Выбрать главу

Pero no lo hizo. Permaneció donde estaba, intranquila y malhumorada, sin encontrar ninguna lógica a sus actos pero, al mismo tiempo, sin moverse de allí.

S.T. y el hombre se pusieron en movimiento y aquel, mirando por encima del hombro, le dijo «espera ahí», orden con la que consiguió que Leigh lo mirase furiosa mientras se marchaba conversando con el vendedor. Sin embargo, así lo hizo; esperó junto al burro, ambos igualmente dóciles, parados en aquella calle como si estuviesen atados, del mismo modo que Nemo se había quedado, muy a pesar suyo, debajo de un arbusto a las afueras del pueblo. Estaban todos atrapados por alguna especie de magia inverosímil, una extraña inercia que solo se disiparía cuando él volviera con una palabra dulce y una caricia, con un puñado de forraje y un consuelo susurrado a la oreja del lobo. Para ella tendría esa sonrisa sesgada bajo sus cejas diabólicas.

Él abrazaba a los animales, rodeaba el cuello del burro con el brazo y le rascaba bajo la barbilla, jugaba con Nemo en el suelo y dormía con el lobo acurrucado a su espalda. Pero a ella nunca la tocaba. Leigh pensó que, si lo hiciese, sentiría como si un rayo la atravesara.

De pronto deseó que nunca volviese. Solo era un pobre idiota soñador, romántico y poco fiable.

Una vez S.T. hubo desaparecido por la esquina, Leigh se sentó apoyada en la pared y se sacó del bolsillo el librito que contenía las palabras en inglés que el marqués de Sade no entendía bien. Ella misma no estaba muy segura de algunas pero, de todos modos, en caso de que no hubiese entendido ni una sola frase del texto, las minuciosas ilustraciones que lo acompañaban le habrían dejado bien clara su temática.

Se preguntó con malicia si el Seigneur tendría ese aspecto desnudo. Era de suponer que todos los hombres tenían más o menos el mismo, aunque aquellas imágenes parecían un tanto exageradas. Las examinó con interés. Su madre habría dicho que cualquier conocimiento era valioso, incluso el que aportaba un libro como La obra maestra de Aristóteles. A Leigh le resultó mortificante descubrir lo poco que sabía del tema.

Fue pasando las páginas lentamente sin perder detalle. Algunas de las láminas le parecieron ridículas; otras la sorprendieron, y algunas aumentaron la sensación de intranquilidad que la embargaba, provocándole una molesta agitación mientras las estudiaba. Al contemplar aquellas ilustraciones eróticas, no pudo evitar pensar en el templo en ruinas de las montañas y en el Seigneur.

Solo había estado con un hombre antes que con éclass="underline" un chico al que la excitación había vuelto muy torpe y que le había jurado amor eterno; el muchacho parecía mucho más joven que ella pese a que él tenía diecisiete años y Leigh dieciséis. Hasta intentó que se fugaran, pero ella se negó. Su breve romance terminó en cuanto Leigh quiso que así fuera.

Cuando su madre se enteró de lo que había hecho, fue un momento difícil. Todas sus explicaciones parecieron pobres excusas; todas sus grandes teorías sobre la necesidad de aprender se vinieron abajo ante la severa mirada de su progenitora. Su madre le dijo que ella sabía mucho más del tema, y que lo que ocurría entre un hombre y una mujer era algo sagrado, o al menos debería serlo, así que esperaba que Leigh respetase a sus padres y no se dedicara a buscar otras experiencias prácticas hasta que llegase el momento.

En ese momento, Leigh se sintió avergonzada, demasiado joven y tonta, porque había perdido algo que su madre consideraba muy valioso.

Ahora ya era mayor, y aquella vergüenza le parecía inocente al recordarla. Qué impura se había sentido, mancillada y condenada por un error de la adolescencia, además de disgustada y profundamente humillada tras ser obligada por su madre a recibir lecciones de la comadrona del lugar sobre cosas que no había llegado a entender bien.

Siempre había sido la más fuerte, la más responsable e inteligente, y era admirada por su gran talento al igual que lo era su madre. Había entregado su virginidad porque había querido hacerlo, porque sentía curiosidad, porque una parte de ella, en ocasiones, se rebelaba de forma un tanto voluble contra el estrecho margen de libertad que le imponían su educación, su vida y su condición social. A los dieciséis años no se había dado cuenta del riesgo que entrañaba tal experimento.

La comadrona le enseñó eso, junto a otras cosas que Leigh supuso que ni su madre sabía. Pero no se había olvidado de nada; llevaba en la bolsa las hojas y plantas en polvo que necesitaba para protegerse. Ya no era tan ingenua, y jamás consentiría estar a merced de un hombre como el Seigneur, que hacía promesas de amor con tanta facilidad e irradiaba una sensual lujuria en cada movimiento y mirada.

El pequeño burro levantó la cabeza y soltó un estentóreo rebuzno que despertó ecos por toda la calle. Cuando el escandaloso sonido se apagó, Leigh oyó el ruido de los cascos de un caballo que se acercaba lentamente. Guardó el libro con rapidez y se puso en pie. El Seigneur y el lugareño aparecieron por la esquina llevando un caballo ruano entre ambos. Leigh contempló con escepticismo aquella yegua escuálida. S.T. la miró y se encogió de hombros.

– No hay nada mejor -dijo.

– Tiene cataratas -señaló ella.

– Sí, lo sé -respondió él en el mismo tono irritado-, pero todavía le queda algo de vista.

– ¿Y el precio?

Él la miró con cara de pocos amigos.

– Cuatro luises por el carruaje y la yegua. Puedes intentar regatear tú misma si lo prefieres.

Leigh se volvió en otra dirección.

– No es asunto mío.

S.T. quedó en silencio durante unos instantes. A continuación, dijo algo en dialecto al lugareño. El hombrecillo llevó la yegua hasta el cabriolé y la enganchó a este.

S.T. llevaba las riendas. Tenía la mirada fija en el camino ante él, pues estaba decidido a no mostrar señal alguna del mareo que le provocaba viajar en aquel carruaje que no dejaba de balancearse. Leigh iba sentada a su lado, cogida a un lado del cabriolé para evitar los saltos y torciendo el gesto cada vez que el caballo ciego tropezaba. S.T. hacía como si no se diese cuenta.

Cruzaron el Ródano a la altura de Montélimar y atravesaron una tras otra las extrañas colinas de roca volcánica y negros promontorios de Ardèche. La yegua avanzaba a trompicones por un camino que a veces no era más que un sendero rocoso. Siempre que S.T. pudiera concentrarse e impedir que el vehículo lo zarandease, no tendría demasiados problemas para controlar el malestar. En más de una ocasión tuvo que bajarse y guiar al caballo por tramos muy agrestes. Para distraerse comenzó a adiestrar a la yegua mientras conducía el carruaje, para lo que llevaba ambas riendas en la mano izquierda entrelazadas en los dedos de manera que el menor tirón que diese enviara una señal al animal. Al mismo tiempo canturreaba en voz baja un sonido ascendente y descendente que precedía a las indicaciones de las riendas y le ayudaba a entenderlas mejor. La pequeña e invidente yegua era lista y, tras tomarse algún tiempo para aceptar el sonido y el olor del lobo que la seguía, comenzó a calmarse y a responder con bastante presteza a dichas indicaciones; así, giraba ligeramente a la izquierda en respuesta a un tono bajo, y a la derecha cuando se trataba de otro más alto. A menudo se movía antes de que S.T. tirara de la rienda. Este se alegró al comprobar que sus indicaciones parecían ayudar a la yegua a avanzar por el difícil camino. En lugar de tener que tirar de ella y desequilibrarla para evitar las rocas y obstáculos que iban surgiendo, con lo cual en ocasiones tropezaba cuando reaccionaba con demasiada lentitud, su voz actuaba como una indicación más sutil que provocaba una respuesta inmediata de la yegua y le permitía evitar los escollos antes de topar con ellos. Al cabo de media jornada, el animal ya avanzaba con arrojo sin apenas tropezar; llevaba continuamente las orejas echadas hacia atrás para captar mejor las señales. Cuando el camino se transformó en un tramo liso más ancho de reciente construcción, pudo comenzar a trotar sin complicaciones.