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– El lobo está despierto, monsieur -dijo en rápido francés mientras andaba hacia atrás por delante de ellos-. Os está esperando. Maman me dio un hueso de ternera para que se lo comiera, pero os prometo que no metí los dedos por los barrotes, monsieur. ¿Vais a sacarlo ahora? ¿Vais a dejarme que lo acaricie otra vez? Creo que le gusto.

S.T. se tiró del labio inferior como si estuviese meditando la respuesta.

– Te ha lamido la cara, ¿verdad? No te la lamería si no le cayeras bien.

El niño rió y miró de soslayo a Leigh con cara seria.

– Pero a monsieur Leigh no le lame la cara.

S.T. se agachó y dijo al niño con un susurro perfectamente audible:

– Eso es porque monsieur Leigh es un tarambana. ¿No te has dado cuenta de que siempre se está riendo?

La miró mientras lo decía, pese a que no estaba seguro de que ella entendiera aquellas palabras en francés. El niño se metió un dedo en la boca y se echó a reír. Miró a Leigh con los ojos muy abiertos y se cogió de la mano de S.T.

– Creo que monsieur Leigh da más miedo que el lobo -le dijo con timidez. Luego volvió a animarse-. Maman dice que mi padre ha dejado para vos un mensaje muy importante. Enviará el bote cuando haya marea alta, así que debéis estar esperando en el Petit Plage con todas vuestras cosas. Está después del último dique. Yo os llevaré hasta allí.

– ¿Y cuándo sube la marea?

– Después de que oscurezca esta noche. Maman ha dicho que ella os dirá cuándo tenéis que iros. Dice que primero tenéis que comer. Vamos a tomar un bochepot de oreja de cerdo y añojo. Lo ha hecho para vos. Y ha preparado jamón y panecillos para que os los llevéis en el barco. ¿Creéis que al lobo le gustarán los panecillos?

– Creo que le gustarían mucho más las excepcionales salchichas de tu madre.

– Se lo diré -respondió el chico, antes de echar a correr hacia la granja.

– Seguro que te encuentras una libra de salchichas atadas con encaje de Brujas sobre la almohada -murmuró Leigh.

– ¿Estás celosa? -preguntó S.T. sonriendo-. Es una mujer muy atractiva, ¿no te parece?

– Lo único que me disgusta es que le esté poniendo los cuernos al pobre y confiado père mientras él está fuera de casa trabajando.

– En ese caso tal vez no debería ser tan confiado. Tal vez debería ir a casa más a menudo y sin apestar a pescado.

Leigh enarcó una de sus oscuras cejas.

– ¿No tienes ningún remordimiento?

– ¿Por qué, Sunshine? ¿Por besar la mano de una dulce femme en agradecimiento a lo bien que nos ha tratado? Te aseguro que eso es lo único que he hecho.

– Está medio enamorada de ti -afirmó Leigh al tiempo que daba una patada a una piedra embarrada del sendero-. Menos mal que está cambiando el viento. Apenas llevamos dos días aquí, y tiemblo solo de pensar que tuviéramos que quedarnos una semana.

S.T. se detuvo y la miró con una leve sonrisa dibujada en el rostro.

– No sabía que concedieses tanto poder de seducción a mi encanto personal.

– Eso está más que claro -alegó ella-. No has hecho más que romper corazones desde que salimos de la Provenza.

– Pero el tuyo sigue sin inmutarse, por lo visto, así que, ¿qué otra cosa puedo hacer sino tontear con alguna demoiselle de vez en cuando? Es algo totalmente inofensivo.

Leigh lo miró fijamente a los ojos.

– No creo que lo sea tanto cuando pasas toda la noche con ellas.

– Ah -exclamó S.T. adoptando una actitud más seria- ¿Y de verdad crees que puedes mostrarte remilgada conmigo en esta cuestión?

– Ya sabes cuál es mi postura al respecto -contestó ella con frialdad-. Puedes satisfacer tus necesidades conmigo, así que no veo por qué tienes que hacer que todas esas jóvenes se enamoren de ti, solo para demostrar que eres capaz de conseguirlo.

– No pretendo demostrar nada. ¿Desde cuándo es asunto tuyo dónde duerma yo o deje de dormir?

– Me siento responsable de ti.

S.T. la miró atónito e indignado.

– Le ruego que me perdone, mademoiselle, pero ya estoy crecidito, y no necesito que ninguna mocosa se haga cargo de mí.

– Ah, ¿no? ¿Y quién se va a hacer cargo de esa estúpida esposa cuando su marido la eche de casa por acostarse con otro hombre? Son una familia. Estás jugando con algo muy valioso, y ni siquiera eres discreto. Supongo que en una posada da igual; no te he dicho nada desde que salimos de Aubenas pero, en una casa particular como esta, te aseguro que resulta extraño que digas que vas a dar un paseo después de cenar y vuelvas al amanecer.

– Ah, ¿sí? ¿Y a quién le resulta tan extraño? ¿Al niño? Lleva ya rato dormido cuando salgo. ¿Al marido? Ni siquiera hemos visto aún al pescador en persona. Está demasiado ocupado con sus redes y olores para ocuparse de su pobre y abandonada mujer. A ti es a quien le resulta extraño. Conque una valiosa familia… -Lanzó una carcajada iracunda-. Aunque, claro, supongo que debería aceptar tu mayor experiencia en el tema, ya que yo no sé mucho de eso. Así, ¿cuál va a ser mi castigo? ¿Otras seis semanas de mal humor y malas caras? ¿Es eso a lo que tú llamas «satisfacer mis necesidades»? Dios mío, tanta felicidad me abruma.

Leigh apartó el rostro; sus mejillas se habían sonrojado levemente.

– Me da lástima esa mujer -dijo-. Sí, está sola y es débil. ¿Por qué tienes que aprovecharte de ella?

– Solo la he hecho reír, la he llamado guapa y le he besado la mano junto al fuego de la cocina. Eso es todo. En cuanto a todas esas horas disolutas después de medianoche, las paso con Nemo y no con alguna mujer ardiente, y te aseguro que lo lamento. Saco a pasear a Nemo y dejo que corra libremente cuando hay menos posibilidades de que algún fornido caballero del lugar le dispare para proteger a la población. No soporto que tenga que estar encerrado en esa maldita jaula, ¿lo entiendes? Dios, ¿de verdad creías que me pasaba el día durmiendo en la calesa porque había estado entregándome a todo tipo de perversiones cada noche? Si vas a dedicarte a espiarme, sería conveniente que lo hicieras mejor y te enteraras bien de las cosas antes de acusarme de algo.

Leigh permaneció inmóvil, mirándolo fijamente, mientras los intensos colores de su silueta se recortaban contra el sombrío cielo.

– Desde luego que me encantaría acostarme con ella -añadió S.T., furioso-. Tiene sangre caliente en las venas, cosa que no puede decirse de ti.

Leigh levantó los hombros y los echó hacia atrás muy rígida.

– ¿Eso te ofende? Pues me alegro -dijo S.T.

El rubor de las mejillas de Leigh estaba mucho más encendido.

– Te ruego que me perdones -dijo en voz muy baja y fría-. Estaba equivocada.

La agitada respiración de S.T. hizo que el frío aire se helara alrededor de su cara mientras la veía alejarse. Dobló el paquete de papel que llevaba en el bolsillo y lo estrujó. Cuando Leigh ya estaba casi en la entrada de la granja, la llamó, pero ella no se volvió. El perro que estaba encadenado comenzó a ladrar, pero Leigh tampoco le hizo caso. S.T. tomó aliento y corrió tras ella pero, cuando llegó al patio, ella ya había desaparecido en el interior de la casa. El niño salió corriendo y le suplicó que le dejase acariciar a Nemo y darle un poco de pescado ahumado.

S.T. miró por encima de él hacia la casa. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para relajar las manos. Era un bruto y un bastardo. Sabía de sobra qué era lo que había vuelto a Leigh tan fría, pero la forma en que ella lo trataba, con esas constantes pullas y desprecios pese a sus múltiples intentos por ganarse su admiración, era algo que no soportaba. Al cabo de unos instantes dio media vuelta y siguió al chico hacia el granero.