Leigh lo miró a los ojos. De pronto, como una repentina llama que se encendiera, sintió la intensa presencia física de él; su cuerpo relajado en la silla con el brazo descansando distendido sobre la mesa, mientras la luz de la vela enfatizaba la curvatura ascendente de sus cejas y salpicaba sus pestañas de dorado. Tras la intensa concentración en la partida, aquella mirada íntima la cogió por sorpresa, y durante unos momentos pareció recorrer sus venas con arrobado frenesí. Se sintió extrañamente frágil y vulnerable y supo lo distinto que podría haber sido todo en otro tiempo y en otro lugar: él se habría vuelto y la habría cautivado con una mirada desde el otro extremo de un alegre salón de baile; le habría mandado una invitación silenciosa a través del lujo y refinamiento de la estancia que habría significado una tentación a dejarse llevar y entregarse a él.
Era un mundo prohibido de loca pasión y romance en el que cabalgaría a medianoche con ese señor fugitivo de la justicia y absorbería toda la vitalidad que él rebosaba. Leigh habría aceptado la invitación gustosa. Solo pensarlo se le hizo un nudo de anhelo en la garganta. Deseó que él hubiese aparecido mucho antes en su vida, cuando aún podía sentir.
Mientras, S.T. seguía sentado en silencio. Su leve sonrisa la había atravesado, la había herido con su ternura, como una dulce nota que vibrase en el silencio de la noche provocando una alegría demasiado intensa para que el corazón la soportase. Aquello la aterrorizó. Se sintió como si estuviese al borde de un precipicio que se desmoronara, y supo lo fácil que sería dejarse caer por él. Contrariada, se sentó más erguida en la silla y adoptó una mueca de sorna.
– ¿Y qué quiere monsieur como premio? -preguntó.
S.T. tardó en entenderla. Había estado contemplándola hundida en la silla mientras sonreía por la expresión de pena que había puesto tras haber perdido. Al parecer la pequeña tigresa, agazapada sobre el tablero con su férrea mirada y su encantador ceño, había llegado a creer que iba a ganarle. En un principio le habría respondido que quería un beso, y casi estuvo a punto de hacerlo, pero la mueca fría y desdeñosa de los labios de Leigh tras hacerle la pregunta tuvo un abrupto y brutal efecto en él. Sintió que estaba siendo manipulado y despreciado de nuevo, que Leigh estaba utilizando y pervirtiendo deliberadamente lo que sentía por ella, para convertirlo en una mera transacción mercantil, en una profanación y un ataque deliberado contra su cuerpo. A S.T. se le torció el gesto.
– Nada -contestó al fin mientras se levantaba bruscamente de la mesa-. Pide una habitación -dijo en voz baja y hostil-. Yo dormiré fuera.
Leigh observó cómo se agarraba al marco de la puerta para no perder el equilibrio antes de cerrarla de un portazo tras él. Agachó la cabeza y miró fijamente la mesa casi sin poder respirar. No tenía más remedio que dejar que jugara con ella, que coqueteara e intentara conquistarla, que la utilizase como a una prostituta. Cualquier cosa con tal de que no volviese a mirarla con aquella expresión de ternura. Eso era algo que ella no se podía permitir en esos momentos; aún no podía, y tal vez no podría nunca.
La yegua descansaba tranquilamente en el establo con la nariz metida en el abrevadero vacío. S.T. le acarició las orejas a la luz de una lámpara de sebo mientras apoyaba un hombro en la pared. El animal asintió con suavidad al notar el contacto y relinchó. S.T. le pasó una mano sobre los ojos nublados para ver si parpadeaba. Parecía que todavía podía ver algo, pero en un par de meses las cataratas la cegarían por completo. S.T. recorrió su cuello con la mano.
– ¿Qué va a ser de ti, chérie? -preguntó con dulzura-. ¿Quién va a querer una yegua ciega? -Le acarició el lomo-. ¿Y quién va a querer a la triste reliquia de un bandolero? Ella no, desde luego. -Se apoyó en la yegua y le rodeó el cuello con un brazo-. Es todo muy complicado. Yo quiero servirla, pero lo único que hace ella es escupirme a la cara, porque no cree en mí.
Frunció el ceño mientras seguía acariciando el descuidado pelo del animal, que se frotó la barbilla contra el borde del abrevadero.
– ¿Y qué puedo hacer? -murmuró-. ¿Le demuestro que aún sirvo para algo?
Puso muy despacio las manos sobre el lomo de la yegua y, con un rápido movimiento, se impulsó hacia arriba y le pasó una pierna por encima; tuvo que agarrarse a la crin en cuanto todo empezó a darle vueltas. Casi se cayó por el otro lado. Durante un largo instante se mantuvo aferrado al cuello del animal como un niño que monta en su primer poni, con el rostro hundido en la larga crin. La yegua se quedó quieta tras abrir más las cuatro patas para contrarrestar la extraña postura de S.T., el cual fue incorporándose lentamente.
– Estoy hecho todo un cavalier, ¿verdad? -musitó-. ¿Y qué sabéis vos de la alta escuela, madame? ¿Podéis hacer una courbette, o una capriole?
Le acarició el cuello y sonrió con amargura imaginándose a esa pobre y torpe yegua levantándose de pronto sobre sus patas traseras como si fuese a saltar por el aire haciendo la courbette o, más absurdo aún, ejecutando una capriole, para la que tendría también que saltar hacia delante al tiempo que echara las patas traseras hacia atrás, en el que era el ejercicio ecuestre más espectacular y difícil.
– Ojalá hubieses podido ver a mi Charon antes de quedarte ciega -le dijo-. Te habrías enamorado, pequeña campesina. Era todo un corcel, hermoso y negro como la brea. El gran favorito de las damas. -Se inclinó hacia delante y le dio unas palmadas a ambos lados-. Lo echo mucho de menos. Dios mío, fíjate en qué me he convertido, Charon, amigo mío. Creo que he vivido demasiado tiempo.
A modo de experimento, apretó la pierna contra el costado izquierdo de la yegua. Esta no reaccionó y siguió buscando algún resto de trigo en el comedero.
– Menuda ignorante estás hecha, chérie -dijo mientras le daba un tirón en la parte inferior de la crin-. Aunque la verdad es que hoy has llegado hasta aquí bastante bien, así que voy a tener que enseñarte algo más. A ver, ¿qué debería saber una yegua ciega? Quizá te gustaría aprender a hacer una reverencia como es debido. Sí, ¿qué te parece si cultivamos tus modales para que seas digna de inclinarte ante el rey?
El animal soltó un relincho contra la caja de madera.
– Mais oui.
S.T. se cogió al cuello de la yegua y desmontó con cuidado. Tras soltar la cuerda, sacó al animal del cubículo en el que estaba metido para empezar la primera clase. Cuando terminó, la lámpara se había apagado hacía tiempo; habían trabajado a ciegas. Consideró que era una situación bastante apropiada, porque así podía realmente darse cuenta del mundo en que vivía la yegua. El pobre animal ya había tenido una dura jornada de trabajo, así que no intentó enseñarle toda la pirueta en una única sesión, sino que se limitó a que aprendiese la señal para mover la pata delantera. A continuación, le dio algo más de trigo y volvió a atarlo en su cobertizo.
Durmió en el patio, sentado en el cabriolé con la capota de cuero echada para guarecerse del rocío. Cuando ya estaba bien avanzada la noche, el carruaje comenzó a traquetear y a balancearse con gran agitación. S.T. se despertó y descubrió a Nemo intentando subirse a su regazo. Gruñó y cambió de postura mientras el lobo se dejaba caer sobre sus piernas, tras lo cual le lamió la barbilla, suspiró y se acomodó; su cola y una pata quedaron colgando del concurrido asiento.
Justo al amanecer, el lobo se despertó de repente y se puso en pie, clavando las garras en el estómago de S.T. Este se quejó aún medio dormido y le dio un empujón, pero Nemo ya estaba saltando a tierra. Un grito de mujer interrumpió la tranquilidad matutina. S.T. se despertó sobresaltado y, lanzándose hacia delante, se cogió a la parte delantera del cabriolé y saltó de él. A la tenue luz del alba vio a una chica descalza de ojos negros en la puerta del establo que gritaba en dialecto: «¡Un lobo! ¡Padre, ayudadme, venid, por favor! ¡Un lobo, padre!». S.T. la sujetó de los hombros.