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– Creía que ya no querías nada más de mí -dijo Leigh con una voz que la sorprendió por ser demasiado ronca y quebrada-. Prácticamente no me has tocado desde aquella vez.

– Lo sé -contestó él con amargura-. Quería que tú me lo pidieses.

Eso era algo que Leigh no estaba dispuesta a hacer. No pensaba caer nunca en esa especie de absurdo laberinto emocional en que él estaba inmerso. Era un bobo sentimental y agotador. De pronto se lo imaginó con sus hermanas. Le reiría los chistes a Emily incluso cuando ella no se acordara del final, y se dedicaría a tomarle el pelo a Anna hasta que se enfadara. Les haría… no, no les haría, les habría hecho…

A veces Leigh tenía la impresión de que podía oírlas, de que escuchaba cómo sus voces se desvanecían poco a poco, procedentes de algún lugar invisible que estaba fuera de su alcance. Pero todo eso ya había acabado, y para ella era como si nunca hubiese ocurrido. La realidad era que estaba en una habitación desconocida con un bandolero. Él era espléndido, con aquellos ojos verdes y los reflejos dorados del pelo, la rodilla levantada y el cuerpo relajado sobre la cama, tan hermoso a su manera como el lobo. Leigh conocía a la perfección la forma de sus fuertes manos y muñecas, y aquella sonrisa diabólica que surgía de repente y la dejaba anonadada. Estar tan cerca de él era como ahogarse. Era como un dolor, como la profunda agonía de un intenso calor que se aplicara a sus extremidades congeladas. No quería aquello, porque no podría resistirlo.

– No voy a pedírtelo -dijo Leigh con una voz que sonó muy crispada en medio del silencio-. No necesito nada de eso que tú llamas amor. Lo que quieras tú es asunto tuyo.

Él apartó la cara con una mueca de disgusto. Levantó el colgante y observó cómo giraba a la luz.

– ¿Acaso he hablado de amor? -preguntó con expresión muy seria-. Creo que solo he hablado de saldar deudas. -Abrió la mano y dejó que el colgante se deslizara por sus dedos-. Cama, comida y dinero desde que salimos de La Paire -añadió en un tono de voz en el que se percibía un débil deje sarcástico. Bajó la mano y la posó sobre la de ella-. ¿Qué hay de eso? Según tú, entre nosotros solo existe una mera transacción comercial.

Leigh se puso tensa. Volvió a recordarlo en la playa blandiendo la espada mientras esta cortaba el aire con su perversa canción. S.T. deslizó los dedos por su muñeca y comenzó a recorrer lentamente el brazo. La intensa expresión sardónica de su rostro parecía indicar que la estaba retando.

– Por lo tanto, págame lo que me debes -susurró él.

Leigh respiró hondo, como un ciervo que se quedara helado ante una amenaza. ¿Acaso creía que ella se iba a echar atrás? Lo miró fijamente; tenía una expresión taciturna, y los ojos entrecerrados para disimular sus verdaderas intenciones. Ella también los cerró un poco. Mejor así. Mejor que él creyera que ella estaba en su poder.

S.T. comenzó a desabrocharle muy despacio los botones del chaleco. Cuando llegó al último, dijo:

– Estás muy pasiva para ser una puta. ¿Es que no conoces tu oficio?

Leigh sintió que se sonrojaba, pero no estaba dispuesta a concederle nada, ni siquiera su vergüenza. Sin levantar la cabeza, él le acarició la barbilla. La mueca irónica seguía presente en su rostro.

– Encima que tengo que comprarte, no creo que deba hacer yo todo el esfuerzo -dijo.

– Los sirvientes deben de estar a punto de llegar.

– ¿Ahora eres tímida? -murmuró él-. Solo estarán un momento.

Leigh se dio cuenta de que, para luchar contra aquella amenaza, tenía que levantar su muro de resentimiento. Pensó en la forma en que él le había arrebatado la espada de las manos como si sus dedos no hubiesen tenido fuerza alguna. Quería resarcirse de eso, como también de la forma en que conseguía arrastrarla a todas partes y que estuviera siempre preocupada por lo que hiciera y por lo que le pudiera pasar. Recordó las ilustraciones del libro del marqués y todas aquellas historias eróticas. Dejaría que creyera que así podía ablandarla. Leigh volvió la cabeza y le recorrió la mano con los labios; después, con mucha delicadeza, le mordió un dedo y bajó sumisa la mirada.

– En ese caso, voy a bañaros, monsieur.

S.T. seguía tumbado en la cama mientras la camarera terminaba de verter el último cubo de agua caliente en la bañera. El sastre más ilustre de Rye no se había mostrado nada remiso a la hora de ofrecer su mercancía. Las nuevas levitas de S.T., que acababa de llevar el chico de los recados de la tienda, descansaban en el galán de noche para ser inspeccionadas, aún envueltas en sus respectivos papeles. Una era de terciopelo color bronce y rematada con hilo verde oscuro, mientras que la otra era de raso azul con detalles dorados. Iban acompañadas por diversos pantalones a juego, chalecos en ricos bordados y camisas de lino con discretos encajes en los puños.

La doncella recogió los cubos vacíos y se marchó, siguiendo los pasos del chico de los recados. S.T. se sentó en el borde de la cama. Alargó el brazo para alcanzar el plato de carne fría que la sirvienta había dejado y se comió una rodaja de ternera con pan, a la vez que lanzaba otro pedazo a Nemo, que se lo tragó de un bocado.

No dejaba de observar a Leigh en todo momento. Se había recogido de nuevo el pelo en una coleta, dejando al descubierto su suave, blanco y sedoso cutis. S.T. la miraba de soslayo, como si fuera un cazador oteando desde las alturas de un árbol, pero intentaba mantener la compostura y controlarse. Ella iba de un lado a otro de la habitación preparando las toallas, disponiendo el jabón y haciendo todo tipo de preparativos. Lo excitaba mucho observarla mientras realizaba en silencio todas esas pequeñas tareas con la cabeza agachada y vestida con atuendo masculino. El efecto era exasperante pero muy exótico. Estaba haciendo todos esos discretos rituales, todas esas labores femeninas, por él, que tan solo deseaba abalanzarse sobre ella y forzarla. Tal era el grado de excitación en que lo había sumido.

Pero S.T. no quería que fuese así. Había intentado obligarla a que lo rechazara, a que la vergüenza le impidiera entregarse y, sin embargo, Leigh había descubierto el farol y había ganado la apuesta entera, la batalla, así como su conciencia y su capacidad de contenerse. Y aquello le producía un placer doloroso e ignominioso. Tomó un sorbo de coñac, que le calentó la garganta y el pecho. Le molestó comprobar que no tenía el pulso firme. El alcohol no atemperaba ni su ansia ni el desprecio que sentía por sí mismo. Leigh fue a la bañera, probó el agua y se volvió hacia él.

– ¿Monsieur?

Lo dijo en tono cortés y reservado, sin levantar la mirada del suelo, como si fuese una sumisa sirvienta. S.T. se sintió atado, incapaz de levantarse y cogerla entre sus brazos como habría deseado. Así que tan solo se sentó, sintiendo un tremendo torbellino en su interior, mientras se aferraba con las manos al borde de la cama. Leigh se acercó.

– ¿Desea el señor que lo desvista? -preguntó.

S.T. abrió un poco la boca. La voz ronca de ella, unida a su serio porte, resultaba muy tentadora. Estaba claro que se estaba burlando al tratarlo con aquella deferencia, como si fuese una sirvienta de verdad, pero esa forma tan humilde de agachar la mirada lo excitaba más allá de todo límite.

– Sí -contestó él con voz ronca, rindiéndose a aquella promesa de intensas sensaciones eróticas.

Lo habían atendido sirvientes miles de veces. Era una cuestión que nunca se había planteado cuando vivía a lo grande. Al fin y al cabo, era un caballero, así que utilizaba a un ayuda de cámara siempre que las circunstancias lo permitían. Pero nunca había tenido nada parecido. Nunca había sido atendido por una seductora mujer que le levantara la camisa mientras con las manos recorría su pecho y le tocaba en sitios donde hacía tres años que no lo tocaban. Los dedos de Leigh subieron por sus costillas, le marcaron los músculos del pecho y le acariciaron los pezones hasta que él no tuvo más remedio que levantar la cabeza y resoplar. Terminó de quitarle la camisa por encima de la cabeza y se apartó para dejarla sobre una silla, como si todo aquello solo fuese la rutina de cada día. A continuación, volvió y se detuvo ante él, todavía mirando al suelo con modestia, como un sirviente que aguardara instrucciones.