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Ahora ya podría conquistarla, ahora que ya no era el bufón que se caía a cada momento. Ya podía montar, usar la espada, hacer cualquier cosa.

Pero ¿y si volvía? Rogó a Dios con todas sus fuerzas que no volviese.

Miró fijamente a Leigh. Por un lado quería decírselo pero por otro prefería no hacerlo, por si los mareos reaparecían.

– Me iré si es lo que de verdad quieres -le dijo lentamente.

Leigh enarcó las cejas sobre sus escépticos ojos de color aguamarina, se volvió y comenzó a andar hacia el acantilado.

– ¡Tú viniste a buscarme para pedirme ayuda! -gritó S.T.

Ella se volvió y lo miró.

– Claro, yo soy quien frotó la lámpara y liberó al genio. Ahora solo queda ver qué más se te ocurre hacer.

Pero S.T. no podía controlarse y, pese al reproche de ella, su rostro se transformó en una enorme sonrisa de júbilo. Se había librado de su afección y volvía a ser una persona casi completa. Se echó a reír mientras blandía la espada en círculos sobre su cabeza. La hoja silbó una hermosa nota al cortar el aire. A continuación, se quedó quieto con la espada en la mano y las piernas abiertas en perfecto equilibrio.

– ¿Quién sabe de lo que seré capaz? -dijo-. Todo depende de dónde esté la diversión, Sunshine.

Leigh caminaba detrás del lobo y de su amo por las colinas mientras se sujetaba el sombrero para protegerlo del fuerte viento, y observaba a cada momento cómo el Seigneur tenía que agacharse para desenredar a Nemo de algún obstáculo. Finalmente S.T. se había avenido a la idea de ponerle una cuerda al lobo pero, si bien había aceptado que estaría más seguro atado durante el día, no había consentido que la longitud de la correa fuese inferior a los quince metros de cuerda que habían sacado de los ribetes de la jaula. Al animal no parecía importarle en absoluto, más allá del hecho de que la cuerda se enredaba constantemente entre los arbustos y se liaba en los troncos de los árboles.

Leigh estaba intranquila. Se sentía débil y atormentada, hasta el punto de ser incapaz de concentrarse y pensar en todo lo que debía hacer en el futuro más inmediato. Cada vez que miraba al Seigneur, lo veía en su mente con la espada brillando como un rayo plateado sobre su cabeza. Era como si esa imagen se le hubiese quedado grabada en la retina y se superpusiese a todo lo demás que veía o sabía de él.

La infinita paciencia de S.T. con el animal también la hacía sentirse desdichada y débil. Tenía que hacer constantes esfuerzos para que el labio inferior no empezase a temblar por cualquier tontería. Sintió deseos de gritarle que se dejara de estupideces y se limitase a llevar al lobo pegado a su lado.

Nemo nunca la había aceptado. Era hermoso, ágil, rápido y astuto, pero también un gran estorbo que nunca se separaba del Seigneur.

Por decisión de S.T. se dirigían a Rye. Aunque a Leigh no le importaba en qué dirección fueran. Contempló las colinas calizas a su alrededor y deseó con desesperación poder estar sola.

No había viajado hasta Francia para eso, para regresar cuidando de un Robin Hood imprevisible que era casi tan salvaje como su lobo. Ya había sido difícil soportar todas sus fantasías románticas y sus escarceos con cualquier cosa que llevara faldas, pero ahora parecía más animado, y de un modo en que nunca lo había visto; podía percibir una nueva intensidad tras su sonrisa de sátiro. A Leigh aún le vibraban las manos por el impacto de la hoja de S.T. contra la espada.

Ese había sido un momento muy revelador porque, con la espada en la mano, se había sentido capacitada. Había sabido con toda claridad que no se echaría atrás a la hora de matar a Chilton y, durante ese breve instante, había tenido la forma de hacerlo. Había sujetado una espada afilada y preparada para matar.

Pero entonces él se la había arrebatado. Había momentos de humillación en la vida que tardaban mucho en olvidarse. Leigh se sentía triste y asustada. No por lo que pudiera pasarle a ella, sino por si cometía un error, por si sobrestimaba su capacidad para llevar a cabo el objetivo que se había fijado. La muerte no le importaba; lo que temía era fracasar en el intento.

Todo el tiempo que habían pasado recorriendo los caminos de Francia no había dejado de pensar que debía separarse del Seigneur. Estaba siempre demasiado pendiente de él, y odiaba verse envuelta en sus frívolos deslices amorosos. Lo que más detestaba de todo eran los momentos como aquel en la granja francesa, cuando había descubierto que sus suposiciones eran totalmente incorrectas. Eso le pasaba por meterse en cosas que no eran de su incumbencia.

Y luego estaba la forma en que él la miraba, como si todo su interior estuviese hirviendo a fuego lento. A veces Leigh dudaba de que estuviese en su sano juicio. Había creído en todo momento que S.T. abandonaría el viaje mucho tiempo antes. Entre los mareos y el riesgo de ser capturado a su regreso a Inglaterra, estaba convencida de que, al llegar al canal de la Mancha, se daría la vuelta. Pero no lo había hecho, y entonces llegó la azarosa travesía que complicó aún más las cosas…

Por eso lo esperó en la playa, porque le pareció que lo justo era tener ese pequeño detalle con él, ya que no lo creía capaz de proseguir después de eso. Sin embargo, lo único que había conseguido con ese momento de sentimentalismo era la situación en la que se encontraba en esos momentos. Malhumorada, contempló la espalda de S.T. La enfurecía la forma que tenía de arrastrarla a cosas que no quería hacer, de conseguir que se ofreciera a intentar curarle los mareos, o a hervirle raíces de helecho, o a darle su opinión acerca de si un gitano senil estaba en condiciones de hacerse cargo de una yegua ciega que había aprendido un pequeño repertorio de estúpidos trucos. Al pensar en la yegua volvió a su mente la imagen de S.T. con la espada, y él terminó de empeorarlo cuando se detuvo por enésima vez para desliar pacientemente la cuerda de Nemo de un árbol mientras el lobo daba saltos y le lamía la cara.

– No nos queda dinero, ¿no? -dijo ella.

Nemo echó a correr arrastrando al Seigneur detrás. Este se detuvo, tiró del lobo y dijo con toda tranquilidad:

– Dos guineas.

Esa forma de contestar solo contribuyó a exasperarla aún más.

– ¡Vaya, estamos hechos unos auténticos potentados! -exclamó Leigh.

S.T. se limitó a encogerse de hombros y esquivar una rama cuando Nemo volvió a tirar de él. Era aún peor que no le siguiera el juego. En tono irónico, ella añadió:

– Tal vez deberías asaltar la próxima diligencia que pase.

– Sí -contestó él-. Ya le había echado el ojo a ese carro de heno que hemos pasado hace un rato, pero me ha costado decidirme entre ese y el de la cerveza.

– Claro, por eso has terminado ayudándole a salir del barro. Eres el azote de los viajeros, ya lo creo.

S.T. se subió más la bolsa y la silla de montar, que llevaba al hombro. Tenía el tricornio ladeado sobre los ojos, y la empuñadura de la espada grande, que colgaba de su espalda, brillaba bajo el débil sol de diciembre. Tenía todo el aspecto de un maleante.

– Al menos el hombre ha demostrado algo de gratitud -dijo-. Tú llegaste a mí con las manos vacías, así que no entiendo por qué te lamentas como si me hubiese jugado tu dote.

– Solo estoy siendo práctica -alegó Leigh en un tono que sabía que lo enfurecería.

Él picó y la miró con sus cejas doradas muy enarcadas. En ese momento Nemo se enredó en un arbusto. Leigh se sintió mucho mejor, más fría y calmada, después de haber conseguido levantar ese muro de irritación entre ambos.

Siguió al lobo y a su amo colina abajo mientras caminaba sobre los montículos cubiertos de hierba que había entre los surcos dejados por las ruedas de los carros. Debajo de ellos estaban las marismas y la ciudad de Rye, un amasijo medieval de paredes grises y tejados remendados encaramado en lo alto del páramo. Las marismas se extendían desde los mismos aledaños de la ciudad hasta el mar, y sus helados estanques brillaban en medio del apagado invierno.