– ¿Quieres sentarte? -le preguntó, al tiempo que le acariciaba la espalda-. ¿Quieres que sea yo quien termine esto?
Ella lo apartó de un empujón.
– ¡Lo que quiero es librarme de ti! -Tenía las mejillas enrojecidas-. Me importunas. Me incomodas. No eres más que un fraude. Ojalá te fueras.
– Leigh… -empezó él, pero la joven lo miraba con ira y continuó hablando con una voz alta y estridente.
– Estás sordo, eres un estúpido engreído… un sordo… metepatas, y tratas de ser lo que ya no eres. ¿Crees que con esto vas a impresionarme? -Irguió la barbilla, desafiante-. ¿Crees que quiero tu ayuda o tu caballo o tus malditos sobornos para hacerme dormir contigo?
S.T. sintió que el frío se apoderaba de él.
– Estoy esperando a que te caigas de bruces -gritó ella-. Estás demasiado orgulloso de ti mismo por ser capaz de levantarte y caminar en lugar de andar a trompicones como un borracho. Pero nunca sabrás cuánto durará, ¿a qué no? -preguntó burlona-. Y yo tampoco. No puedo confiar en ti. No puedo apoyarme en ti. Te has vuelto completamente loco y te has convertido en un auténtico inútil.
En público. A la vista de todos, ante una multitud de paletos que escuchaban fascinados, le decía aquellas cosas. Leigh interrumpió sus invectivas y tomó aliento con un sollozo. Sus ojos azules estaban empañados por las lágrimas mientras lo miraba con aire de desafío.
– Como usted desee, señora -dijo S.T. sin elevar la voz, al tiempo que tomaba una bocanada de aire gélido-. Puede estar segura de que ya no volveré a importunarla.
Leigh se volvió bruscamente, y se enjugó con furia los ojos con el revés del puño. El frío aire hizo que sus húmedas mejillas pareciesen cubiertas de escarcha. Avanzó por la hierba con decisión, mientras trataba de recuperar el aliento y seguía dando hipidos cada vez que exhalaba aire.
Antes de alcanzar el muro, oyó el golpear lento de los cascos tras ella. Miró con furia a los hombres al otro lado de la verja, llena de odio al ver aquellos rostros sorprendidos y curiosos.
– ¡Largo de aquí! -gritó-. ¿Qué miráis?
Se quedaron boquiabiertos. El caballo se le acercó por la espalda y restregó el hocico contra ella. Leigh se cubrió el rostro con los brazos.
– ¡Largo! -gritó.
Bajó los brazos y empezó a dar golpes descontrolados al caballo, que se alejó, dibujó al trote un pequeño círculo y se detuvo a mirarla. Tras un momento, el animal dio un paso hacia ella.
– ¡Vamos!
Y, tras levantar las manos, echó a correr hacia él. El rebelde empezó a apartarse, pero después se encaró de nuevo con ella, y comenzó a aproximarse a igual velocidad. Cuando ella se paró, el animal también lo hizo; después volvió a acercarse a ella, pero se quedó a más distancia que antes.
– ¡No! ¡No! ¡No! -le ordenó a gritos, mientras se lanzaba hacia él y movía los brazos alocadamente.
El rocín no cedió un palmo; con la cabeza erguida, movió el hocico al compás de los descontrolados movimientos de las manos de Leigh. Levantó en el aire una de las patas traseras como para apartarse, pero a continuación la bajó y no cedió. Leigh bajó los brazos con un grito de impotencia.
El caballo agachó la cabeza y se aproximó a ella. Se detuvo con el hocico a la altura del codo de la joven.
– Fantástica esa manera de tumbarlo -comentó el Seigneur con sarcasmo-. ¿Quieres probar a hacerlo con una manta?
Leigh cerró los ojos. Al abrirlos, el caballo continuaba allí. El Seigneur continuaba allí. Ella seguía llena de angustia, viva y hundida en el amor, el dolor y la ira.
«Ay, papá. Ay, mamá. No puedo hacerlo. No soy lo bastante fuerte; no siento el odio suficiente. Fracasaré.»
Miró el corte inflamado que surcaba su cabeza justo donde el tratante de caballos le había golpeado el hocico con la porra. Tenía otras cicatrices, más antiguas que aquella; el perfil recto del caballo estaba deformado por una fea hinchazón procedente de un golpe antiguo.
Leigh fue consciente de la presencia del Seigneur, que continuaba en el centro del cercado.
– Lo siento -dijo entre susurros al rucio rebelde. Apoyó la mano en el cuello del animal e inclinó la frente hasta rozarlo. El caballo alargó el hocico y sacudió las crines con fuerza.
La joven se dio la vuelta en dirección a la verja, y evitó dirigir la mirada al público. El rucio la siguió, pero esta vez ella no se paró; trepó por la cerca y pasó entre los espectadores. Al llegar junto al árbol bajo el que ella y el Seigneur habían almorzado, se sentó y apoyó la cabeza en las rodillas.
Durante el resto de aquella tarde oscura y gris, el Seigneur se dedicó a trabajar con el caballo rebelde: movió mantas, golpeó cubos de latón y creó cuanto ruido y alboroto pudo, hasta que el enorme rucio permaneció tranquilo y dejó incluso de parpadear.
Restregó el látigo por todo el cuerpo del caballo y le colgó de las orejas un trozo de plomo enrollado mientras el animal lo seguía como un niño alrededor del cercado. Después le tocó el turno al largo y difícil proceso de ensillar y poner las bridas a un animal que no había conocido más que dolor y pánico a causa de ambas cosas.
El Seigneur dio muestras de infinita paciencia, lo que hizo que a Leigh le entrasen ganas de llorar. De vez en cuando, en el transcurso de aquella interminable tarde, notó que los ojos se le llenaban de nuevo de lágrimas y que sollozos entrecortados interrumpían su respiración. Se sentía hecha pedazos, inútil, como si su deber fuese trotar complaciente tras él al igual que el animal.
El Seigneur mostró un cuidado exquisito con el caballo. Ni siquiera se dio prisa cuando a finales de la tarde empezó a lloviznar. No trató en ningún momento de forzar al caballo a obedecer; se limitó a ponerle las cosas de tal forma que el caballo prefiriese hacer lo que él le pedía antes que verse obligado a seguir dando vueltas a todo galope en torno al cercado. Luego, lo recompensaba con elogios y caricias amistosas.
Cuando llegó por fin el momento y se izó con suavidad a la silla de montar, el caballo se quedó inmóvil, con las orejas hacia atrás, en alerta. En el silencio expectante, Leigh oyó el rumor de la fina lluvia y percibió la emoción del público. El rucio había tenido tiempo más que suficiente para recobrar fuerzas y haberse resistido con energía a aquella imposición.
Pero el caballo se limitó a escudriñar al hombre por ambos lados, a exhalar un suspiro y a dar muestras de cierto aburrimiento.
Hubo una fuerte aclamación. Los mozos de granja prorrumpieron en gritos y los tratantes de caballos lanzaron al aire sus sombreros. El rocín alzó la cabeza y miró fijamente a su alrededor, pero había aprendido las lecciones de aquel día. Se quedó tranquilo sin moverse de su sitio, y después, tras un momento, recorrió el perímetro del cercado, al tiempo que movía las orejas en señal de escaso interés.
El Seigneur sonreía abiertamente. Leigh pensó que no olvidaría la expresión de su rostro durante el resto de sus días, y escondió la cabeza entre los brazos.
«¿Cómo puedo seguir adelante? Soy débil, voy a fracasar, no soy lo suficientemente fuerte. Ay, mamá, no puedo continuar con esto.»
Mantuvo el rostro oculto, ajena a todo, apretó la frente contra los brazos y trató de encontrar la amargura que había sido su sostén. La tarde se volvió más fría mientras seguía sentada y encogida allí bajo el árbol. Por fin, uno de los tratantes se aproximó chapoteando bajo la llovizna y le preguntó con timidez:
– Señora, ¿desea el caballo para regresar?
La joven alzó el rostro. El hombre estaba ante ella y sujetaba al zaino. Con las primeras sombras, el resto del público se había dispersado, y Leigh vio que el Seigneur iba ya por la mitad del sendero a lomos del caballo negro con el animal rebelde a su lado.