A continuación miró a Leigh con una expresión de desconsuelo e indefensión que resultaba indignante por lo creíble que era. Menudo farsante estaba hecho. Hasta ella casi se había creído esa resaca fingida. Mientras S.T. seguía sentado en la cama encorvado, Leigh buscó en la bolsa de él con dedos temblorosos y, junto al collar de diamantes que podía incriminarlo, encontró billetes por la cantidad de treinta y una libras. Contó concienzudamente monedas por valor de cuatro coronas de plata y dio todo el dinero al señor Pipen.
– Y podéis quedaros con vuestro maldito jamelgo -murmuró el Seigneur-. No quiero esa bestia inmunda.
– Lamento mucho todas las molestias, señor Piper -dijo Leigh en tono muy serio-. ¿De verdad se han llevado el caballo?
– Aún no, señora -contestó mientras se guardaba el dinero en la levita-. Supongo que querrán hablar con él primero -dijo lanzando una mirada altiva al Seigneur-. Os aconsejo que hagáis todo lo posible para devolverlo a un estado normal, señora, y espero que no haya estado haciendo tonterías por ahí con los caballos de caballeros honrados.
S.T. se inclinó hacia delante con aspecto de tener náuseas. De forma instintiva Leigh se aproximó a él, y los dos hombres, también por instinto, se acercaron a la puerta para marcharse.
– Voy a decir que suban algún tónico -dijo el posadero, con prisa por salir de la estancia-. Acompañadme, señor, si ya no tenéis nada más que hacer aquí.
– Traed al hombre de la barcaza -murmuró el Seigneur sin apenas levantar la cabeza-. Ahora recuerdo que anoche… pasé un rato entretenido con él.
– Muy bien, señor Maitland. Voy a mandar que lo traigan para que testifique a vuestro favor ante el agente, si es que eso llegara a ser necesario.
La puerta se cerró tras los dos hombres. Leigh, a quien le temblaban las piernas, se quedó inmóvil cogida a una columna del dosel. S.T., por su parte, volvió a tumbarse en la cama con las manos detrás de la cabeza y una sonrisa inmoral en el rostro.
– Qué aburrido tener que tragarme ahora un tónico, cuando preferiría tomarme una salchicha de cerdo -murmuró-. No se te habrá ocurrido dejarme alguna, ¿verdad?
Leigh respiró hondo.
– ¿Estuviste bebiendo con el de la barcaza?
– Lamentablemente no. Me pasé toda la noche recorriendo los caminos montado en un caballo con marcas blancas en las patas. Un inconveniente muy desafortunado, lo de las marcas. Esperemos que mi generosidad con el barquero no haya caído en saco roto.
Leigh inclinó la cabeza.
– ¿Y en caso contrario?
– En caso contrario, me ahorcarán, Sunshine.
Esta se llevó una mano a las sienes.
– Pero no te preocupes -dijo él sin mostrar la menor señal de preocupación-. Afirmaré que eres inocente hasta mi último aliento.
Leigh se apartó de la cama y fue hacia la ventana.
– Me cuesta tomarlo todo tan a la ligera -dijo.
Se hizo un momento de silencio, durante el cual ella observó el patio de los establos hasta que oyó crujir la cama a sus espaldas.
– No te levantes -se apresuró a decir-. Pronto llegará alguien a traer el tónico.
– Pues así verán que he conseguido levantarme, chérie. Adopta un aire más indiferente, te lo ruego. Estás haciendo que me ponga nervioso.
Leigh cerró los ojos y apoyó las manos en la repisa mientras lo oía moverse por la habitación y vestirse. No dejaba de darle vueltas en la cabeza al desastre que se avecinaba. ¿Entrarían por la fuerza y lo apresarían, o mostrarían buenas formas y comenzarían a hacerle preguntas taimadas hasta cogerlo en un renuncio? Se lo imaginó con los grilletes puestos y sintió el absurdo impulso de arrojar el collar por la ventana lo más lejos que pudiese.
Él con grilletes sería como el lobo con la correa, algo que no debía ser. En esos momentos S.T. se acercó a Leigh por detrás, pero ella, volviéndose rápidamente, le apartó las manos.
– ¡Ni se te ocurra tocarme! Y menos aún decir que lo hiciste por mí.
Él hincó una rodilla e hizo una galante floritura con el brazo.
– ¿Y qué otra cosa podría decir, amor mío?
– Es que no entiendo por qué tuviste que hacerlo -dijo Leigh en voz baja mientras contemplaba aquella camisa que ya le era tan familiar, así como ese pelo dorado recogido con la cinta negra de raso-. No había razón alguna.
Él levantó la cabeza y la miró con una débil sonrisa.
– No pude contenerme -alegó.
– Tonterías -replicó Leigh, indignada-. No seas ridículo.
La leve sonrisa persuasiva desapareció del rostro de S.T. En esos momentos llamaron a la puerta y, tras incorporarse, se dejó caer con aspecto contrito junto a una columna de la cama. En cuanto la doncella dejó el tónico, hizo una reverencia y se fue. El supuesto enfermo abrió la ventana, comprobó que no había nadie en el patio de abajo y vertió el reconstituyente por el canalón que había bajo el alféizar.
Una hora más tarde apareció de nuevo el posadero. Leigh se aferró a los brazos del sillón en que estaba sentada y permaneció inmóvil mientras el Seigneur rogaba al otro que entrase. El dueño del establecimiento les trajo la noticia de que la coartada del señor Maitland había sido corroborada por el barquero, la montura del señor Piper le había sido devuelta y que se había colgado una proclama que ofrecía una recompensa por cualquier información sobre el caballo de las marcas blancas.
– Y la recompensa es un buen pellizco, señor Maitland -añadió el posadero-. Cinco libras nada menos.
– Una miseria, en realidad -dijo el Seigneur, que estaba sentado en el tocador en mangas de camisa y con las botas de montar puestas. Metió algo de dinero en un papel doblado y buscó cera para lacrarlo-. Decid a uno de vuestros excelentes mozos de cuadra que lleven esto al barquero, si sois tan amable, con mis más cordiales saludos y el deseo de que no le duela la cabeza tanto como a mí.
– Con mucho gusto, señor Maitland -dijo el otro cogiendo el abultado sobre. Se inclinó y se retiró.
Se hizo el silencio en la estancia mientras el Seigneur, con una sonrisa, se miraba en el espejo y, a través del mismo, miraba a Leigh. Le sonrió con una mueca lenta y perversa que volvió a transformar su rostro en el del príncipe diabólico del bosque verde. Ella se levantó del sillón.
– Bastante injusto es que hayas conseguido salir indemne -dijo sin poder evitar que le temblase la voz-, para que encima te regodees de esa forma.
– ¡Que me regodeo! Pues la dichosa baratija me ha costado una fortuna, jovencita. Con las diez libras para nuestro avispado barquero, que desde luego bien se las merece, la suma asciende a un montante de, veamos… ¡Dios mío!, más de cincuenta. La verdad es que no sé si mereces tanto.
Leigh lo miró. Él pareció descifrar rápidamente la expresión de su rostro, pues apartó la vista y se volvió hacia el espejo con una actitud parecida a la de Nemo cuando se retiraba a un rincón para escapar del peligro.
– Pues claro que lo mereces -murmuró-, dolce mia, carissima.
– ¿Ahora italiano? -dijo Leigh reclinando la cabeza en el respaldo del sillón-. Vaya, el loco se expresa en tres idiomas.
– Che me frega -dijo él en un tono aterciopelado mientras se daba unos ligeros golpecitos con los dedos bajo la barbilla.
Si el francés de Leigh era exiguo, su italiano era inexistente. Aquellas palabras podrían haber sido tanto una maldición como un cumplido de enamorado, pero el pequeño gesto cómico con los dedos fue tan elocuente como si le hubiera hecho burla con la mano sobre la nariz. S.T. apoyó un codo sobre el tocador y comenzó a jugar con un cepillo de marfil. Leigh frunció el ceño mientras contemplaba el reflejo de su amante en el espejo, con esas cejas doradas cuya singular curvatura les daba un carácter que era a la vez maligno y jovial. Su facilidad para expresarse en una lengua extraña lo hacía parecer aún más exótico, aún más distinto del resto de la humanidad; era un loco voluble capaz de extraer diamantes de la oscuridad.