Leigh cerró el abanico con un rápido y hábil movimiento y le tendió una mano. A sabiendas de que el posadero estaba tras él en la puerta, S.T. dejó que ella permaneciera en esa postura durante un largo momento antes de volverse y dar con la puerta en las narices a lady Leigh Strachan.
Capítulo 12
S.T. cabalgaba bajo las estrellas a galope tendido sobre un caballo que había robado de los establos que había junto a la posada. Al salir de esta había visto al animal parado y con la silla puesta y, sin pensarlo dos veces, había cogido las riendas y se había montado en él. El viento le golpeaba los ojos enturbiándole la visión. No sabía adónde iba ni le importaba. Volvía a estar poseído por el antiguo demonio que lo impulsaba a actuar según las circunstancias de cada momento. Galopaba furioso, embriagado por la sensación de montar un ágil corcel al tiempo que seguía indignado consigo mismo por ser presa de sus necesidades y debilidades. Dejó tras de sí los gritos indignados y las reglas civilizadas y se internó por una senda demasiado oscura para ver nada.
Una sombra se movía junto a él, haciendo que el caballo gruñera y se asustara cada vez que se acercaba demasiado. Sin dignarse utilizar los estribos demasiado cortos que empleaba el desconocido dueño del caballo, S.T. avanzaba por el irregular camino disfrutando con la sensación de no perder nunca el equilibrio. Todas las noches que había pasado montando con tantas dificultades a la yegua ciega y siendo cauteloso para no sufrir los mareos se habían desvanecido. Al desaparecer, toda su pericia ecuestre había vuelto a él como si nunca hubiese dejado de montar, como algo que era tan natural y normal en él como respirar.
Azuzó al caballo mientras recorrían la noche. La euforia de la carrera fue consumiendo el incendio de su ira hasta reducirlo a una fogata. Le daba igual en qué dirección fuera, lo único que quería era seguir galopando. Y así continuó hasta que, en la oscuridad, algo brilló como una mancha ante sus turbios ojos. Detuvo el caballo y observó. La luz oscilaba y se movía lentamente. Se pasó una mano por los ojos y parpadeó para despejarlos, al tiempo que volvía la cabeza para poder oír por el lado bueno. Por encima de los rítmicos resoplidos de su corcel, escuchó el lento retumbar que hacía un tiro de caballos al trotar, así como un crujido de ruedas.
Ya estaban cerca. Nemo había desaparecido entre las sombras. El caballo tomó aire y levantó la cabeza para relinchar a modo de saludo. Después de que el jinete lo obligara a salir del camino, el animal se subió a un terraplén de cuya presencia S.T. no se había percatado antes. Cuando la linterna del carruaje se hizo visible, sonrió con satisfacción. Su posición elevada le proporcionaba una ventaja inesperada, ya que estaba por encima de aquella irregular luz que avanzaba dando bandazos por el camino. Tiró de las riendas para que el caballo mirara en la dirección en que se aproximaba el carruaje. Desenvainó la espada y se inclinó sobre el cuello del animal, tapándole la nariz con la mano que tenía libre para evitar que relinchara. El caballo se agitó sin hacer ruido. Entonces S.T. miró por encima del hombro y vio la difuminada silueta del tiro de caballos, la librea escarlata del conductor y el brillo de la linterna sobre el latón de los arneses. Evitó mirar directamente hacia la luz para que no lo cegara o desconcertase.
Al pasar los caballos a trote lento por su lado, la cabeza les llegaba a la altura del vientre del suyo. Por la forma en que levantaron la cabeza y resoplaron nerviosos, S.T. supo que olían al suyo, pero las anteojeras los mantuvieron indecisos y callados. El cochero les dijo unas palabras para calmarlos. S.T. levantó la espada.
– ¡Alto! -gritó al tiempo que, de una estocada, destrozaba la linterna, sumiéndolo todo en la más profunda oscuridad. Espoleó al caballo para que bajase del terraplén y, una vez estuvo junto a los otros, agarró las riendas del que iba a la cabeza con su mano enguantada. Mientras tanto, en medio de toda la confusión, el cochero gritaba y el caballo de S.T. intentaba apartarse del barullo, aprovechando que su jinete no le tiraba de las riendas en esos momentos. Desesperado, S.T. dejó caer todo su peso hacia delante y hacia atrás sobre la silla, con la esperanza de que su montura estuviese bien adiestrada.
Y funcionó. Ya fuera por su buena preparación o porque quería quedarse junto a los otros, el caso es que el caballo se detuvo a la vez que sus congéneres. El cochero golpeó con el látigo a S.T. en el brazo y en la cara. Este gruñó y, de forma instintiva, atacó con la espada. No veía, pero sintió cómo la tralla se enroscaba en su muñeca por encima del guante. Su cuerpo reaccionó antes de que su mente decidiese qué hacer y, con un rápido tirón, consiguió que el látigo saliese despedido. Cogió las riendas de su caballo y lo colocó delante de los demás.
– ¡Alto! -volvió a rugir-. ¡Estoy apuntando con una pistola!
Era mentira, pero servía dadas las oscuras circunstancias. Alguien había encendido una vela dentro del carruaje, y su exiguo brillo bastaba para que pudiese ver la silueta petrificada del cochero en el asiento exterior, así como la inmóvil figura de un lacayo que iba encaramado detrás. S.T. había considerado la posibilidad de que alguien sacara un trabuco, y por eso se había puesto tras los caballos, pero al parecer ninguno de los hombres quería correr ese riesgo. Se hizo un repentino silencio, tan solo alterado por el tintineo de los arneses.
– Muy bien -dijo S.T. a modo de felicitación. Espoleó al caballo para que volviese a subir al terraplén evitando que le diera la luz-. Baja de ahí y entra en el carruaje, y el lacayo también -dijo al cochero, que soltó las riendas y, lentamente, obedeció sus órdenes.
Alguien rompió a sollozar en el interior del vehículo. S.T. se inclinó un poco cuando el cochero abrió la puerta, y tuvo tiempo de ver a una pareja de mediana edad con el rostro pálido y a una joven que se tapaba la cara con las manos antes de que apagaran la vela.
– Encendedla de nuevo -dijo-. No quiero matar a vuestros criados pero, si se mueven de donde pueda verlos, lo haré.
Los sollozos se hicieron más fuertes. Tras oírse cierta agitación en el interior del carruaje, la vela volvió a prender y los sirvientes subieron a él. S.T. siguió inclinado sobre la perilla de la silla mientras estudiaba a sus apiñadas víctimas. Parecía claro que volvían a casa de alguna fiesta. El cuello y las muñecas de la joven, que aún tenía las manos en la cara, estaban cubiertos de diamantes. El hombre llevaba un valioso reloj de bolsillo y un enorme alfiler de rubíes, mientras que su esposa lucía esas mismas gemas tanto en el pelo como alrededor de su rollizo cuello. No iban muy lejos, ya que jamás se habrían arriesgado a cubrir una distancia considerable llevando esas joyas y tan poca protección.