Выбрать главу

La mañana que la entregó al gitano, Leigh se marchó un rato antes alegando que tenía cosas más interesantes que hacer que estar allí, y dejó a S.T. esperando en los muelles de Dunquerque con las riendas de la yegua en la mano. Leigh no miró atrás ni una sola vez mientras se alejaba. Tras comprobar que la yegua era llevada a su nuevo establo, S.T. se dirigió a una tienda del puerto para hacer algunos recados personales. Una vez dentro del establecimiento, miró hacia los muelles. El agua brillaba en marcado contraste con el oscuro interior de la tienda. Un pequeño carro tirado por un perro pasó por delante de la puerta. Leigh seguía sin aparecer. S.T. se miró la palma de la mano, en la que sostenía el colgante de plata que lo había impulsado a entrar allí. Tenía forma de estrella, con un pequeño diamante de imitación en el centro. Se rascó la oreja y miró al comerciante.

– Cent cinquante -dijo este con marcado acento flamenco.

– Le diable! -S.T. se rió y dejó el colgante sobre el mostrador-. Cinquante -dijo con firmeza-, y, por ese precio, no estaría mal una cinta también.

– ¿De qué color? -preguntó el hombre al tiempo que abría un cajón y sacaba un arco iris de cintas de raso-. Un colgante como ese no puede salir por menos de cien. Es de plata. Regardez… ¿de qué color son los ojos de ella, monsieur?

S.T. sonrió.

– Del color de los mares del sur, o del cielo al atardecer. Cincuenta y cinco, mon ami. Estoy enamorado, pero soy pobre.

El vendedor le mostró una serie de cintas de color zafiro.

– Qué bonito es estar enamorado -dijo-. Lo entiendo. Noventa y os regalo la cinta.

S.T. hizo sus cálculos. Después de cambiar el dinero que le había reportado la yegua, le quedaban ciento veinte libras, que equivalían a cinco guineas inglesas. Pero todavía tenía que pagar el alojamiento y los pasajes para cruzar el canal de la Mancha, para los que tendría que sobornar a algunos contrabandistas.

– Ochenta y cinco, monsieur -ofreció el tendero-, y os doy una cinta a juego con cada uno de los bonitos vestidos de la señora.

La sonrisa se borró de la cara de S.T. Durante todas las semanas que había atravesado Francia en compañía de Leigh Strachan, no había tenido tan siquiera el privilegio de verla lucir un solo bonito vestido. Negó con la cabeza.

– No puedo permitírmelo. Me llevo solo la navaja de afeitar.

– Sesenta, señor -dijo rápidamente el hombre-. Sesenta por el alfiler, la navaja y la cinta de color zafiro. Dunquerque es un puerto franco y no hay impuestos, pero no puedo hacer más.

S.T. volvió a mirar hacia el exterior mientras repiqueteaba con los dedos sobre el mostrador.

– La peste -suspiró-. Bien, de acuerdo, me lo llevo.

– Sus ojos azules brillarán como las estrellas, monsieur. Os lo prometo.

– Certainement -replicó S.T. con sorna. Pagó, se metió el paquete en el bolsillo del chaleco, junto con el recibo que acreditaba la compra de una mercancía libre de impuestos, según pedían las autoridades francesas, y salió de la tienda. Se quedó quieto durante un momento mientras contemplaba el mar y los botes que se balanceaban delante de las tiendas pulcramente pintadas y de las casas de tejados flamencos. El frío del norte lo hizo tiritar. Todavía estaba muy vivo en él el recuerdo de su última travesía del canal. Volvió a entrar en la tienda para preguntar dónde había un apothicaire.

Leigh se reunió con él un cuarto de hora más tarde, justo cuando S.T. salía de la botica. Le costaba creer que nadie se parase a mirar a aquella hermosa mujer vestida con ropas de hombre, ya que a él el disfraz le resultaba muy evidente. Con el pelo empolvado y recogido en una coleta, el azul de sus ojos parecía más intenso. Andaba con mucha mayor gracilidad que cualquier jovenzuelo desgarbado de dieciséis años. Antes de irse le había pedido el estoque, pero S.T. se había negado. No sabía utilizarlo, y no tenía mucho sentido dejar que se convirtiese en blanco fácil de una pelea por llevarlo. Leigh miró el paquete que él tenía en la mano.

– ¿Qué has comprado? -le preguntó con su ronca voz impostada.

La joven tenía la irritante habilidad de hacer que S.T. se pusiera enseguida a la defensiva.

– Unos higos secos -contestó mientras ajustaba sin necesidad el anillo del cinto de la espada.

– Ah, bueno, higos -dijo ella honrándolo con una leve sonrisa-. Lo decía por si le habías comprado alguna medicina a ese curandero charlatán.

S.T. la miró con gesto de sorpresa.

– ¿Charlatán?

– He estado antes, porque me quedaba poca sabina, y he visto que tiene los polvos de digital confundidos con los de magnesia, y que el llantén se está poniendo mohoso. Ese es de los que dan a un paciente belladona cuando lo que quieren es administrarle la variedad inofensiva. Pero la fruta parecía que estaba bien. ¿Me das uno?

S.T. agitó el paquete en la palma de la mano.

– Bueno, no son higos exactamente… -La miró con los ojos entrecerrados-. ¿Estás segura de que es un charlatán?

– Has comprado medicinas, ¿verdad?

– ¿Y tú te has comprado una falda? -contraatacó él.

– Eso ahora no viene al caso. ¿Qué has comprado? No quiero que te mediques con nada de esa tienda. No es seguro.

– Cuidado, Sunshine, o pensaré que te preocupa mi bienestar.

Ella soltó un ligero bufido de sorna.

– No le daría nada de una botica como esa ni a un caballo de tiro.

– Menos mal. Muchas gracias. Por un momento me lo había creído.

Se dio la vuelta y comenzó a andar. Leigh lo alcanzó al instante.

– ¿Para qué quieres las medicinas? Deberías habérmelo dicho.

– ¿Dónde están tus ropas nuevas? No veo ningún paquete. No veo vestidos, ni sombreros, ni echarpes, y encima esa maldita levita tuya está cada vez más raída, ¿no crees?

Leigh frunció el ceño sin replicar nada. S.T. sabía que quería reprenderlo por nombrar artículos femeninos en plena calle, pero no se atrevía. La cantidad de forasteros que había en Dunquerque hacía que el inglés ya no fuese una lengua segura para comunicarse entre ellos como lo había sido en los pequeños pueblos franceses. Sin embargo, S.T. dejó que sufriera en silencio y, tras hacer una señal al carro de una lechería, pagó al granjero para que les permitiera subir entre los baldes vacíos de leche y los llevara fuera de la ciudad. Realizaron el trayecto en absoluto silencio. Al cruzar la aduana, S.T. enseñó el recibo al oficial y le murmuró algo. No le habría parecido mal que los registrasen, si eso servía para que se revelara de una vez por todas que Leigh era una mujer, pero pudieron proseguir sin tener que pasar por ese trance.

Cuando estaban a kilómetro y medio de Dunquerque por la carretera de la costa, donde la arena blanca salía volando de las dunas para extenderse en pálidas franjas sobre el camino, S.T. bajó de la parte trasera del carro. Leigh hizo lo mismo y retrocedió unos pasos para unirse a él. El buey y el granjero continuaron su marcha ajenos a su ausencia.

Caminaron a lo largo de un dique hacia un grupo de casas y edificaciones anejas que había a cierta distancia del camino. Al aproximarse, un perro ladró. Al momento apareció un chico vestido con pantalones bombachos y medias largas a rayas que fue corriendo a recibirlos.