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– Las pociones no me hacen nada -dijo.

– ¿Estás seguro? A lo mejor…

– ¿Acaso crees que no lo he intentado? ¿Acaso no me han visto infinidad de médicos? Ninguno sabe qué me pasa; la mitad de ellos nunca ha visto algo así, y la otra mitad me prescribe leche de asno y agua de brea y dice que se me pasará al cabo de unas pocas semanas. Bueno, pues no se me pasa, y ya llevo tres años así.

– Tres años -repitió ella en voz baja.

– Sí, tres años. A veces estoy mejor y a veces peor; va por rachas. A veces me siento casi del todo bien, como ahora, siempre que tenga cuidado. Pero entonces vuelvo la cabeza o hago un movimiento brusco y todo se pone a girar como una noria. -Se encogió de hombros-. Y me caigo, como has podido comprobar.

Leigh lo miró. Tras ella una multitud de aves marinas volaban sobre el acantilado.

– Y es por eso por lo que huiste, ¿verdad? -dijo lentamente.

S.T. se rió con amargura.

– Tendrías que haberme visto cuando crucé a Francia. -Soltó un fuerte bufido-. Tuvieron que llevarme a tierra firme entre varios, y tardé dos días en poder levantarme. Y esa vez no soplaba viento. El mar estaba como una balsa. No pienso volver a subir a bordo de un barco en la vida. Nunca más.

– ¿Qué te provocó eso? -preguntó ella con interés.

– No hace falta que me mires como si lo hiciese todo mal, maldita sea -le espetó S.T.-. Fue en una cueva en la que me había acorralado una milicia gracias a la declaración de la traidora señorita Elizabeth Burford. Hicieron estallar una fuerte carga de dinamita en la entrada; mató a mi caballo. -Se le contrajo el rostro al recordarlo-. A mí no me alcanzó nada, solo el sonido -añadió mirando a Nemo-. El estruendo me provocó un intenso dolor de cabeza e hizo que me sangrara el oído. Me mareaba cada vez que intentaba incorporarme, o andar, o mover la cabeza. -Respiró profundamente y volvió a levantar la barbilla, desafiante-. ¿Puedes arreglar eso? ¿Puedes preparar una pócima que me devuelva el oído? -dijo con voz más crispada, pese a que él había intentado que sonara normal-. Porque estoy sordo del oído derecho, por si no te habías dado cuenta.

Ella lo miró con expresión muy seria. S.T. pudo comprobar que pasaba de la sorpresa a la furia conforme iba atando todos los cabos.

– Maldita sea -murmuró él al tiempo que agachaba de nuevo la mirada y sujetaba la gruesa capa de pelo del lobo entre los dedos.

– ¡Tendrías que habérmelo dicho! -exclamó Leigh, iracunda.

– Vamos, no me vengas con esas. Si no fuiste capaz de darte cuenta por ti misma, ¿por qué tendría que habértelo dicho yo? -replicó S.T.

Ella dio un paso atrás y abrió los brazos.

– ¿Que por qué tendrías que habérmelo dicho tú? -gritó-. No alcanzo a comprender cómo pretendes seguir con esto. ¿Te pasa algo más que no me hayas dicho? Por el amor de Dios, así no puedes serme de ninguna ayuda. ¿Para qué has venido? ¡Márchate! Esto no es más que una farsa -dijo con un aspaviento del brazo.

S.T. se puso en pie con la espalda muy rígida.

– ¿Quieres librarte de mí? -Le tiró la espada a los pies-. Llevas pidiéndome que te dé un arma desde que salimos de La Paire. Bien, pues ahí la tienes.

Leigh miró primero a la espada y después a él.

– Puedes quedártela si quieres -dijo S.T. con aspereza-. Comprueba a ver si la empuñadura se ajusta bien a tu mano.

Ella titubeó durante un brevísimo instante; luego, se arrodilló, cogió la espada y dejó que la hoja se deslizara fuera de la vaina. La levantó con una mano y la enderezó con las dos.

– Le voilà -dijo S.T.

– No pesa tanto como esperaba -dijo Leigh mientras agitaba la espada en el aire.

– ¿Crees que podrías matar a un hombre?

Ella lo miró a los ojos con suma frialdad.

– Sí, creo que podría matar al hombre que quiero matar.

S.T. desenvainó el estoque y, con un único movimiento, dio un paso adelante, sorprendió la temblorosa guardia de Leigh y la desarmó. La espada cayó con estrépito sobre las piedras. Apretó la punta del estoque sobre los volantes de lino que cubrían la garganta de ella.

– No -dijo S.T. en tono suave-, no podrás matarlo si tiene una espada.

Leigh dio un prudente paso atrás. Él bajó la colichemarde y la envainó.

– Estoy medio sordo, mademoiselle, pero no estoy lisiado -añadió.

Las aves subían y caían en picado mientras sus gritos dominaban el intenso silencio. Leigh permaneció inmóvil con la barbilla levantada y los puños apretados.

– Te pido mil perdones -dijo con un claro temblor en la voz-. Veo que he vuelto a juzgarte mal.

S.T. le dio la espalda. Estaba enfadado consigo mismo por haber consentido que sus emociones se apoderasen de él. Era peligroso hacer ese movimiento con la espada, aunque era un truco de circo muy vistoso cuando se tenía mal el equilibrio. Había perdido mucha práctica, y no tenía ningún derecho a fingir que no era así.

Pero lo que no había perdido al hacerlo era el equilibrio. Se dio cuenta al sopesar qué podría haber pasado si hubiera sido al contrario. ¡No había perdido el equilibrio!

Se quedó muy quieto, presa de un repentino miedo a moverse. Esa floritura con la espada, ese súbito y violento movimiento hacia delante, tendrían que haberle hecho perder la estabilidad. Durante los tres últimos años, por muy afianzado que se sintiera al estar inmóvil, cualquier acción de ese tipo había hecho que el mundo comenzara a girar a su alrededor. Se llevó la mano a la empuñadura del estoque. Movió la cabeza de un lado a otro y, a continuación, la echó hacia detrás hasta que vio el cielo sobre él. Levantó la espada lentamente hasta llegar a la altura del hombro mientras esperaba que el mareo se apoderase de su cabeza, pero no fue así.

– Ha desaparecido -susurró atónito-. ¡Dios mío, ha desaparecido!

Por primera vez en tres años -en treinta y seis meses, dos semanas y cuatro días, pues llevaba la cuenta-, podía moverse con libertad por el mundo sin que este se agitase, y sin que sus sentidos lo traicionaran cada vez que volvía la cabeza.

– Dios mío -masculló casi sin aliento-, no puedo creerlo.

Dio un rápido giro sobre sí mismo y se puso de cara al acantilado. No pasó nada; ni todo se puso a dar vueltas ni el horizonte se balanceó. Una sonrisa de asombro se dibujó en su rostro. De pronto se sentía como si se hubiese liberado de unos grilletes que ni siquiera sabía que lo encadenaban. Sentirse normal era tan natural que ni siquiera se había dado cuenta. Su constante y desagradable sensación de inestabilidad se había esfumado, como si fuese un simple dolor de cabeza, y había ocurrido en algún momento en que no era consciente de ello, entre la oscilación del barco y la llegada a tierra firme. No sabía cuándo había ocurrido, pero el caso era que, súbitamente, ya no estaba.

¿Podría haber sido el barco? Quizá aquel médico tenía razón; quizá lo único que necesitaba era un mareo tan fuerte que él nunca podría haber provocado voluntariamente. Seguía algo aterrorizado por si regresaba. Volvió a agitar la cabeza, cerró los ojos y esperó alguna señal de mareo, pero el mundo siguió firme bajo sus pies.

Quería correr, bailar. Se volvió hacia Leigh y, cogiéndole la mano, le hizo una profunda reverencia.

– Estoy a vuestras órdenes, mademoiselle. Os ruego que no me despidáis mientras esté en mi mano poder serviros.

– No seas tan gallito -dijo ella retirando la mano-. Parece como si no pudiera despedirte si así lo quisiera.

S.T. se irguió perplejo, incapaz de comprender que ella no hubiera notado la diferencia cuando tendría que haberla visto con toda claridad. Claro que ni él mismo se había dado cuenta al principio.