que estaba negando con la cabeza y maldiciendo para sus adentros. Cuando sus ojos se encontraron, él apartó los suyos de aquella mirada tan intensa y se llevó la mano al pelo en señal de incomodidad.
Pero fue un gran error. Había olvidado que se había puesto la peluca para realizar su incursión al pueblo de La Paire, y esta se deslizaba hacia un lado entre sus dedos, por lo que tuvo que quitársela. Maldijo en francés y lanzó aquel rasposo incordio sobre la mesa. ¡A manejar la espada! ¡Valiente locura! Se apoyó sobre los codos y se pasó las manos por el pelo.
Cuando levantó la cabeza, se dio cuenta de que el error era mayor de lo que se imaginaba. Ella lo estaba mirando fijamente con ojos de borracha.
– Sois el Seigneur -consiguió decir-. Lo sabía. Lo sabía.
– Allons-y! -exclamó él al tiempo que se ponía en pie y la levantaba a ella. Estaba claro que era una de esas mujeres que no aguantaban el clarete. Había rebasado ya el límite de la discreción y en breves instantes se echaría a llorar o realizaría cualquier otra típica hazaña femenina. Quienquiera que fuese y estuviese allí por la razón que fuera, sería poco caballeroso dejarla sola mientras se ponía en evidencia en un lugar público. S.T. agarró la botella de vino, se echó el tricornio a la cabeza y cogió a la joven de la cintura. Esta se acurrucó contra su cuerpo.
– Un jovencito que no sabe beber -dijo con aire de disgusto a Marc al pasar ante él. El tabernero, que llevaba un delantal mugriento, sonrió benevolente.
– No os olvidéis del retrato de mi Chantal -exclamó mientras se marchaban. S.T. levantó la botella medio vacía por todo saludo, sin tan siquiera molestarse en volverse mientras cargaba con monsieur Leigh Strachan.
La dejó durmiendo la borrachera en un granero a las afueras de La Paire y emprendió el camino de regreso a casa. Seguro que muy pronto volvería a verla, tan cierto como que existían la muerte y los impuestos del rey.
El sol se estaba poniendo, y S.T. respiraba con dificultad tras el ascenso, cuando al fin aparecieron las torres en ruinas de Col du Noir ante él, aferradas al precipicio que presidía el desfiladero y perfiladas contra el despejado y fresco cielo. Los patos salieron a recibirle y comenzaron a mordisquearle los pies hasta que les echó un pedazo de pan para que se apartaran. A continuación, se detuvo en el jardín para cavar entre los hierbajos secos en busca de ajos con los que condimentar la cena; tras limpiarse la tierra de las manos en los pantalones, cruzó las puertas con almenas de su castillo y atravesó tranquilamente el patio, en el que crecían por doquier plantas de lavanda silvestre.
Silbó y Nemo surgió de un salto de alguna oscura cavidad en la que estaba escondido. El enorme lobo se enderezó sobre sus patas traseras y le lamió la cara con entusiasmo, tras lo que volvió al suelo para festejar con felicidad su regreso, lo que le valió un buen pedazo de queso. Saltó en círculos alrededor de su amo mientras este subía con dificultad por los irregulares escalones de piedra por los que se entraba al castillo.
S.T. se detuvo en la armería y contempló un enorme cuadro, que ya apenas era visible a la luz del crepúsculo. Mientras Nemo resoplaba en sus botas, dio al retrato de un imponente caballo negro una rápida pincelada en un costado que había perdido lustre.
– Ya estoy en casa, viejo amigo -dijo en voz baja-. Ya he vuelto.
Siguió contemplando el cuadro durante un instante. Cuando Nemo gimió, se volvió bruscamente y se agachó para rascarlo con fuerza. El lobo se restregó contra su pierna mientras gozaba, se agitaba y gruñía de placer ante tantas atenciones.
La cena fue escasa y sencilla: una cazuela de guisado de conejo cazado por Nemo, que compartió con este, junto con lo que quedaba del buen vino tinto de Marc. S.T., sentado frente al fuego de la cocina y reclinado contra la mesa sobre dos de las patas de un taburete de tres, se preguntó si debería intentar plantar vides y si tenía en esos momentos las suficientes ganas de pintar como para encender las antorchas del gran salón. Decidió que no, así que volvió a cavilar sobre el misterioso proceso de la producción de vino, que según Marc era de una complejidad incomprensible. A saber qué cuidados necesitarían las viñas. Bastante tenía ya con quitar las malas hierbas de los ajos. También había algo que siempre se comía los pimientos en cuanto nacían si él no se tomaba la maldita molestia de tumbarse junto a ellos y pasar allí toda la noche.
S.T. suspiró. La luz del fuego titiló sobre los bustos de escayola y los cacharros con pigmentos, formando sombras que hacían que la estancia pareciese llena de una silenciosa multitud en lugar de estar solo ocupada por libros, lienzos y emborronados bosquejos a carboncillo. Se llevó las manos tras la cabeza y contempló las pinturas a medio acabar y los esbozos de esculturas que reflejaban el desorden de lo que había sido su vida esos últimos tres años. Se entregaba a cada nuevo proyecto con gran energía, pero lo único que había terminado desde que estaba allí era el cuadro de la armería.