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S.T. se puso en pie y ella se apresuró a tocarlo sin dudarlo ni un instante. Fue apretando el dorso de la mano contra su cuerpo mientras le desabrochaba los pantalones hasta bajárselos. A él le costaba respirar. Era como si estuviese sumergiéndose en un sueño. Leigh volvió a tocarlo con sus cálidos dedos. S.T. le puso una mano en el hombro y echó la cabeza hacia atrás. Todo su cuerpo quería poseerla, fundirse en ese contacto. Ella bajó las manos por sus caderas y se inclinó para desabrocharle las hebillas de las rodillas. Una vez ya sin pantalones ni medias, S.T. se hizo a un lado, desnudo y erecto, mientras ella recogía la ropa y probaba el agua de nuevo.

– Vuestro baño está a una temperatura muy agradable, monsieur -dijo Leigh muy seria.

S.T. la miró. Su mente no terminaba de aceptar aquella escena, en la que él estaba desnudo mientras que ella, con su recatada mirada, seguía llevando puestos los pantalones y la camisa de hombre que la cubrían pero, a la vez, lo insinuaban todo. Su mente no lo aceptaba, pero su cuerpo era de otra opinión muy distinta, así que se metió en la bañera. El agua caliente fluyó entre sus piernas. Sentía el suave roce de la coleta contra su espalda desnuda cada vez que movía la cabeza; era como el contacto de la seda fría, pero él estaba hirviendo por todos los poros. Leigh esperaba con un trapo y el jabón en las manos, pero él no se decidía a sentarse. Sus rodillas no querían torcerse, ni sus hombros relajarse. Tenía todos los músculos rígidos de excitación. Lo único que podía mover eran las manos, que no dejaba de abrir y cerrar, mientras el agua le acariciaba los pies.

Leigh esperó unos instantes sin bajar nunca la vista más abajo del pecho de él. Cuando vio que no tenía intención de moverse, se arremangó hasta los codos, se arrodilló y empapó de agua el trapo y el jabón. Era muy hermosa, y cada movimiento que hacía era grácil y delicado. S.T. sintió el deseo de sostener su rostro entre las manos y meterle la lengua dentro de la boca. Ella se incorporó y le frotó con el jabón y el trapo la pierna y el muslo, dejando que cayera el agua por su cuerpo. S.T. se mordió el labio y echó la cabeza hacia atrás mientras sentía cómo Leigh le daba lentos masajes con la mano, antes de enjabonarle el pecho. Pequeños chorros de agua cálida se precipitaron por su cuerpo. Era el único sonido que S.T. oía, junto con el de su propia agitada respiración.

Leigh volvió a inclinarse y, cuando se levantó, le lavó el cuello y los hombros, provocándole una agradable sensación de frescor. Le cogió los brazos y los restregó con suavidad hasta llegar a los dedos. La piel de ella era resbaladiza y caliente al contacto con la suya. S.T. la cogió de la muñeca, pero se le escapó al apartarse para llenar el jarro; luego lo levantó más arriba de los hombros para enjuagarlo. Él cerró los ojos mientras caía el agua sobre su cuerpo. Leigh volvió a arrodillarse, esa vez para frotarle las piernas y, después de recorrer con sus manos los duros músculos de las pantorrillas, continuó hacia arriba.

Le acarició los muslos de forma delicada y provocativa. S.T. no podía creerlo, y tampoco podía hablar, ya que un gemido de éxtasis bloqueaba su garganta. Sin embargo, tuvo fuerzas para tocarle el pelo, hundir los dedos en él y, a continuación, sostener su rostro entre las manos, como si ella pudiese mantenerlo de pie en caso de que le flaquearan las piernas. Leigh dejó caer el trapo y siguió frotándole el interior de los muslos con los dedos. Entonces, mientras él se deshacía en temblores, se agarró a sus caderas e, inclinándose más hacia delante, le besó el miembro erecto.

S.T. arqueó la espalda y, con los dientes apretados, jadeó mientras ella acariciaba con la punta de la lengua su parte más sensible. Unos destellos de dulce agonía enviaron pequeños espasmos por todo su cuerpo. Sin poder evitarlo, comenzó a mover las caderas hacia delante al ritmo de las caricias de ella, hasta que la cogió de los hombros para levantarla. Quería llevarla a la cama y hundirse en ella al instante, pero Leigh se zafó de él con un rápido movimiento de hombros.

S.T. abrió los ojos e intentó cogerla, pero ella dio un paso atrás y lo miró de arriba abajo con una leve sonrisa sardónica en el rostro y un extraño brillo en los ojos.

– Sois un hombre muy apuesto, monsieur -murmuró-, pero creo que la deuda ya está saldada de momento.

Antes de que S.T. tuviera tiempo de darse cuenta del nuevo cariz que había tomado la situación, Leigh se bajó las mangas de la camisa y desapareció por la puerta; lo dejó solo y de pie, lleno de jabón, en medio de la bañera. Oyó cómo se cerraba el pasador y, durante un largo instante, se quedó mirando hacia la puerta, confuso. A continuación, recorrió toda la habitación con la vista mientras respiraba entrecortadamente. No podía creerlo. Su cuerpo necesitaba llegar hasta el final. Lanzó un grito de ira que hizo que Nemo se apresurara a meterse bajo la cama, pero la puerta permaneció cerrada.

– ¡Leigh! -volvió a rugir, pero solo le respondió el sonido de la cola de Nemo al golpear el suelo.

– Será… -dijo perplejo-. La muy zorra, la muy… -Se interrumpió, incapaz de decir nada más. Un gruñido inarticulado fue lo único que salió de su boca.

Juntó ambas manos con fuerza. Le ardía y le dolía todo el cuerpo. Volvió a mirar hacia la puerta y, de pronto, sintió el impulso de echarse encima alguna de las levitas y salir corriendo tras ella, pero se contuvo al darse cuenta de que se estaría comportando como un asno si lo hiciera.

– Maldita seas, ¿qué es lo que quieres? -gritó-. ¿Qué es lo que quieres, eh? ¿Es esto lo que quieres, maldita zorra calculadora?

No recibió ninguna respuesta. Se dejó caer en la bañera y, llevándose una mano a la cara, se la mordió. Respiraba agitadamente y resoplaba por la nariz. Se acabó, pensó. Se acabó para siempre. Cogió el cubo y se echó agua helada por encima de la cabeza.

Dos horas más tarde estaba sentado ante el espejo del tocador mirándose. Se había puesto la levita de terciopelo color bronce porque era la que estaba encima del todo, junto con un chaleco dorado bordado en seda verde e hilo plateado. El atavío le proporcionaba un brillo metálico que marcaba aún más los áureos reflejos de su pelo, que no se había empolvado por esa misma razón. Consideró que tenía buen aspecto. Esperaba tener muy buen aspecto. Lanzó un gruñido a la imagen del espejo y vio cómo un sátiro dorado se lo devolvía con una pícara sonrisa.

Respiró hondo, se levantó del taburete y apartó las toallas húmedas de una patada; luego abrió la puerta e hizo una señal a Nemo, que se acercó de mala gana con el rabo entre las patas. S.T. se agachó y tranquilizó al animal pero, aunque este le lamió la cara y le puso las patas sobre los hombros, se movió tras él por los pasillos con aspecto agarrotado y preocupado. Otra cosa más de la que era responsable la señorita Leigh Strachan.

Cuando llegó al vestíbulo de entrada, el posadero levantó la vista de su libro de cuentas y le sonrió. S.T. supuso que su idílica felicidad matrimonial ya sería conocida por todo el establecimiento, pero el hombre no hizo ningún gesto; por el contrario, se limitó a informarle de que la señora Maitland lo esperaba en una sala privada. Se dirigió a ella y atravesó la puerta abierta. Era un agradable salón iluminado por velas en el que una joven dama estaba sentada junto a la chimenea, leyendo. Casi no la reconoció. Ella se levantó en cuanto S.T. entró y lo saludó con una profunda inclinación, al tiempo que abría el abanico y extendía las faldas de su vestido, de manera que los pájaros color azul prusia resultaran perfectamente visibles. Llevaba un peinado muy elaborado que le caía en cortos rizos por toda la cara y cuello, y que había empolvado para que le diese un tono algo más azulado que el de la gargantilla de perlas. Prendida al pelo lucía una pequeña flor con un lazo. Incluso las cejas eran distintas, pues se las había depilado hasta darles una curvatura perfecta y delicada, como también lo era el diminuto lunar negro dibujado junto a la comisura de los labios. S.T. contempló ese exquisito punto azabache que destacaba sobre su suave piel y creyó enloquecer mientras todo el ardiente frenesí que había sentido un rato antes volvía a agolparse en su interior.