– Sí, señor -respondió Paloma de la Paz -. Yo no sabía que lo que hacía estaba mal, pero era muy infeliz. No era más que una especie de hormiga diminuta rodeada de otras hormigas. Me sentía sola, no tenía adónde ir ni nadie a quien le importase. -Inclinó la cabeza sobre sus manos-. Y entonces conocí a unas jóvenes que repartían ropa en la esquina de la calle. Me dieron una falda y un gorrito. -Levantó los ojos con una sonrisa de remembranza-. Parecían tan alegres… Tan felices… Me pidieron que fuese su amiga; me llevaron al lugar donde estaban viviendo y me dieron comida. Dijeron que no debía volver junto a mi madre. Cuando les dije que no tenía ningún otro sitio al que ir, me dieron dinero suficiente para tomar el coche hasta Hexham, y desde allí vine andando hasta aquí; me dieron la bienvenida igual que han hecho con vos. Es un lugar maravilloso. Como una familia.
– ¿De verdad? -S.T. soltó un resoplido lleno de pesadumbre-. Puede que me una a esta comunidad.
– ¡Ay, sí! -exclamó la joven-. Ojalá lo hagáis.
Él la miró de lado con las cejas enarcadas.
– Vos estáis solo -dijo ella-. Os he visto ir de un lado a otro sin compañía. Los demás… siempre van en grupo cuando vienen de visita. No entienden lo que es vivir fuera de aquí. Creen que el Santuario es un buen lugar porque trabajamos mucho, cosa que es cierta, pero lo mejor de todo es que nos queremos los unos a los otros, y que nunca, jamás, nos sentimos solos. -Lo miró con timidez-. Vienen muchas jóvenes y se unen a nosotros, pero pocos hombres lo hacen. Solo los que son especiales.
S.T. se recostó en el marco de la puerta e inclinó el sombrero sobre los ojos.
– ¿Y vos creéis que soy especial?
– Claro que sí. Tenéis un alma noble. Se ve en vuestra expresión. Lo supe en el momento en que os vi. No suelo hablar con los visitantes, pero me alegré de hablar con vos.
Él sonrió y sacudió la cabeza. Era muy agradable que lo adulasen a uno, tener aquellos enormes ojos azules clavados en él con admiración.
– No podéis imaginar lo agradable que resulta oír esas palabras por una vez.
Ella frunció un poco el ceño.
– Alguien os ha hecho daño.
– He sido un tonto. -S.T. se encogió de hombros-. Es la misma historia de siempre.
– Eso es porque habéis depositado vuestra fe en el lugar equivocado. Aquí no somos presa de la desesperación, no nos sentimos abandonados ni solos.
– Qué gratificante.
– Resulta muy cálido -dijo la joven-. La gente es fría, ¿verdad que sí? Dicen cosas crueles y nunca están contentos. Aquí aceptamos a todos tal como son, aunque a los ojos de la gente mundana no sean perfectos.
S.T. suspiró y apoyó el brazo en la rodilla.
– Lo cierto es que yo disto mucho de ser perfecto a los ojos de quien sea, os lo aseguro.
– Todas las criaturas de Dios son perfectas -aseguró ella-, y vos también.
S.T. dejó pasar aquellas palabras sin hacer comentario alguno. Una campana comenzó a sonar, y la joven recogió su encaje.
– Eso es el servicio del mediodía. ¿Queréis venir conmigo?
Antes de que él pudiese responder, desapareció rápidamente en el interior de la casa; volvió unos minutos más tarde y cerró la puerta tras ella. Cuando S.T. se puso de pie, ella lo cogió del brazo y empezó a bajar los escalones.
– Todo el mundo querrá conoceros.
La intención de S.T. había sido escabullirse sin hacer ruido antes de que aquella amenaza se materializase, pero Paloma de la Paz lo condujo con tanto entusiasmo, lo presentó con tanto afecto a todos los que encontraron a su paso que le resultó imposible encontrar el momento oportuno para despedirse. Se encontró dentro de la pequeña iglesia, sentado en la primera fila de bancos antes de que la campana dejase de tañer.
Estaba en el medio, rodeado por la balaustrada del altar por delante, uno de los clérigos de visita a un lado, y miembros de la congregación de Chilton al otro. En las tres primeras filas solo había hombres, mientras que el resto de la iglesia estaba ocupado por mujeres, que llenaban los bancos y ocupaban los pasillos del fondo. Tomó asiento con el sombrero en el regazo y miró incómodo a su alrededor. Paloma de la Paz había desaparecido entre la multitud tras presentarlo al individuo que estaba a su derecha, que gozaba del interesante nombre de Palabra Verdadera.
– Yo estoy absolutamente impresionado, ¿y vos? -murmuró el clérigo en el oído bueno de S.T. -. Es de lo más emocionante. Toda la gente que vimos en la calle parecía satisfecha y llena de energía.
S.T. asintió y se encogió de hombros.
El señor Palabra no parecía muy dado a mantener una conversación, lo que a S.T. le pareció perfecto. Miraba fijamente y con expresión sombría hacia delante, donde el altar, el pulpito y el resto de la parte delantera de la iglesia estaban ocultos por tiras largas de seda de color púrpura, cosidas entre sí, que colgaban del techo y formaban una pared hinchada.
El ruido que se produjo cuando la concurrencia tomó asiento se fue suavizando hasta quedar solo en un frufrú de ropas y discretas toses, y después en silencio absoluto. Una joven sola se adelantó y se puso de rodillas ante la seda púrpura, el rostro oculto a la vista por un largo velo blanco que caía sobre la cofia.
S.T. esperó, convencido de que empezaría a sonar un órgano o un coro.
No ocurrió nada.
Cambió de postura sobre el duro banco. Una rápida ojeada por debajo de las pestañas le confirmó que Palabra Verdadera seguía con la mirada clavada en la seda púrpura, sin pestañear ni moverse. El clérigo sentado a la derecha de S.T. tenía la cabeza inclinada y movía los labios en silenciosa plegaria.
S.T. cerró los ojos. Se dejó llevar y recordó otras iglesias; las maravillosas catedrales italianas de su infancia, las voces cantarinas de los niños durante el rezo de vísperas entre los vitrales y los altos muros de mármol. Pensó en los cuadros que no había terminado de pintar y en imágenes que todavía quería intentar. Se preguntó si sería capaz de reproducir aquel impresionante e increíble silencio, aquel arco de luz y oscuridad que era la catedral de Amiens.
Podría convertirla en un bosque y pintar en él a Nemo como una sombra con ojos amarillos. O simplemente las siluetas del lobo y los caballos en un páramo abierto, tal como había dejado a Mistral, en libertad salvo por la compañía vigilante de Nemo.
De repente la campana de la iglesia empezó a redoblar con frenesí, y Palabra Verdadera tomó la mano de S.T., que se aclaró la garganta y se soltó con delicadeza. Pero en medio de un movimiento general de la congregación, el clérigo le agarró la otra mano con fuerza, justo en el momento en el que Palabra Verdadera volvía a asirlo. S.T., atrapado, apretó los labios con fuerza en una mueca irónica.
Chilton apareció por detrás de la cortina de seda púrpura, vestido totalmente de negro. Allí, en el altar de la iglesia, inició otro de sus sermones, una larga disquisición sobre la salvación y sus fieles. S.T. trató de evadirse de nuevo y refugiarse en pensamientos más agradables, pero aquellas manos asidas a las suyas le molestaban. Cuando intentó soltarse con disimulo, la presión aumentó. Intentó mostrarle al clérigo su enfado con la mirada, pero el ministro parecía completamente concentrado en el sermón de Chilton, al igual que el señor Palabra Verdadera.
Molesto, S.T. bajó la mirada al sombrero. Sentía una humedad desagradable allí donde las palmas de sus manos estaban en contacto con las de los dos hombres. Por el rabillo del ojo vio que todos los asistentes estaban también unidos, hasta las jóvenes de los pasillos; la más próxima de ellas agarraba la mano del hombre del final del banco.
La voz de Chilton lo dominaba todo, se alzaba y descendía con creciente emoción. S.T. pensó que aquel hombre tenía un aspecto estrafalario, con el cabello empolvado hasta lograr un tono naranja y aquellos ojos grandes, infantiles, que recorrían la congregación con un ritmo pendular; se detenían únicamente para centrarse en un rostro durante un momento cuando hacía un comentario personal sobre las transgresiones de Dulce Armonía o la penitencia de Luz Sagrada. Nombró a diversos de los congregados y habló durante unos minutos de cada uno de ellos; obtuvo sinceras respuestas ante sus exhortos a reconocer el pecado. Cuando gritó: «¡Palabra Verdadera!», S.T. sintió que aumentaba la presión sobre su mano derecha.