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– Maldito seas -le dijo Leigh en voz baja-. No quiero esperar.

«Sí, maldito sea -pensó él admitiendo su derrota. Cerró una mano sobre un redondo y liso guijarro inglés y añadió para sus adentros-: ¿Qué hago aquí?»

Los ruidos se sucedían a su alrededor, pero no tenía fuerzas para pensar. Perdía la conciencia a cada momento para volver a despertar al poco, mientras las botas de los contrabandistas que cargaban barriles de coñac rechinaban sobre las piedras y los caballos resoplaban bajo la fría brisa marina. En una de las ocasiones que volvió en sí, los sonidos llegaron más distantes y, a la siguiente vez, ya no oyó ninguno, salvo el constante romper de las olas. Una estrella pendía del horizonte como una linterna solitaria. S.T. parpadeó en el intento de mantener los ojos abiertos, pero el letargo lo arrastró a su tentador vacío.

Lo primero que vio cuando volvió a abrir los ojos, justo cuando comenzaba a amanecer, fue la jaula de Nemo. El lobo le observaba desde el interior. Bueno, por lo menos Leigh no se lo había llevado. Claro que eso tampoco era ninguna sorpresa porque, a menos que quisiera sacar unas cuantas coronas por él vendiéndolo a algún circo ambulante, un lobo amaestrado le sería aún de menos utilidad que un bandolero inútil.

Permaneció tumbado con la cara sobre el brazo mientras lo embargaba una profunda tristeza. Al final de la playa vacía vio un cabo que brillaba sutilmente entre el gris perla del mar y el cielo. Había bajado la marea. Un ave marina de cabeza negra pasó casi rozando los guijarros como una estela sobre la oscura extensión de piedra. Tras grandes vacilaciones, S.T. se arriesgó a levantar la cabeza. Se concentró en el acantilado y se puso en cuclillas. Nemo gimió y golpeó los barrotes de la jaula con las garras.

– Calme-toi -murmuró su amo-. Ya voy.

Consiguió sentarse sin sentir ningún efecto pernicioso. Le resultaba bastante extraño tener la cabeza tranquila después de la prolongada agonía de la travesía del canal. Se puso en pie con el tipo de movimiento que siempre hacía que su equilibrio flaquease; sin embargo, fue relativamente bien. De hecho, comparado con todo el horror que acababa de soportar, el mundo parecía estar totalmente quieto y estable a su alrededor.

La bruma matutina lo hizo tiritar. Cuando apartó el oído bueno del mar, el sonido del oleaje se hizo muy lejano. Miró a su alrededor para ver si le habían dejado algo de abrigo y, de pronto, vio a Leigh sentada sobre una roca a la sombra del acantilado. Estaba despierta y lo observaba con las rodillas levantadas y la barbilla apoyada sobre los brazos cruzados. Su sombrero descansaba junto a ella en la roca. No sonrió ni le dio los buenos días -amabilidades a las que, por otro lado, tampoco era muy aficionada-; únicamente siguió mirándolo con expresión torva.

– ¿Y ahora qué? -preguntó.

Su oscuro pelo caía suelto sobre sus hombros. La luz del amanecer suavizaba el color de sus mejillas, otorgándoles un delicado tono entre crema y rosáceo. S.T. no pudo contenerse, y dejó que una sonrisa se formara en su boca.

– Me has esperado.

Leigh contempló el mar durante un largo instante sin decir nada. A continuación, se encogió de hombros.

– Tú tienes el dinero.

S.T. intentó que aquellas palabras no lo desanimaran. Recordaba vagamente su dulce voz y las friegas aromáticas en medio de la pesadilla del barco. Leigh se incorporó y fue hasta él.

– ¿Y ahora qué hacemos?

La pregunta podía entenderse como una concesión a la autoridad de él o como un reto cargado de ironía. S.T. prefería lo primero y decidió interpretarla así.

– Pues echaremos a andar, encontraremos transporte y llegaremos a la ciudad de Londres.

Leigh levantó las cejas, perpleja.

– ¿A Londres?

Nemo arañó los barrotes con furia mientras gemía. S.T. se acercó y abrió la puerta de la jaula. El lobo salió de un salto y lo saludó con agradecimiento; luego corrió hasta la base del blanco acantilado y comenzó a marcar aquel nuevo territorio.

– Es muy peligroso -dijo ella-. ¿Y si te reconocen?

S.T. soltó un resoplido sarcástico.

– Sí, seguro que me delatan a cambio de la gran recompensa de tres libras. Eso no me preocupa, milady. -Se agachó para recoger las espadas y se colgó el estoque de la cadera-. Creo que voy a convertirme en un rico excéntrico que está haciendo un viaje a pie para observar a las golondrinas.

Miró al mar y al cielo mientras se apoyaba con elegancia en la espada como si fuera un bastón de dorada empuñadura.

– ¿Y qué pasa con Nemo?

– ¿Con Nemo? -Levantó unos anteojos imaginarios y la miró a través de ellos-. ¿Te refieres a mi pintoresco sabueso? Es un monstruo extraño, ¿verdad? Medio ruso. ¿Sabías que los zares los usan para cazar lobos? -Silbó al animal, que acudió corriendo. Comenzó a jugar alegremente a sus pies hasta que una leve indicación de mano hizo que se agazapara expectante y lloriqueara. S.T. se sacó un pañuelo invisible del puño y lo olió con mucho estilo-. ¿Quieres acariciarlo? Es del todo inofensivo, aunque me temo que es bastante tímido con las damas.

– Nadie se tragará eso. Estás mal de la cabeza.

S.T. dejó caer la mano con la que sostenía el pañuelo.

– Me atrevería a decir que, si tú puedes pasar por varón, yo desde luego puedo fingir que soy un personaje con algunas rarezas.

– ¿Y qué quieres que sea yo, tu «mancebo»?

La miró fijamente mientras se apoyaba en la espada.

– Creo que ni siquiera sabes qué significa eso, Sunshine.

– No soy tan tonta -dijo ella haciendo un gesto con la mano para quitar hierro al asunto-. El capitán adivinó quién era pese al disfraz y me tomó por tu querida.

– No exactamente -la contradijo S.T. con una sonrisa. Se dio cuenta enseguida de que ella no le iba a dar el gusto de demostrar curiosidad, lo cual estaba muy bien porque, si era cierto que había ciertas depravaciones que no conocía, no iba a ser él quien le diese una instructiva charla sobre sodomía. Parecía tan joven, de pie ante él con esas ropas de hombre y las piernas abiertas; tan pendiente de todo, tan seria y virginal…

– Limítate a no ir repitiendo esa palabra por ahí, ma petite -dijo S.T. al fin-. Es un delito que se castiga con la horca.

Leigh frunció el ceño ligeramente, revelando una confusión que a él le resultó encantadora. Parecía que todo el asunto escapaba a su comprensión. Por mucho que ella pensase que sabía lo suficiente de las maldades mundanas, y dondequiera que las hubiese aprendido, estaba claro que la educación que había recibido no era tan completa como quería hacerle creer. S.T. comenzó a revisar sus planes originales y a pensar dónde podría dejarla a salvo mientras él hacía una visita a sus viejas guaridas favoritas de Covent Garden.

– ¿Cómo estás? -le preguntó ella de pronto-. ¿Te encuentras mejor?

– Bastante bien, gracias. -Era tal el alivio de que la tierra no se moviera bajo sus pies que ni siquiera sentía el malestar habitual-. Muy bien, la verdad, pero creo que me mantendré alejado del agua el resto de mi vida.

Leigh inclinó la cabeza con el ceño ligeramente fruncido. Estaba muy seria y muy hermosa.

– ¿Era por eso por lo que fuiste a la botica? -dijo-. Si llego a saber lo mal que ibas a ponerte, te habría preparado una pócima para que te la tomases antes de zarpar.

S.T. llamó a Nemo y se arrodilló sobre una pierna para acariciarlo. Conque le habría preparado una pócima… Seguro que no habría servido de nada. No le cabía la menor duda, después de la cantidad de gotas, píldoras y jarabes que había tomado en los últimos años. Lo que de verdad necesitaba era algo muy distinto: un afrodisíaco, un filtro de amor, una mixtura que derritiera el hielo de Leigh y la llenase de pasión antes de que él terminara de perder la cabeza. La capacidad para sentir amor parecía seguir latente en el interior de la joven. A veces lo notaba cuando la sorprendía mirándolo. Claro que, si él consiguiese volver a ser lo que había sido en tiempos, no necesitaría pócimas de amor. Acarició la gruesa capa de piel de Nemo.