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– Eres un loco incorregible -dijo.

S.T. negó con la cabeza rozándole el cuello.

– ¿No soy el Seigneur de Minuit? Para complacerte me arriesgaría a cualquier peligro.

– Te cogerán -repuso Leigh con un susurro.

Él emitió una débil risa.

– Pero esta vez no -dijo mientras comenzaba a deshacer los lazos del corpiño-. Y, además, ¿a ti qué más te da, mi frío corazón? Creía que no querías volver a verme.

Leigh se puso más tensa.

– No es tu cuello el que me preocupa, sino el mío -dijo con intencionada crueldad-. No quiero que me cuelguen también a mí por esto.

– No, no estaría nada bien. En lugar de eso, creo que es mejor que me ames.

Sin soltarla en ningún momento, S.T. se desprendió de los guantes, tras lo que sus experimentadas manos siguieron abriendo el vestido de Leigh al tiempo que la besaba y acariciaba; mantenía apoyada su cabeza salpicada de oro en el hombro de ella y la cinta negra de su coleta también reposaba sobre la piel de la indefensa joven. El vestido se deslizó por los brazos de ella y S.T. terminó de liberar los ganchos del corsé.

Leigh respiraba de forma espasmódica; estaba profundamente turbada y se sentía vulnerable en medio de las ruinas de su barricada. Había dejado que aquello llegara demasiado lejos; había consentido que él la cogiera por sorpresa y sumiera su precaria estabilidad en un marasmo de confusión.

– Je suis aux anges -dijo él con reverencia mientras las rígidas prendas de ella iban cayendo.

Se quedó tan solo con la enagua y una camisola que la posadera le había conseguido. S.T. emitió una especie de gruñido y la atrajo hacia sí, de inmediato le tocó los pechos.

– Leigh -susurró-, me vuelves loco.

Ella echó la cabeza hacia atrás contra él, que le acarició los pezones hasta que Leigh abrió la boca. Con un débil y desesperado murmullo, dijo:

– Está claro que sí.

S.T. rió en su oído. El collar robado parecía arder sobre la piel de Leigh. Estaba claro que el Seigneur sabía muy bien cómo desnudar a una mujer. La almidonada enagua no le supuso ningún problema; con suma pericia soltó los ganchos y dejó que la prenda cayese sobre el vestido formando un amasijo de seda a los pies de Leigh. La atrajo aún más hacia sí, de manera que ella pudo sentir los botones del chaleco contra su piel, y el encaje de los puños contra sus hombros desnudos.

– Todavía tiemblas -dijo él-. ¿Es que tienes frío, mignonne?

– Lo que tengo es miedo -contestó Leigh en voz muy baja-. Mucho miedo.

– Aquí estamos a salvo. No va a venir nadie -dijo S.T. mientras la mecía con suavidad-. Puede que mañana empiecen a hacer preguntas, pero tengo respuestas de sobra.

Desesperada, Leigh consiguió zafarse de él y se retiró al otro extremo de la habitación, con los brazos cruzados y temblando bajo la camisola.

– Has cambiado, y eso no me gusta nada -dijo.

– Soy yo, el de siempre, el Seigneur de Minuit -alegó él, resplandeciendo de bronce y terciopelo bordado mientras la observaba. Entrecerró sus ojos verdes y esbozó una ligera sonrisa-. ¿No será que te gusta demasiado?

Leigh se apoyó en una de las columnas del dosel con la respiración entrecortada. Cuando S.T. comenzó a acercarse a ella, se refugió contra la pared, pero él puso ambas manos sobre los paneles de roble a cada lado de su cabeza y la atrapó entre sus brazos. Se inclinó y le besó el cuello con avaricia, haciendo que el collar de diamantes le rozara con fuerza la piel. Una intensa sensación de placer se apoderó de Leigh, la misma que había experimentado mientras lo bañaba esa tarde, pero ahora era un deseo que amenazaba con sofocar su razón. De pronto no pudo más y, negando con la cabeza, se apretó más contra la pared.

– No puedo -murmuró-, no puedo.

– ¿Y por qué no? -preguntó él al tiempo que apoyaba un hombro en el panel y recorría uno de sus pechos con el dedo hasta acariciarle el pezón-. ¿Porque no son «negocios»? ¿Porque no eres tan fría como quieres hacerme creer?

Leigh intentó apartarse, pero la inflexible barrera de sus brazos volvió a impedírselo.

– No, no, mi pequeña provocadora -dijo S.T.-. Es hora de que tomes un poco de tu propia medicina.

La respiración de Leigh era cada vez más entrecortada. Levantó la barbilla y arqueó la espalda contra la pared mientras S.T. se arrimaba cada vez más a ella al tiempo que besaba su piel desnuda. Parecía más grande y fuerte que nunca. Leigh intentó de nuevo escapar de su abrazo, pero no pudo.

– Te aborrezco -dijo.

– Sí, ya lo noto -asintió él mientras volvía a tocarle un pecho y acariciarle el pezón con el pulgar-. De hecho, resulta hasta sorprendente la intensidad con que me aborreces.

– ¡Eres un bastardo! -exclamó Leigh, indignada, pero tan solo consiguió que S.T. sonriera ante ese epíteto.

– Sí, ma pauvre, pues claro que soy un bastardo. Nunca lo he ocultado, ¿verdad? -Le acarició la mejilla con suavidad y le besó la sien con dulzura. Cuando volvió a mirarla, la expresión burlona había desaparecido de su rostro-. Pero me tienes a tus pies -susurró-, y mi vida te pertenece.

Lo poco que quedaba del escudo protector de Leigh terminó de romperse en su interior, y se le llenaron los ojos de lágrimas. Él la estrechó entre sus brazos y la apretó con fuerza contra el pecho.

– Te odio -dijo Leigh, con voz lastimera y entre sollozos mientras hundía la cara en su levita.

– Pues entonces ven a odiarme en la cama -contestó S.T. con un tono de voz diferente y más intenso-. Te quiero y necesito tenerte ahora mismo.

Leigh tembló mientras él le cubría de besos la barbilla, el cuello y los pechos. A continuación, la levantó, la llevó hasta la cama y la echó sobre ella de modo que quedó con las piernas fuera. S.T. se colocó entre ambas y, con una respiración ronca y desigual que destilaba pasión, le subió la camisola por encima de la cintura.

– Leigh -susurró con voz ronca mientras le recorría las caderas desnudas con las manos. Seguía totalmente vestido, y el oro, el terciopelo y la esmeralda le daban un porte masculino y elegante; su rostro parecía salido de un antiguo sueño, como si fuese un príncipe guerrero de algún reino del bosque. Inclinó la cabeza y le besó el vientre. Sus dedos ardían, pero ella dejó que la tocase sin intentar apartarlo.

De pronto, apoyó una rodilla en la cama y levantó a Leigh. Ella se dio cuenta de que su impetuoso amante no iba a esperar más, de que ni siquiera iba a quitarse la ropa, a apagar las velas o a intentar comportarse de un modo civilizado. La besó con furia a la vez que se desabrochaba los botones del pantalón; cayó sobre ella y comenzó a abrirse paso con las manos en las caderas de Leigh para atraerla hacia sí mientras resoplaba y repetía su nombre una y otra vez. Ella le rodeó el cuello con los brazos, y él la besó con ansiedad mientras la penetraba. Con fuerza la cogió de las nalgas para acompasarla aún más al ritmo de su apasionada cadencia, sumiéndola en un torbellino de sensaciones.

Leigh quería gritar, incapaz de respirar lo bastante hondo para contrarrestar aquella sensación de algo que se dilataba y se extendía en su interior. Se estiró hacia arriba y él la embistió con más ímpetu; sentía algo imposible y loco que la asustaba y de lo que no podía defenderse. Entonces, cogiéndola aún con más fuerza, S.T. emitió unos murmullos apagados, como si las palabras se asfixiaran en su pecho o estuviera llorando. Un intenso temblor, un poderoso instante de suspensión, pasó de uno a otro mientras él hundía el rostro en el hombro de Leigh. A continuación, S.T. soltó un prolongado jadeo y se relajó. Apoyó la frente sobre los pechos de ella mientras respiraba profundamente y se echaba un poco hacia atrás para descansar el peso sobre las manos. Leigh notó que él temblaba a causa de aquella extraña postura, y entonces, al darse cuenta de que S.T. todavía tenía un pie en el suelo, soltó una risita nerviosa.