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Recibió otro codazo.

– Todavía no, todavía no -susurró su vecino-. Las muchachas comen antes.

S.T. bajó de nuevo la cuchara. Chilton entró en el comedor y se quedó junto a la puerta, con las manos alzadas dispuestas para bendecir y con la cabeza inclinada. Pronunció otra plegaria, que se prolongó con tono afable en una charla sobre el tiempo, la cosecha y la cantidad de encaje que las jóvenes habían hecho, a la vez que le hacía recomendaciones a Dios para que mejorara las cosas, como si de un colega que necesitara el consejo de un amigo se tratara. S.T. empezaba a sentirse mareado.

– Amén -dijo Chilton al fin-. Compartamos nuestros bienes.

Al oír esas palabras, las jóvenes que estaban en fila junto a la pared se acercaron a la mesa. S.T. frunció el ceño al ver que cada una de ellas se arrodillaba junto a uno de los hombres. Abrió los ojos con sorpresa cuando los hombres cogieron sus cuencos, empezaron a darles gachas frías a las jóvenes con la mano y a introducírselas en la boca con una cuchara. Entraron todavía más jóvenes en la estancia y formaron filas tras las que estaban arrodilladas.

Una recatada figura se arrodilló al lado de S.T. La joven levantó el rostro: era Paloma de la Paz. Su actitud era la de quien espera la comunión, con los ojos cerrados y los labios ligeramente entreabiertos. La paciencia de S.T. llegó al límite. Ya no soportaba más aquel lugar; estaba harto. Agarró el cuenco con las gachas, metió en él la cuchara y se lo ofreció.

– Tomad, es vuestro. No hay necesidad de que os comportéis de esa manera, por el amor de Dios.

La joven abrió los ojos y lo miró fijamente.

– ¿No queréis compartirlo?

– Lo compartiré -dijo S.T. con brusquedad. Había tenido que volver la cabeza con el fin de oír la suave voz de la muchacha con el oído bueno-. Pero lo que no voy a hacer es daros yo de comer. Levantaos del suelo. Es una idiotez.

El estrépito de platos y cubiertos enmudeció a su alrededor. La joven se mordió el labio y apartó la mirada.

– Me estáis avergonzando -susurró en medio del repentino silencio.

– Es que no lo entiende -dijo Chilton afectuosamente-. Tienes que enseñarle, Paloma.

La joven tragó saliva,

– Yo… yo no sé hacerlo.

– Estoy a tu lado. Encontrarás la forma. Ten fe.

La muchacha asintió y volvió a mirar a S.T. con aire de súplica.

– Compartir indica que a vos os importo yo. Indica que os encargaréis de cuidarme y protegerme, al igual que todo hombre está obligado a cuidar y proteger a la mujer, esa es la voluntad de Dios.

– Indica que la mujer obedece con alegría -añadió uno de los hombres con toda seriedad- mientras se muestra llena de gracia y sumisa, como está en su naturaleza hacer. Paloma es muy buena; es alegre y humilde. No tenéis por qué temer nada.

– Esto es absurdo -dijo S.T.

– Por favor, compartid la comida conmigo como está mandado -susurró Paloma-, os sentiréis mucho mejor.

– Difícilmente podría sentirme peor -respondió S.T. al tiempo que apartaba su silla y ponía las gachas en el suelo-. Ahí tienes, chucho. Come como si fueses la mascota de alguien si eso es lo que quieres.

Un murmullo de desaprobación recorrió la estancia. Paloma se cubrió el rostro con las manos.

– Por favor -rogó-. ¡Tened piedad!

S.T. titubeó. Todos lo miraban como si hubiese golpeado a la muchacha; todos menos Chilton, que sonreía benevolente ante la escena.

Paloma de la Paz gimoteó en silencio y lo agarró de la pierna. S.T. volvió el rostro de nuevo para oír qué decía.

– Estoy tan avergonzada… -murmuró la joven entre los dedos-. ¿Es que no me queréis?

– ¡Que si os quiero! -repitió él, aturdido. Bajó la vista hasta la figura encogida a sus pies-. Paloma -dijo, lleno de impotencia-. Lo siento. No quiero causaros ningún disgusto, pero… no es esto lo que quiero hacer. Como ya os dije, no voy a quedarme.

La joven sacudió la cabeza sin levantar el rostro. A continuación, bajó las manos, acercó hacia ella el cuenco con las gachas, se llevó la cuchara a la boca y se puso a comer allí en el suelo.

– Si esto es lo que deseáis, me someto a vuestra voluntad -declaró la joven mientras las lágrimas caían por sus mejillas-, pero, por lo que más queráis, no os vayáis.

– ¡Compartid con ella! -urgió a S.T. uno de los hombres.

– ¿No veis que la estáis humillando?

Otro hombre le dio unas palmaditas a Paloma de la Paz en el hombro.

– Pero ¿por qué le hacéis daño? ¡Pobre Paloma! No llores, cariño. Ven aquí que yo sí que compartiré contigo.

Paloma negó vehementemente con la cabeza.

– Yo soy obediente -gritó-. ¡Lo soy! Haré lo que el señor Bartlett me ordene.

Todos la contemplaron mientras la joven continuó comiendo en el suelo, agachada sobre el cuenco.

– ¡Orgullo! -Se oyó la voz de Palabra Verdadera-. Arrogancia cruel, abusar sin motivo alguno de una mujer indefensa.

S.T. empujó la silla a un lado y se dirigió hacia la puerta entre un coro de críticas. Hizo un gesto de saludo con la cabeza y dijo:

– Estoy seguro de que ahora ya estará listo el caballo. -Y tras estas palabras, cogió su sombrero y la capa color brandy que estaban junto a la puerta.

Salir al aire frío de la noche le produjo un inmenso alivio. Bajó a grandes zancadas por la desierta calle y rodeó el comedor hasta las caballerizas. En la profunda penumbra de la noche el oscuro interior olía a heno y a caballos, pero le era imposible distinguir nada. Se detuvo y esperó el relincho de bienvenida de Siroco, pero en el lugar reinaba el silencio.

Por primera vez, S.T. sintió una ligera sensación de alarma. Soltó un exabrupto y giró sobre sus talones. La furia que lo embargaba hizo que sus zancadas fueran irregulares. Al doblar la esquina, divisó la enorme silueta de Silvering que se recortaba contra el oscuro páramo en lo alto. La visión lo hizo detenerse.

Toda aquella gente era ridícula: el embaucador pecoso con sus trucos eléctricos que no engañarían ni a un niño; aquellos capullos moralistas y sus patéticas jovencitas recogidas de la calle, mendigando desde el suelo unas gachas frías.

Notó la espada que llevaba colgada sobre la pierna izquierda, simple y sin ambigüedad alguna. Quería que le devolviesen su caballo, incluso si tenía que obligar al propio Chilton a ponerse de rodillas para lograrlo.

El ritual de compartir los alimentos todavía continuaba cuando S.T. abrió la puerta principal de un empellón y cruzó el vestíbulo. Todos hicieron caso omiso de su presencia. Chilton hablaba animadamente con Paloma de la Paz, que estaba en pie con la cabeza agachada y asentía sin dejar de llorar. Fue la única que levantó la vista cuando S.T. apareció en el umbral de la puerta.

Una amplia sonrisa cubrió su rostro.

– ¡Habéis vuelto!

– ¿Dónde está mi caballo? -preguntó S.T. a Chilton con voz de pocos amigos.

La joven ya había atravesado la mitad de la estancia. Le asió las manos y cayó de rodillas ante él.

– ¡Perdonadme! He sido una egoísta y una desobediente. ¡Qué desgraciada me siento! ¡Por favor, decid que me perdonáis! ¡Os lo suplico, mi señor!

– Mi caballo -repitió S.T. mientras pasaba al lado de la joven con el ceño fruncido, y trataba de soltarse de aquellas pequeñas manos que se asían a él con desesperación.

Chilton sonrió.

– Creo que tenéis que enfrentaros a algo mucho más importante antes de que nos pongamos a buscar vuestro caballo, señor Bartlett. Habéis herido a Paloma de la Paz en lo más profundo. Os ruego ante Dios que pidáis perdón, a ella y a nosotros.

– ¿Que pida perdón por qué? ¡Maldita sea! ¿Por no tratarla como si fuese un recién nacido sin juicio? -dijo, a la vez que se resignaba a no soltarse de aquellas manos insistentes-. ¿De dónde diablos os habéis sacado este numerito, Chilton?

Chilton lo contempló sin perder la calma.

– Mi palabra es la palabra de Dios.