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Quería…

Unión. Lazos familiares. Quería todo lo que aquella casa había sido. Un hogar, y algo con que llenarlo.

Quería a Leigh, y todo aquello que ella se negaba a darle.

Pero no funcionaría. Lo vio con claridad, de pronto, allí, ante aquella deshabitada mansión. No habría forma de reparar el lazo que unía su cuaderno de dibujo y aquella casa llena de maleza. Todo aquel sufrimiento había deformado su mente, su corazón y sus recuerdos; había pervertido la realidad hasta convertirla en una obsesiva búsqueda de venganza que la había impulsado a cruzar el mar hasta Francia. Fuera lo que fuese lo que le hubiese sucedido a su familia, y tanto podía creer que a aquellas alegres jóvenes les hubiesen dado muerte como que pudiesen resucitar, el mundo dibujado en aquellas acuarelas había desaparecido.

El dragón había resultado ser un cachorrillo, y S.T. no podría jamás conseguir para ella lo que realmente deseaba, que era la vida que había perdido.

Lo que no le dejaba nada. Ni manera de hacer méritos para lograr su amor, ni nada que superar para probarse a sí mismo. Tenía las armas afiladas, la espada bruñida y el caballo entrenado adecuadamente. Lo había logrado en solo tres semanas, tan grandes eran sus ansias de victoria.

Y todo para nada. Podía matar a Chilton y volver a Rye con la cabeza del hombre en una maldita canasta, y lo único que lograría a cambio sería que le diese las gracias con sequedad. ¿Por qué iba a ser de otra forma? Ella se había convencido a sí misma de que quería venganza; había convertido a Chilton en un malévolo chivo expiatorio, pero descubriría el vacío de la venganza justo en el momento en que la obtuviera.

Daría la vuelta, se alejaría de S.T., y lo dejaría tal como lo había encontrado.

Cruzó los brazos, apoyó la cabeza en la piedra tallada del crucero del mercado, y pensó en qué figura más patética debía de ser en ese momento, como un recluta voluntarioso que al llegar al campo de batalla descubriese que allí no había nadie.

Merde.

A falta de una idea mejor, recorrió la calle en sentido inverso y sonrió lánguidamente a una bonita muchacha que estaba sentada y trabajaba en un par de volantes de encaje en un brillante umbral. Se apoyó en la cancela del jardín y dijo:

– ¿Seríais tan amable de decirme dónde podría encontrar algo de comer?

– De mil amores -contestó la joven al tiempo que dejaba la labor a un lado, erguía la espalda y se levantaba rauda. Se acercó a él y le indicó con la cabeza-. Tenéis que ir por la calle mayor, en aquella dirección. -Se la indicó. Inclinó la cabeza sobre el hombro de S.T. mientras doblaba el cuerpo sobre la verja-. Después, en dirección a la colina, debéis coger la primera calle a la derecha, pasado el crucero del mercado. Deberéis continuar hasta dejar atrás la enfermería, y en la primera casa de la izquierda encontraréis el comedor de los hombres.

Alzó la mirada hacia él, seguía inclinada muy próxima. Un sencillo gorrito ceñía su cabeza y ocultaba por completo sus rizos, pero aquella piel tan clara y los azules ojos hicieron que S.T. imaginase una cabellera rubia que caía en cascada sobre los hombros.

Se quitó el sombrero con gesto serio y cortés e hizo una inclinación.

– Gracias, mademoiselle -dijo. Y le hizo un guiño.

Ella se quedó mirándolo.

– Es un placer -respondió-. Ciertamente lo ha sido para mí.

S.T. se cubrió con el sombrero.

– Pero os he distraído de vuestro trabajo.

– Sí -fue la respuesta de la joven, que volvió hacia la casa sin decir nada más.

S.T. se detuvo un momento, ligeramente desconcertado por la brusquedad de su marcha. Después se dio la vuelta, siguió las direcciones que ella le había dado y recorrió con paso lento la calle hacia el lugar que le había indicado.

El pequeño grupo vestido de negro formado por los clérigos visitantes salió de una tienda unos metros por delante de él. Hablaban en voz baja entre sí, hacían gestos de aseveración con la cabeza e intercambiaban miradas meditabundas. Uno de ellos parecía tomar notas en un diario. S.T. se llevó un dedo al ala del sombrero y siguió solo su camino.

Al llegar a la casa donde estaba el comedor de los hombres, nadie respondió a su llamada. Siguió la estela del olor a comida y encontró la cocina, pero los cocineros que allí había, aunque amables, fueron inflexibles al comunicarle que no se serviría ninguna comida hasta después del servicio del mediodía. Ni tan siquiera accedieron a darle un bollo de la bandeja recién salida del horno. S.T. soltó una risita, empezó a decir bobadas y robó uno.

Lo descubrieron antes de que le diese tiempo a escabullirse por la puerta, y el disgusto que mostraron por la pérdida parecía tan auténtico que confesó; pese a que la boca ya se le hacía agua, les devolvió el bollo.

Tras ser vergonzosamente expulsado de la cocina, volvió a recorrer la calle mayor en sentido contrario. La misma joven continuaba arreglando el encaje a la puerta de su casa.

S.T. se inclinó sobre la verja.

– Todavía no dan de comer -dijo con voz triste.

– Claro que no. Hasta después del sermón del mediodía.

Él sonrió con sequedad.

– Eso no lo mencionasteis.

– Lo siento. ¿Estáis muy hambriento?

– Mucho.

La joven inclinó la cabeza sobre la labor. Después alzó la vista y miró arriba y abajo de la calle. Tras un momento dijo con voz muy suave:

– Ayer guardé una de las empanadillas de cerdo. ¿Os apetece?

– No, a menos que la compartáis conmigo.

– No, no podría… -Bajó la vista hasta su regazo y a continuación la alzó de nuevo-. No tengo hambre. Coméosla vos.

Se levantó y desapareció en el interior de la casa. Cuando regresó, S.T. abrió la cancela y se acercó hasta la puerta. Ella le entregó la empanadilla, envuelta en una servilleta, y el hombre tomó asiento en el escalón.

La muchacha titubeó, pero él alargó la mano, le agarró la muñeca y tiró de ella hasta que la hizo sentarse a su lado.

– Tomad asiento, mademoiselle, o quedaré como un auténtico patán si alguien aparece.

– Ah -dijo ella.

Durante un rato guardaron silencio. S.T. mordió la empanadilla. La masa estaba pasada y la carne tenía mucho cartílago, pero él tenía demasiada hambre como para no comérsela.

– Samuel Bartlett -se presentó-, a su servicio, mademoiselle. ¿Qué nombre tendré el honor de utilizar para dirigirme a vos?

Ella se ruborizó y recogió su labor.

– Soy Paloma de la Paz.

«Dios nos asista», pensó S.T.

– Precioso nombre, señorita Paz -dijo en voz alta-. ¿Lo habéis elegido vos?

Ella soltó una leve risilla y se llevó los dedos a las sienes.

– Mi maestro Jamie lo eligió para mí.

S.T. la miró mientras ella se frotaba la cabeza y retomaba su costura.

– ¿Os encontráis bien?

– Claro que sí -respondió ella con la sombra de una sonrisa-. Tengo dolor de cabeza, pero siempre me pasa.

– Lo siento -dijo el hombre-. Quizá debería veros un médico.

– Oh no… no hay necesidad de eso. -Sonrió con más firmeza-. Estoy perfectamente bien.

– ¿Hace mucho que vivís aquí?

– Unos cuantos años -respondió ella.

– ¿Os gusta?

– Oh, sí.

S.T. terminó la empanadilla y estrujó la servilleta hasta hacer una bola con ella.

– Decidme… ¿Qué fue lo que os trajo hasta aquí?

– Estaba perdida -contestó la joven-. Mi madre era una mujer malvada. Me apartó del lado de mi padre, así que nunca lo conocí. Nunca tuve comida suficiente ni ropa para protegerme del frío, y mi madre me enseñó a robar. Solía darme pellizcos si no le llevaba de vuelta lo que ella quería.

– ¿De verdad? -preguntó S.T. suavemente.