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– ¿Qué demonios te hace tanta gracia? -murmuró él entre dientes.

Leigh no sabía dónde poner las manos. Con cuidado, le tocó el pelo con sus débiles y torpes dedos.

– Todavía tienes las botas puestas.

Él le pasó los brazos por debajo.

– Los bastardos nunca nos quitamos las botas -dijo con la voz amortiguada por el colchón junto a su oído; luego se apartó y se puso en pie. Inclinó la cabeza y sonrió levemente mientras la contemplaba. Leigh, que se sintió indefensa y avergonzada, se sentó e intentó bajarse la camisola para taparse, pero él se la cogió por el dobladillo y se la quitó por encima de la cabeza.

– Métete bajo las sábanas, chérie -le ordenó con un beso en la frente pero, al ver que ella vacilaba, apartó la ropa de cama, la cogió en brazos haciendo caso omiso de su leve chillido y la depositó sobre las almohadas.

Luego dio un paso atrás y comenzó a desvestirse ante Leigh sin recato alguno. Ella vio cómo se despojaba de la levita de terciopelo y, después de colgarla, se desprendía del brillante chaleco. A continuación, fue la camisa la que cayó al suelo, seguida por la cinta del pelo. Con los pantalones abiertos y el pecho desnudo, comenzó a tirar de las botas para quitárselas; parecía un dios pagano, con el pelo suelto que le caía entre ribetes dorados y sombras por encima de los hombros.

Nemo se levantó y olisqueó los pies de S.T., aún cubiertos por las medias. Este se arrodilló junto al lobo, lo abrazó y lo acarició con vigorosas carantoñas que hicieron que el animal se tumbara y comenzara a dar vueltas mientras se retorcía de gusto.

Temblorosa, Leigh se mordió el labio mientras respiraba de forma extraña. Tomó aliento y se subió la sábana hasta la barbilla. Cuando el Seigneur se incorporó, Nemo fue hasta la puerta y, tras pegar el hocico a la abertura, miró hacia atrás a su amo con la esperanza de salir.

– Ya hemos cazado bastante por esta noche, viejo amigo -dijo S.T.-. Ahora nos toca gozar de nuestra bien merecida gloria.

Al oír eso, Leigh se llevó la mano al cuello, sobresaltada, pues recordó el collar robado.

– Déjatelo puesto -le dijo él al ver que intentaba quitárselo. Fue hasta la cama y, tras sentarse, tiró un poco de las sábanas-. Te sienta muy bien -murmuró mientras levantaba la joya con un dedo.

– Sí, desde luego es una soga de lo más bonita. No entiendo por qué estás tan orgulloso de ti mismo.

Él bajó lentamente un dedo, con el que trazó una línea hasta llegar a un pezón.

– Bueno, mira qué he conseguido gracias a él.

Leigh apartó la vista.

– Te equivocas.

– Ah, ¿sí? -dijo S.T. al tiempo que levantaba sus diabólicas cejas con interés.

– Sí. No me ha impresionado tu maravilloso collar. No es por eso por lo que te he dejado… -Se interrumpió y le apartó la mano con que la acariciaba-. No ha sido por eso.

– ¡Vaya! Pues no sé qué otras conjeturas atreverme a hacer. El pensamiento femenino escapa a la pobre capacidad masculina de raciocinio.

– Perdóname, pero pienso que hablar de raciocinio con un loco es un ejercicio fútil.

Él sonrió.

– Pero tal vez sea más provechoso que hablarlo con una mujer.

– ¡No me has comprado con un collar de diamantes! -exclamó Leigh; él se inclinó y la besó con suavidad en la mejilla.

– Claro que no. ¿Cuándo he dicho yo eso? Eres una inocente enfant que no se entera de nada -dijo mientras se levantaba de la cama para apagar las velas.

Leigh lo oyó moverse por la habitación. Cuando volvió y se deslizó bajo las sábanas, ella le dio la espalda, pero S.T. la rodeó con los brazos y la atrajo hacia sí. Estaba desnudo y desprendía un reconfortante calor, y su cuerpo, tan suave como el terciopelo de la levita, provocó en Leigh una agradable y cálida sensación. Ella sabía que aquello solo era un sueño, que finalmente había consentido caer en el mundo de fantasía que él había construido y en el que vivía. «Soy el Seigneur de Minuit.» Era un lunático absurdo y peligroso, pero al mismo tiempo irresistible y encantador.

La respiración de él le agitaba el pelo. Leigh pensó en apartarse, pero consideró que no tendría mucho sentido después de todo lo sucedido. Además, la aguardaba la oscuridad con todo el miedo, los recuerdos y las emociones que no soportaba, pero así, en sus brazos, era como si su mente se hubiese separado de su cuerpo; solo pensaba en la presencia física del Seigneur a su lado y en el sensual calor de su abrazo. Y le daba igual. No quería pensar. Esa noche le bastaba con los sueños.

Capítulo 13

S.T. volvió a hacerle el amor justo antes del amanecer. Se despertó envuelto en una cálida sensación, con Nemo tumbado contra su espalda y el cuerpo de Leigh, tan suave y sensual, entre sus brazos. Los tres estaban apiñados como si fuesen una manada de lobos que se hubieran unido para hacer frente al frío de la noche. Durante largo rato siguió así, sin moverse, mientras disfrutaba de ese momento. Estaba con su propia familia, pensó, y eso lo hizo sentirse muy amoroso. Apartó el pelo de Leigh y la rodeó con un brazo para acariciar la suave y mullida piel de su pecho. Rápidamente ella volvió la cabeza hacia él; entonces se dio cuenta de que no estaba dormida. Leigh hizo ademán de intentar apartarlo un poco, pero S.T. se puso encima y se abrió paso con facilidad hasta penetrarla mientras le cubría el rostro y el cuello de besos. Llegó al clímax en un frenesí de placer y sostuvo su rostro entre las manos al tiempo que saboreaba su boca. Nada más terminar, ya tenía ganas de empezar de nuevo. No quería apartarse, así que se apoyó en los codos para incorporarse un poco mientras permanecía tumbado sobre ella.

– Bonjour, mademoiselle -susurró-. Espero que hayas dormido bien.

Leigh no contestó. S.T. sentía los pequeños escalofríos que recorrían su cuerpo, y cómo se movía bajo él sin descanso. Sonrió con la boca apoyada en su hombro pensando en todo lo que aún le quedaba por enseñarle.

Al despuntar el alba, el collar de diamantes arrojó una lluvia de diminutas chispas alrededor del cuello de Leigh. S.T. recordó todo lo que tenía que hacer y, abriendo el cierre de la joya, la cogió y se giró en la cama para intentar sentarse, pero Nemo no se apartó, sino que intentó lamerle la cara. Finalmente el lobo ganó, y su amo tuvo que volver a tumbarse farfullando mientras Nemo le sujetaba los hombros con las garras y sometía su rostro a un concienzudo lavado. Luego comenzó a mordisquearle la nariz y a juguetear sobre la cama, lo cual incluyó varios pisotones en el estómago de su amo. Él soltó un quejido y consiguió apartarse justo en el momento en que Leigh se sentó en la cama; Nemo dio un salto atrás al verla y se retiró como si fuese un horrible monstruo que hubiese aparecido de repente de entre las sábanas. Asustado, el lobo se colocó sobre los pies de S.T. y miró fijamente a Leigh durante un largo instante. Con su habitual expresión meditabunda, con las orejas levantadas y la cabeza ligeramente inclinada, sus ojos amarillos la observaban de una forma penetrante e inquisitiva.

Leigh no se movió. S.T. se preguntó si estaría asustada. Esa mirada fija del lobo evocaba imágenes de una noche primigenia en la que decenas de ojos brillaban en la oscuridad, y podía sacar a la luz el miedo humano a lo salvaje y tenebroso. Ni siquiera él estaba seguro de qué haría Nemo, nunca lo estaba, y se contuvo de hacer ningún movimiento que pudiera asustar o enojar al animal. Leigh ponía nervioso a Nemo, y un lobo inquieto siempre era impredecible. Entonces este agachó un poco la cabeza y, tras olisquear la pierna de S.T., dio un paso adelante sobre la cama. A continuación, volvió a inclinar la cabeza y a mirar fijamente a Leigh a los ojos hasta que, con la total falta de reserva de una bestia, bajó el hocico y empezó a explorar la sábana que la cubría, prestando particular atención a los interesantes aromas que emanaban de entre sus piernas.