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Era un poco más tarde de la hora en que solía hacer esa visita nocturna. Por lo general esperaba a que el Seigneur partiera en busca de cualquier muchacha con la que entretenerse esa noche. Entonces desaparecía al terminar de cenar el breve tiempo que tardaba en administrar las gotas y, a continuación, subía directamente a su habitación. Pero, esa noche, tras cenar en la mesa común, el hijo de doce años de un matrimonio inglés que también se alojaba en la posada había propuesto a Leigh jugar una partida de ajedrez. S.T. había tenido la bondad de asegurar al chico que ella era muy buena jugando, y había propuesto una extravagante apuesta: una bolsa de bombones contra su tarro de cerezas en almíbar de Orleans. Al final, Leigh perdió, pero al menos esa vez lo había hecho a propósito. Después, de eso hacía ya un rato, el Seigneur desapareció como era su costumbre en busca de diversión.

Leigh cogió una lámpara de la posada, pero vio que, por una grieta de la puerta del establo, salía una rendija de luz que caía sobre los adoquines. Sobre los tejados de las casas, las asimétricas torres de la catedral lucían su oscuro esplendor gótico contra el cielo mientras sus campanas llamaban a la última misa del día. Leigh llegó a la puerta con el aliento helado por culpa del frío.

Un aluvión de risas y palabras en francés salieron del establo. Dentro, un pequeño grupo de mozos de cuadra estaban reunidos en la zona abierta de los compartimientos para los caballos rodeando a la yegua ruana, que estaba sentada sobre su grupa en el centro. Sentada en sentido literal, con las patas delanteras despatarradas delante de ella y la cola extendida sobre el suelo de arcilla. Leigh se detuvo en el umbral y dejó la lámpara en el suelo. Nadie se percató de su presencia, y menos aún S.T. Uno de los mozos hizo una pregunta en voz alta, y la yegua asintió vigorosamente. El reducido público congregado rió a grandes carcajadas. El animal se asustó pero, antes de que pudiese ponerse en pie, el Seigneur le dio unos golpecitos en la grupa con una fusta mientras murmuraba «Non, non, à bas, chérie». La yegua volvió a sentarse soltando un bufido equino. S.T. le frotó las orejas, le dio una galleta y le dijo cosas bonitas en francés. A continuación, dio un paso atrás.

– A-vant! -exclamó. La yegua se levantó con gran esfuerzo, pero recibió más halagos y aplausos a cambio.

Mientras los espectadores le hacían todo tipo de comentarios, el Seigneur levantó la cabeza y vio a Leigh. Sonrió y movió a la yegua hacia ella. El caballo ciego alargó una de las patas delanteras y se agachó sobre una rodilla en lo que venía a ser una impecable reverencia. Todos los mozos volvieron a aplaudir.

Mientras contemplaba las expresiones alborozadas de aquellos hombres, Leigh se dio cuenta de lo que había hecho S.T. Había entrenado a la invidente yegua para que adquiriese más valor y se convirtiera en un preciado bien cuando antes solo era un estorbo. En ese momento el animal se levantó y, estirando el hocico, mordisqueó el tricornio del Seigneur; a continuación, cogió el ala del sombrero con sus largos y amarillentos dientes y se lo quitó de la cabeza. Lo agitó arriba y abajo ante los gritos de júbilo de los mozos de cuadra.

Leigh bajó la mirada. Estaba sonriendo sin poder evitarlo.

– Muy bien -dijo en voz baja.

S.T. inclinó la cabeza y, mientras frotaba las orejas de la yegua con vigor, dedicó a Leigh una sonrisa. Luego recogió el sombrero, volvió a ponérselo y dio las riendas del animal a uno de los mozos.

– ¿Qué te trae por aquí tan tarde? -preguntó acercándose a Leigh-. Pensaba que ya estarías calentita en la cama.

Ella se encogió de hombros y se apoyó junto a la puerta al tiempo que escondía la bolsa tras la espalda.

– Me apetecía tomar un poco el fresco.

– Ven conmigo -dijo S.T. saliendo al exterior-. Quiero mostrarte algo.

Desapareció entre las sombras. Tras vacilar un instante, Leigh lo siguió. En el rincón más oscuro del patio, bajo el muro del callejón, S.T. se detuvo y se volvió, provocando que Leigh chocase con él, momento que aprovechó para deslizar un brazo por su cintura y cogerle la bolsita. Al principio ella se resistió por puro instinto, pero terminó por soltarla.

– He estado curándole los ojos a la yegua -dijo en tono de desafío, ahora que sabía que él había encontrado un remedio mejor para el animal.

S.T. cogió la bolsa con delicadeza, sin que ella pudiese ver qué hacía con ella, y volvió a rodearla con un brazo.

– Ya lo sé, ma bonne fille.

La respiración de Leigh comenzó a agitarse.

– Calla -susurró con aspereza-. Te aseguro que no soy tu niña buena.

– Muy buena y dulce -dijo S.T. inclinándose más sobre ella-. Muy dulce. -Le rozó la sien con los labios-. Muy, muy dulce.

– No sigas -dijo Leigh. Le sorprendió notar que le temblaba la voz. Sentía el cuerpo de él muy cerca sin poder verlo, como si la oscuridad fuese real y llena de calor-. Ahora no.

S.T. la cogió por los hombros. Susurró su nombre y le besó la comisura de los labios. A continuación, cerró los labios sobre los de ella para extraer el rico placer que escondía su negro y frío interior. Durante un instante Leigh se apoyó en él dejando que la sujetara; durante un instante dejó que su ardor y su ansia prevaleciesen. S.T. deslizó los brazos más hacia abajo para abrazarla con más fuerza.

– Je t'aime -murmuró, antes de besarla con mayor intensidad-. Te necesito. Te quiero. Te adoro.

Leigh no pudo seguir resistiendo aquella mezcla de pasión, ira y dolor que sentía mientras estaba allí temblando entre sus brazos. Puso las manos sobre el pecho de él y consiguió zafarse de un empujón. S.T. la cogió por el codo.

– Suéltame -dijo la joven entre dientes-, o te mato.

– ¿Un duelo con pistolas al amanecer, monsieur? -replicó él en voz fría y baja-. ¿Cuándo vas a comprarte un vestido y poner fin a toda esta farsa?

– Cuando a mí me plazca -contestó ella apartando el brazo de un tirón-, no a ti.

S.T. no hizo ademán de volver a abrazarla. Leigh permaneció inmóvil, muy tensa y con los puños apretados, mientras luchaba contra la sensación que ardía por todo su cuerpo.

– Leigh -dijo él desde la oscuridad-, no te vayas.

Se puso aún más tensa.

– ¿Acaso no has encontrado otra diversión para esta noche? Supongo que sí quieres aliviar tus necesidades, tendré que…

– ¡No, no lo digas! -exclamó él con furia-. No lo hagas. -Comenzó a moverse y, tras pasar por su lado, se detuvo y se volvió-. Toma tus medicinas -dijo poniéndole la bolsa en la mano-. Puede que el colirio le sirva de algo.

– Puede -repitió ella, tras lo que añadió en voz más baja y contenida-: pero no es nada en comparación con lo que has hecho por la yegua al enseñarle esos trucos. -Le puso una mano en el brazo-. Gracias.

Él se quedó quieto sin decir nada; su silueta se recortaba contra las luces de la posada y su aliento helado y brillante rodeaba su cabeza. Leigh no podía verle la cara.

– Dios, vas a volverme loco -dijo al fin. Lanzó una áspera risa mientras se marchaba.

Cuando alcanzaron la costa, vendieron la yegua en Dunquerque. Tras pasar unos cuantos días buscando posibles compradores por la ciudad, S.T. entregó el caballo a su nuevo dueño, un gitano anciano y tuerto al que acompañaba un perro con manchas y que quedó muy satisfecho con la compra. Confiaba que la yegua estaría bien cuidada y alimentada gracias a sus recién aprendidas habilidades.

Leigh no llevó muy bien tener que separarse del animal. Después de aquella noche en Ruán, había dejado tanto de curarle los ojos como de darle a escondidas ciertos caprichos de los que S.T. siempre había estado al tanto. Agasajar subrepticiamente a la yegua con una manzana o algún dulce no ayudaba a su programa de entrenamiento pero, de todos modos, había dejado que lo hiciera. Cuando Leigh dejó de darle esas golosinas, de acariciarla, de hablarle o incluso de mirarla, S.T. casi deseó que volviese a hacerlo y, con su indulgencia, siguiera alterando la estricta disciplina que él había impuesto a su pupila.