S.T. se dirigió a Leigh en tono sereno.
– Tienes que quedarte un poco por detrás de él cuando lo hagas mover. -El caballo levantó una oreja al oír su voz-. Cuando le pidas que se dé la vuelta, avanza un paso hacia él, utiliza el látigo y la voz, pero déjale mucho espacio. Si tienes miedo de que te arrolle, sal de en medio. No lo acorrales. Y no te quedes ahí como si te hubiesen plantado. Haz que se mueva, ahora.
Leigh lo hizo con torpeza, y el látigo se enredó en sus pies un momento antes de restallar. El caballo pegó un salto y se quedó quieto sin dejar de mirarla.
– Muévelo -repitió S.T.-. Demuéstrale que tienes el mando; que no puede dedicarse a haraganear y a hacer lo que le venga en gana. Tiene que moverse y tú tienes que indicarle el camino que debe seguir.
Leigh dio un paso hacia la grupa del animal y chasqueó el látigo con un gesto que no lo hizo restallar del todo. Pero el imponente rocín entendió el mensaje. Tensó la grupa y echó a correr y a trazar círculos alrededor del cercado a velocidad de vértigo.
Tras unos minutos de atronador galope, S.T. se dio cuenta de que Leigh no iba a hacer nada y elevó la voz por encima del ruido que el caballo hacía al respirar:
– Oblígalo a dar la vuelta. Si tienes miedo de que te arrolle, limítate a indicárselo con el látigo.
– Yo no tengo miedo -dijo ella al instante.
– Entonces, hazlo, Sunshine.
Leigh dio un paso a un lado. S.T. pensó que tenía un aspecto totalmente cautivador con las piernas separadas, las botas y los pantalones de montar. El caballo resbaló hasta frenar como si una pesadilla hubiese cobrado cuerpo en medio de su camino, dio un rápido giro y salió al galope en dirección contraria.
– Muy bien -dijo S.T.-. No estamos aquí únicamente para agotarlo. Tienes que convencerlo de que merece la pena que te escuche. Esto es una clase. Hazlo girar de nuevo y déjalo seguir hasta que yo te indique lo contrario.
Leigh obedeció, y volvió a enredarse con el látigo al cambiarlo de mano. El rucio inició un trote alocado, pero Leigh con un chasquido lo obligó a retomar un ritmo más lento sin que S.T. tuviese que indicárselo.
Tenía una intensa expresión de concentración en el rostro mientras observaba los movimientos del animal y trataba de prever sus intentos de evitarla. Daba la impresión de que el látigo se adaptaba a su mano con más soltura. Repitió el ejercicio de los giros una vez más, y después lo hizo una y otra vez.
S.T. observó al animal con ojo crítico. Llevaba mucho más tiempo entrenar al potente rucio que al caballo negro; aquel animal tenía mucha personalidad, y convencer a aquella bestia de que lo que hacía era seguir unas instrucciones y no huir desesperadamente de una amenaza era un proceso largo y lento. Durante una hora entera no dijo nada, se limitó a dejar que ella lo hiciese dar vueltas una y otra vez, lo obligase a avanzar para girar de nuevo hasta que el pálido pelaje del animal se oscureció por el sudor y el ruido de su respiración fue como el que hace el vapor al explotar en una caldera.
– ¿No puedo dejar que pare? -dijo Leigh por fin a gritos-. Voy a matarlo.
El sudor caía por su rostro también. Tenía las mejillas brillantes, pero no apartaba los ojos del caballo, que seguía corriendo en círculos.
– Cariño, ese caballo sería capaz de recorrer al galope tres condados seguidos. ¿Ves esa forma que tiene de girar a toda prisa? Aún sigue convencido de que tú eres el mismísimo diablo. -S.T. examinó al exhausto rocín-. Pero parece que empieza a tener sus dudas. Ajá, ¿te has fijado en cómo esta vez te ha mirado en lugar de dejar la mirada perdida en la campiña? La próxima vez que lo haga, baja el látigo, relaja la postura y ofrécele la posibilidad de girar hacia ti.
S.T. observó con paciencia cómo dejaba pasar la primera media docena de ocasiones al no reparar en los cambios sutiles que aparecían en la actitud del fatigado caballo y que, para S.T., estaban absolutamente claros. El animal le dio infinidad de oportunidades al bajar el hocico y dirigir las orejas hacia ella mientras seguía con su incesante trote.
En el corazón de S.T. empezó a despertar una punzada de afecto por aquella bestia. Siempre le ocurría cuando los caballos que entrenaba llegaban a ese punto, se quedaban exhaustos por el esfuerzo, resoplaban con cada zancada, y miraban a su alrededor como niños confundidos en busca de alguien que tomase el mando. Alguien que dijese que era hora de dejar de correr.
– Baja el látigo -dijo con voz tranquila-. Dale la oportunidad de mirarte.
Leigh tenía los labios fruncidos. Agarraba con fuerza el látigo incluso cuando lo bajó, y tenía los nudillos en tensión. Dio un paso hacia el caballo y este volvió a girar la grupa desafiante hacia ella cuando dio la vuelta. Sus flancos subían y bajaban, sorbía el aire cada vez que tomaba aliento desesperadamente, pero el animal se negaba a doblegarse ante ella.
Leigh lo intentó dos veces más, sin que S.T. la animase a hacerlo. En ambas ocasiones, el caballo giró la grupa y se negó a mover la cabeza hacia dentro al cambiar de dirección. S.T. fue consciente de la frustración de Leigh; la notaba en la postura de su espalda y en la forma en que tenía los hombros.
– No soy capaz de hacerlo -anunció sin apartar la vista del caballo.
– Estás perdiendo los nervios -dijo él.
– ¡Estoy cansada! -La voz le temblaba-. No quiero hacer esto. Hazlo tú si quieres.
En ese punto era donde había sido su intención tomar el mando. Hacerse con el control y demostrar su habilidad.
Sin embargo, se oyó a sí mismo decir:
– Prueba otra vez.
Leigh lo intentó de nuevo. No funcionó.
– ¿Lo ves? -Miró a S.T., desafiante y vulnerable.
– ¿Si veo qué? No me digas que estás cansada, porque así no vas a ninguna parte conmigo. Con cada músculo de tu cuerpo le estás diciendo que estás enfadada. ¿Acaso crees que va a detenerse y preguntarte la razón?
Leigh se enjugó una gota de sudor con la manga y apartó la vista de él con gesto irritado. El caballo siguió adelante sin descanso, con los hombros y los flancos oscurecidos por el sudor.
Leigh volvió a alzar el látigo y le pidió al animal que girase. De nuevo, volvió a apartarse de ella. Repitió el intento tres veces más, y las tres fracasó al tratar de convencer a aquel caballo terco y agotado de que agachase la cabeza ante ella. La cuarta vez que el animal volvió la grupa hacia ella, Leigh exhaló un fuerte suspiro de derrota, tiró el látigo al suelo y echó a andar hacia la entrada.
El caballo se detuvo por completo y volvió la cara hacia ella desde el centro del cercado.
– Detente -dijo S.T. al instante.
Ella miró hacia atrás.
– Quédate donde estás -le indicó el hombre.
Ella miró hacia el caballo, que estaba dando resoplidos. Ambos parecían desconcertados, un tanto sorprendidos ante el súbito punto muerto alcanzado.
– Deja que descanse. Deja que se quede ahí todo el tiempo que quiera, pero en el momento que aparte la vista de ti, hazle reanudar la marcha.
Alguien tosió y el animal pegó un salto en dirección al sonido. Al instante, el látigo de Leigh se alzó y el caballo inició el trote a trompicones.
– Dale otra oportunidad -dijo S.T. tras unos momentos.
Leigh bajó el látigo y dio un paso para interrumpir la trayectoria del animal. El rucio movió la cabeza hacia dentro y, tras dar un bote, se detuvo y se quedó mirándola.
– Muy bien -dijo S.T.-. Hazlo avanzar si aparta de ti su atención.
Pero el animal tomó una decisión. Se quedó quieto con los ollares dilatados, tragó aire con desesperación, los ojos clavados en Leigh. La joven se quedó inmóvil, por fin la tensión había abandonado su cuerpo.
Tras unos minutos, S.T. le dio instrucciones para que trazase con paso lento un círculo en torno al caballo. El animal movió la cabeza como atraído por un imán, cambió las patas traseras de lugar y giró hasta trazar un círculo completo para no perderla de vista.