Capítulo 10
S'.T. creía que estaba preparado para cruzar el canal, pero no era así. Todas esas semanas previas dando botes mareado en la calesa, en la que al menos podía concentrarse en el inmóvil paisaje, no habían sido nada en comparación con el horror de la litera de un barco que se movía sin cesar en medio del mar picado. Mientras todavía podía pensar, deseó haberse tomado los polvos que había comprado al apothicaire farsante. Si hubiese muerto por ingerirlos, habría sido mucho mejor.
No podía ver. Si abría los ojos, su visión oscilaba y ampliaba cada bandazo del barco hasta que parecía tener todas las entrañas en la garganta. Estaba cogido con fuerza a la barandilla de madera que tenía a un lado de la litera. No dejaba de tragar aire, en un intento de llenar lo suficiente los pulmones para poder pensar. Era como si una enorme mano lo estuviese apaleando y apretando con una fuerza inconmensurable. Ya había arrojado lo poco que había comido incluso antes de dejar el pequeño bote y abordar el barco de los contrabandistas, y solo le quedaba en el interior una intensa sensación agónica que le oprimía el estómago, el pecho y la cabeza.
Oyó cómo se corría la cortina de la litera. Algo le tocó con delicadeza la mejilla y la sien; olió un dulce aroma que era de agradecer tras toda aquella pestilencia a humedad del barco. Volvió la cabeza e intentó hablar, pero solo pudo emitir un gruñido entrecortado.
– Respiras demasiado rápido -dijo Leigh, que se apoyó contra el mamparo y volvió a enjugarle el rostro con el agua de esencia-. Intenta calmarte.
S.T. le cogió la mano con tanta fuerza que le hizo daño, pero ella se mantuvo firme mientras él jadeaba. Estaba intentando obedecerla; expulsaba aire violentamente y se quedaba un momento quieto, pero entonces volvía a inhalar con frenesí.
– Más despacio -dijo ella con suavidad-. Aún más despacio.
– No puedo -consiguió decir S.T. mientras tragaba compulsivamente y volvía a respirar con violentos estertores.
Leigh no sabía qué más hacer por él. Ya había puesto en práctica todo lo que su madre le había enseñado. Un rato antes había intentado convencerlo para que tomase una infusión de raíz de helecho, que había preparado con gran dificultad en cubierta usando una cacerola llena de carbón, pero S.T. no había conseguido tragar ni el primer sorbo.
Se oyeron pisadas de botas en el corredor. El capitán de la pequeña nave contrabandista apareció detrás de Leigh y miró por encima de su hombro hacia la litera.
– Maldita sea -murmuró-. He visto a muchos ponerse malos, pero nunca había visto a nadie ponerse así. ¿Estáis seguro de que se trata tan solo de un mareo?
El Seigneur abrió los ojos. Parecía intentar concentrarse en un punto, pero su cabeza no dejaba de moverse con las sacudidas del barco y, en lugar de quedar fijos en Leigh o en el capitán, sus ojos giraban como si estuviese observando el vuelo en círculo de una mosca sobre sus cabezas. Ella le acarició la frente, que tenía empapada de sudor.
– No te esfuerces -susurró-. Cierra los ojos. No hace falta que digas nada.
S.T. emitió un gemido muy apagado que casi se perdió entre su convulsa respiración. Estaba tranquilo en comparación con la multitud de pasajeros mareados que lloraban y gimoteaban a los que Leigh había tenido oportunidad de observar en su primera travesía a Francia, a bordo de un paquebote que llevaba correo. Sin duda S.T. estaba más tranquilo, pero también mucho más enfermo. Tenía el mismo aspecto que cuando le daban los mareos en el camino; la piel blanca y sudorosa, y la boca muy cerrada para luchar contra las náuseas. Pero en cubierta se había puesto aún peor, hasta el punto de que no había podido controlar sus extremidades y se había desplomado lentamente sobre una rodilla agarrándose a la pierna de ella. Llevarlo abajo a la litera del capitán no lo había reanimado; yacía allí pálido, jadeando y padeciendo arcadas pese a que no tenía nada que arrojar, cada vez que intentaba mantener los ojos abiertos.
– No comprendo por qué ha llegado a estos extremos -comentó Leigh, que seguía acariciándole la cara-. Claro que, según tengo entendido, la intensidad de este tipo de mareos varía de acuerdo a quien lo padece.
– Qué palabras más bonitas y bien dichas -se burló el capitán-. Así que sois un joven caballero bien educado. -Observó la mano de Leigh un momento e hizo una mueca-. ¿Sois su mancebo?
Leigh cesó las caricias. S.T. se volvió a un lado con un fuerte quejido.
– No pongáis mala cara, a mí me da igual -dijo el capitán-. Como digo siempre, vive y deja vivir. Creo que incluso a mí podría gustarme un mozalbete guapo. -Levantó a Leigh un mechón de pelo que le había caído sobre la oreja-. Me gustan las mejillas suaves.
Ella se llevó la mano a la daga que ocultaba bajo la levita pero, antes de que pudiera sacarla, el Seigneur hizo de pronto un brusco movimiento y el capitán se abalanzó sobre la litera arrastrado por su mano, que le tiraba del chaleco.
– Es mío -gruñó entre violentos jadeos con una voz bronca que impresionaba. Se había incorporado un poco en la litera, y sus dientes brillaban muy blancos en medio de la penumbra mientras retorcía el chaleco. Uno de los botones se soltó y, tras golpear contra la barandilla, cayó al suelo.
– Vamos, hombre -dijo el capitán-, estáis enfermo.
– Pero no estoy muerto -volvió a gruñir el Seigneur.
El capitán consiguió zafarse y sonrió.
– Pues nadie lo diría, porque parecéis un cadáver.
– No lo toquéis… -dijo S.T. con voz temblorosa y con los ojos cerrados-, u os arranco el corazón.
– Sí, ya, mirad cómo tiemblo. Estoy hecho un manojo de nervios -bromeó el capitán mientras se agachaba para recoger el botón-. De todos modos, ahora no tengo tiempo para nada. Ya está Cliff End a la vista. -Se incorporó y guardó el botón de perla en el bolsillo del chaleco-. No pienso acercarme más, así que ya podéis coger a vuestra bestia de circo y bajar a tierra en el bote de las mercancías como mejor podáis.
Cuando finalmente llegó a la playa, S.T. cayó de rodillas y metió la cabeza entre las piernas. Además del ruido de las olas al romper en la orilla, oía voces a su alrededor: las de los contrabandistas, que hablaban entre susurros, y la de Leigh dando instrucciones en voz baja sobre Nemo y el equipaje. Alguien tiró a su lado las dos espadas, cuyas vainas de metal percutieron contra las piedras. Intentó volver la cabeza pero no pudo.
Lo único que quería era estarse muy quieto. Aquel suelo duro era una maravilla. Le había salvado la vida. Apretó la frente contra una fría piedra con desesperada gratitud. Leigh le habló por encima de la cabeza.
– Dicen que aquí cerca hay un carro. Podemos ir en él con el equipaje hasta que nos aproximemos a la ciudad.
S.T. intentó aclarar su ofuscada mente y concentrarse en lo que le decía.
– ¿Qué ciudad? -consiguió decir con un exabrupto.
– Hemos desembarcado cerca de Rye.
Él se estiró totalmente sobre la playa, sin importarle que los guijarros se le clavaran en el pecho.
– Déjame dormir -murmuró-. Solo quiero dormir…
– Se van a ir sin nosotros. No pueden arriesgarse a que aparezcan oficiales.
– Sunshine -dijo S.T. consiguiendo articular esa palabra en medio del intenso estupor que padecía-, no puedo subir a ese carro.
Incluso en su estado, no dejó de percibir, aunque fuese vagamente, la derrota que implicaba esa afirmación. Seguro que ella lo abandonaría; nunca había querido que la acompañase y ahí estaba él, sin tan siquiera poder moverse. Lo dejaría ahí tirado por ser un idiota que solo era capaz de estar tumbado boca abajo en el suelo sin poder levantarse. Estaba atrapado en Inglaterra. Por nada del mundo volvería a subir a bordo de un barco, por nada en absoluto. Antes prefería que lo ahorcasen.