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Leigh dirigió la yegua hasta el árbol, cuyas hojas amarillentas y grandes ramas proporcionaban algo de cobijo frente a la helada llovizna. S.T. se levantó del asiento y tras bajar de la calesa dejó una sensación de frío allí donde su cuerpo había estado en contacto con el de ella. Fue junto a la yegua.

– ¿Tienes hambre? -preguntó al animal, que levantó el hocico y asintió en perfecta imitación de una respuesta afirmativa.

Sorprendida, Leigh miró alternativamente a ambos. S.T. dio a la yegua unas palmaditas en el cuello sin mirar a la joven. Ella frunció el ceño y, al cabo de un instante, bajó del cabriolé. Luego se estiró y, dando la espalda a S.T., comenzó a coger provisiones de la bolsa.

Tenían bien organizada la rutina de cada mediodía. Después de cubrir a la yegua con una manta, S.T. fue a la parte trasera del cabriolé a sacar al impaciente Nemo. Una vez libre, el lobo realizó una alegre danza y corrió por el camino, levantando agua de los charcos. Volvió a toda velocidad al oír el silbido de su amo y comenzó a dar saltos en el aire cada vez que él levantaba el brazo. El lobo caía a tierra con un chapoteo y giraba rápidamente sobre sí mismo para volver a saltar.

Sin poder evitarlo, Leigh los observó mientras se alejaban por el camino jugando a atrapar castañas. Daba gusto ver cómo el lobo se precipitaba por el aire en busca de los objetivos con la boca abierta, enseñando sus largos colmillos, hasta cogerlos con un chasquido que Leigh podía oír pese a la distancia. Varias veces el Seigneur hizo un movimiento con la mano y Nemo se tumbó en el suelo. Entonces ambos se miraban durante un rato; luego, S.T. volvía la cabeza a izquierda o derecha y el lobo salía corriendo en esa dirección. En una ocasión en que Nemo desapareció entre unos arbustos, el Seigneur comenzó a caminar despreocupado por el camino hasta que el lobo emergió de su escondite y, ante las melodramáticas muestras de sorpresa de su amigo, gimió y retozó encantado.

Leigh se apoyó en la calesa. Miró con ojos borrosos la estera de hojas amarillas secas que había a sus pies. Se enjugó los ojos enfadada y buscó las medicinas dentro de su bolsa, de la que sacó un vial de colirio que había preparado con unos polvos de lapis calaminarius, agua de rosas y vino blanco. Fue junto a la yegua y, tras retirarle las anteojeras, le aplicó dos gotas con una cánula en cada ojo. Cuando vio que el Seigneur, que estaba a bastante distancia en el camino, se volvía hacia ella, recogió todo rápidamente y se dispuso a guardarlo.

Un extremo de su cuaderno de bosquejos sobresalía de su bolsa. Mientras ataba la bolsa de medicinas, Leigh observó la gastada tapa. A continuación, volvió a mirar a Nemo, que seguía saltando lleno de alegría y agitando su espesa capa de pelo mientras su amo le lanzaba castañas.

Leigh pasó los dedos por el cuaderno y se mordió el labio hasta que, de pronto, cogió la libreta. S.T. siempre llevaba consigo carboncillo y lápices para los pequeños dibujos de casas, árboles y ancianas campesinas que iba haciendo conforme avanzaban y que nunca se molestaba en terminar. Leigh se sentó en el reposapiés de la calesa y, tras abrir el cuaderno, pasó rápidamente las acuarelas hasta llegar a las páginas en blanco del final. Tenía el cabo de un lápiz entre los dedos.

Miró fijamente la hoja, de color blanco sucio. Había en ella un antiguo manchurrón, la marca de su propio pulgar que había dejado en alguna ocasión en que la había conmovido determinada escena. No recordaba de qué se trataba; tal vez un cumpleaños, o alguna tarde mientras tomaban el té. Cualquiera de las pequeñas cosas y momentos que dibujaba cuando quería perpetuarlos para el futuro.

Alzó el lápiz y apoyó la punta sobre el papel. Pensó durante unos instantes en el lobo, en su contorno, en el sombreado que sería más adecuado. Pero nunca le salía bien, porque no era más que una aficionada… Juntó los labios, que le temblaban, y, de pronto, agarró el lápiz con el puño y lo restregó sobre el papel con movimientos muy violentos. Apretó los dientes a la vez que presionaba cada vez más la punta del lápiz sobre la hoja; el resultado fue un negro manchurrón que no representaba nada. Su mano parecía tener voluntad propia, y no dibujaba, sino que atacaba, apaleaba y violaba aquella página en blanco, rasgándola a grandes tajos. Leigh oyó su respiración agitada; sollozaba mientras seguía inclinada sobre el cuaderno y contemplaba a través de sus llorosos ojos su extraña obra. No se detuvo hasta que hubo desgarrado la página en feos jirones que colgaban de las tapas como harapos. Entonces miró el lápiz y sus manchadas manos y, tras ponerse en pie, lanzó el cuaderno lo más lejos que pudo.

Se volvió y se apoyó en el arañado y gastado lateral de la calesa jadeando como si hubiese estado corriendo, o como si hubiese escalado y gateado hasta llegar a la cima de una montaña. Juntó las manos y se las llevó a la boca mientras todo su cuerpo temblaba. Aspiró en repetidas ocasiones hasta que comenzó a respirar con mayor normalidad. La fuerza que se había apoderado de todos sus músculos la abandonó, y pudo volver a moverse y pensar. Cerró los ojos durante un largo instante hasta que oyó de pronto los jadeos del lobo, que pasaba a cierta distancia de ella, los abrió y levantó la cabeza para localizar a S.T. Quería darse la vuelta y echar a andar, pero esperó sin moverse mientras él llegaba a un charco del camino, en cuyas aguas embarradas yacía la mitad del cuaderno.

S.T. no la miró. Tras limpiar un poco por encima las pegadas hojas mojadas, fue separándolas y secándolas con la manga de la levita. El listado de los fugitivos en el que figuraba su nombre estaba tirado a unos metros; también lo secó, además de cortar con mucho cuidado las partes hechas jirones con la ayuda de su estilete. Después juntó todos los pedazos deteriorados y los tiró al charco. Luego fue a la calesa y metió el cuaderno en su propia bolsa, donde lo guardó con mucho cuidado entre sus camisas; utilizó algunos de sus faldones para separar las páginas más húmedas. Finalmente, cerró la bolsa.

Seguía sin mirar a Leigh, y sin decir nada. Si lo hubiera hecho, ella se habría roto en mil pedazos a causa de la angustia. Pero no dijo nada, gracias a lo cual ella pudo contenerse.

Tampoco hablaron mientras comieron; lo hacían casi todo sin cruzar palabra. Leigh estaba sentada en la calesa, mientras que él se había apoyado en el castaño con Nemo a sus pies. Hacía trío y estaba todo muy tranquilo, ya que no había ningún tráfico en el camino. El lobo apoyó la cabeza sobre sus húmedas pezuñas y dormitó.

Cuando S.T. terminó de comer, fue junto a la yegua y le quitó el saco de comida que le colgaba del hocico.

– ¿Ha sido la comida de madame de su agrado? -preguntó al animal, que asintió con la cabeza de forma exagerada.

– Se lo has enseñado a hacer -dijo Leigh en tono cortante para que él no creyese que semejante truco infantil la había sorprendido. La yegua volvió a asentir-. Pero no acabo de entender cómo lo has hecho -añadió ella.

S.T. acarició la frente del animal.

– Bah, en cuanto me enteré de que hablaba inglés, fue muy fácil entablar conversación.

– Muy gracioso -dijo Leigh con sarcasmo.

El Seigneur sonrió ligeramente.

– Me alegro de que te haya gustado -dijo mientras doblaba la manta.

Tardaron cinco agotadores días más en llegar a Ruán, donde se hospedaron en la Pomme du Pin. Esa noche Leigh fue con sigilo al establo antes de retirarse a su habitación. Llevaba su equipo médico para echar más gotas a los ojos de la yegua, por más que, tras quince días, dudaba que el tratamiento estuviese haciendo efecto. Nunca había llegado a creer que lo hiciera, pero tampoco quería pensar en lo que sería de aquella pobre y fiel criatura cuando llegaran a la costa.