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Nemo seguía al cabriolé con aspecto decidido y contento porque estaban cubriendo terreno. Era por el lobo por lo que S.T. había escogido ese camino secundario en vez de la transitada vía principal que pasaba por Lyon y Dijon. El recuerdo de las bestias devoradoras de hombres de Gévaudan, acusadas de matar a sesenta personas una década atrás, seguía muy vivo en toda Francia. Nemo nunca se dejaría ver por extraños si podía evitarlo, pero cuanto más solitarias fuesen las tierras que atravesaban, más fácil le sería encontrar cobijo. De todos modos, S.T. aún no se sentía con fuerzas para pensar en qué podría ocurrir si llevaba al lobo al corazón de la poblada Francia.

Al anochecer consideró que habían recorrido casi tres veces la distancia que habrían hecho a pie. Le dolía la espalda por la tensión de ir sentado haciendo fuerza para contrarrestar el movimiento del carruaje, así como la cabeza. Justo a las afueras de Aubenas detuvo el cabriolé y miró a Leigh. La noche era muy fría.

– ¿Te gustaría que te sirvieran la cena en una mesa como Dios manda? -le preguntó.

Ella levantó las cejas en señal de sorpresa.

– Qué idea más original -replicó.

S.T. bajó del carruaje y llamó a Nemo. El lobo apareció jadeando tras haber realizado alguna batida por los alrededores; después de saltar sobre un macizo de retama, saludó a su amo con fervor. Este lo llevó hasta unos pinos que había en un margen de la carretera y buscó hasta encontrar un tronco caído que parecía adecuado. Se arrodilló y, con agujas de pinos y tierra, formó un lecho para el lobo, que, tras hacer una serie de círculos y dar golpes con la pezuña, finalmente se tumbó satisfecho y se tapó la nariz con la cola mientras miraba a S.T. Él le hizo la señal de que no se moviese de allí. Nemo levantó la cabeza. Su amo se marchó sabiendo que el animal lo seguía con la mirada pero sin apartarse de su improvisado refugio. No estaba totalmente seguro de que Nemo permaneciera allí hasta que regresase a por él, pero esperaba que el entrenamiento sirviera de algo, a menos que apareciese otra distracción irresistible como la manada que había conseguido que Nemo se alejase de Col du Noir.

Volvió al carruaje sacudiéndose el polvo de las mangas. Una vez dentro del vehículo, respiró profundamente para intentar frenar la extraña sensación que se apoderó de él en cuanto el cabriolé se puso en movimiento. Leigh lo miró de reojo.

– ¿Cómo te encuentras? -le preguntó.

No tenía intención de admitirlo ante ella. Ni pensarlo. En su lugar, forzó una amplia sonrisa.

– Hambriento. Seguro que hay alguna posada en Aubenas.

Leigh lo miró atentamente. Él se limitó a volver a adoptar una expresión seria y seguir conduciendo.

Como todas las posadas francesas, la Cheval Blank era oscura y sucia, pero les prepararon una mesa bastante decente. Fue Leigh quien pidió la cena: soupe maigre, carpa y perdiz asada, todo acompañado de lechuga, cardo, pan de trigo y mantequilla. S.T. pudo comprobar que, tras semanas alimentándose tan solo de pan moreno y queso, a la joven le resultaba muy agradable aquella comida.

Pero él no estaba tan contento. El mareo no acababa de desaparecer. Permaneció todo el rato sentado muy quieto, y tan solo comió la sopa y el postre, compuesto de galletas y manzana, junto con algo de vino. Ni siquiera consideró que valiese la pena quejarse por la cuenta de diecinueve libras -una cantidad desmedida que equivalía a todo lo que se habían gastado en comida desde que habían salido de La Paire – que tuvo que pagar. Lo hizo sin decir palabra y se bebió el café mientras miraba por la ventana a la oscuridad.

– ¿Te encuentras bien? -le preguntó Leigh de pronto.

La miró durante un instante y apartó la vista.

– Sí.

– Quizá deberíamos pasar aquí la noche.

– Como quieras -contestó él con indiferencia.

– Desde luego prefiero una cama a echarme en el suelo. ¿Estaba bueno el vino?

S.T. volvió a mirarla, esta vez con más atención y una ceja un poco arqueada.

– Bastante bueno, gracias.

– ¿Tendrán aquí un tablero de ajedrez?

– ¿Tablero de ajedrez? -repitió él mientras se echaba hacia atrás-. Parece que estás volviendo a una actitud más amigable.

Leigh apartó la mirada al instante.

– Solo ha sido una idea que se me ha pasado por la cabeza.

S.T. se volvió y dijo algo al posadero. La variante dialectal de aquella zona hizo que tuviese algunos problemas para hacerse entender pero, tras numerosas preguntas y respuestas en las que recurrieron al francés, a los movimientos de manos y a constantes repeticiones de «Échiquier, monsieur? Mais oui, échiquier!», finalmente apareció ante ellos un tablero muy ajado. Mientras hablaba con el posadero, S.T. comenzó a sentirse mejor. Cuando volvió a sentarse con la caja que contenía las piezas y una vela, miró a Leigh con una sonrisa.

– ¿Con qué quieres darme una paliza, con las blancas o con las negras? -le preguntó levantando ambos puños.

Tras dudar un instante, ella eligió la mano izquierda. S.T. abrió el puño, que ocultaba un peón negro.

– Qué siniestro -comentó-. Creo que ya voy ganando incluso antes de empezar.

– Un caballero dejaría que yo abriese el juego… -comenzó a decir Leigh, pero se interrumpió antes de terminar.

– ¿Un principiante? -dijo él con supuesta inocencia, a sabiendas de que su acompañante había estado a punto de usar su condición de dama como prerrogativa.

– La persona más joven -corrigió ella.

– Creo que no soy tan vetusto.

– Pero eres mucho mayor que yo.

– Tengo treinta y tres años, lo cual no me hace coetáneo de Noé -dijo él mientras colocaba un caballo blanco en su casilla-. Ahora, por decir esa insolencia, me temo que voy a tener que darte tu merecido. -Cogió las demás piezas y comenzó a ponerlas en su lugar-. Por cierto, no debes preocuparte por si alguien entiende el inglés aquí. Ni siquiera entienden bien el francés.

S.T. hizo la jugada inicial moviendo el peón de la reina. Leigh se concentró intensamente en el tablero. No tardó mucho tiempo en darse cuenta de que había retado a un jugador experimentado, pero los movimientos que hacía S.T. eran tan incomprensibles que le resultó muy difícil juzgar su auténtica destreza. El resto de la posada se fue oscureciendo y vaciando mientras jugaban; solo su vela arrojaba un halo de luz sobre la mesa, haciendo que las sombras de las piezas se alargasen sobre el tablero. El Seigneur se reclinaba en la silla entre cada movimiento con las manos juntas sobre el chaleco y una expresión serena. Conforme fue avanzando la partida, Leigh se dio cuenta de que estaban bastante igualados como jugadores. Cuando la estudiada estrategia de ella se fue haciendo más patente, el juego de S.T. comenzó a ser más rápido e incluso caprichoso, lo cual parecía indicar con toda seguridad que no las tenía todas consigo. Leigh prosiguió con su táctica hasta que lo acorraló.

– Jaque -dijo ella.

S.T. se echó hacia delante y se apoyó sobre una mano.

– Jaque mate -murmuró al tiempo que movía un alfil. Leigh se hundió en la silla-. Los vejestorios tenemos que aprovechar todas las victorias que se pongan a nuestro alcance -añadió a modo de disculpa. Leigh no dijo nada, tan solo se mordió el labio, contrariada. S.T. la miró, todavía con la mejilla apoyada en la mano, y sonrió-. Solo te falta algo más de práctica, Sunshine. Y ser un poco menos previsible.