Se preguntó si iban a hablarle de lo feliz que era mientras lo lapidaban, o hacían con él lo que el maestro Jamie hubiese planeado. Su corazón latía con fuerza, pero el miedo que sentía no era excesivo, ya que todo le parecía absolutamente irreal.
Alguien le quitó la venda, y S.T. sacudió la cabeza, al tiempo que entrecerraba los ojos ante la intensa luz que proyectaban las antorchas a su alrededor. No distinguía otra cosa que la oscuridad que había tras ellas, pero podía oír a la multitud. Sin embargo, incluso ese sonido era suave; tenía un tono menos discordante y más agudo que cualquier otra turba.
Su aliento era visible con la helada; formaba volutas ante su rostro y después se difuminaba. En el haz de luz de las antorchas había siluetas y formas oscuras que aparecían y desaparecían, rostros blancos que se hacían visibles un instante y después se desvanecían en la oscuridad entre los zarandeos del grupo. ¿Cuántas personas podía haber allí? Unas cien, o como mucho doscientas si todos los habitantes del pueblo se encontraban presentes. Chilton había declarado que tenía unos mil seguidores, pero S.T. no los había visto en el Santuario Celestial.
Empezaron a cantar un himno que no conocía. Voces femeninas se elevaron con dulzura en la oscuridad de la noche. ¿Cómo era posible que hubiese acabado de aquel modo, encadenado y de rodillas ante un grupo de colegialas? Era de lo más humillante. No iban a lapidarlo; ni siquiera parecían enfadadas.
Chilton surgió de la oscuridad del otro lado de las antorchas y subió lentamente los escalones, mientras se sumaba a los cánticos de su congregación. Cuando se esfumó el eco de la última estrofa, Chilton alzó entre las manos una sencilla jarrita de porcelana, de las que se utilizaban para servir la nata de la leche, y comenzó a rezar una vez más, a rogarle a Dios que hiciese conocer su voluntad al maestro Jamie y a su rebaño.
S.T. retorció las manos a sus espaldas. Con aquellos rezos incesantes, no era de extrañar que en aquel lugar estuviesen todos chiflados.
Paloma de la Paz estaba arrodillada detrás de él a unos pasos de distancia, tenía los ojos cerrados y, en apariencia, rezaba con todo el fervor del que era capaz. La voz de Chilton empezó a temblar y a quebrarse de emoción en otro de aquellos soliloquios suyos con Dios. La muchedumbre se movió al unísono contagiada por la emoción, por mucho que S.T. en aquellas frases confusas que pronunciaba Chilton solo captase palabras como: «¡Sí, sí! Lo entiendo, lo entiendo. Paz y felicidad a los que te siguen. A los que de verdad te profesan amor», y otras sentencias de similar profundidad.
Fue como si de nuevo se repitiese el servicio religioso con su cantinela durante horas y horas. S.T. se estremeció con el aire helado. De repente, Chilton elevó la jarrita sobre su cabeza, y a continuación la bajó y derramó unas gotas de líquido, que chisporroteó levemente y burbujeó sobre el escalón de piedra caliza.
– Dulce Armonía -llamó-. ¿Sientes amor por tu amo?
Una de las jóvenes que estaban al pie de los escalones se adelantó deprisa.
– Sí -gritó.
– Tienes una misión que cumplir. Toma esta jarra. Si de verdad amas a tu señor, beberás su contenido. Un infiel se quemaría al hacerlo. Un infiel sentiría las llamaradas del infierno en la lengua si lo bebiese. Pero si tu fe es verdadera, será como agua para ti.
Y le aproximó la jarra. La muchacha llamada Dulce Armonía la asió con manos temblorosas. Un sonido como de un suspiro surgió de la multitud al otro lado de las antorchas. Mientras S.T. la contemplaba impotente, lleno de horror, la joven la alzó sin titubear hasta sus labios.
Cuando la vasija rozaba su boca, Chilton dijo entre gritos:
– ¡Abraham! ¡Abraham! -El murmullo de la multitud creció hasta convertirse en un lamento-. ¡Yo soy el ángel del Señor! -gritó Chilton, y su voz retumbó en el aire de la noche-. Deja la jarra, niña mía. No bebas. Has demostrado tu fe, de la misma manera que Abraham fue puesto a prueba y la superó.
Dulce Armonía bajó la jarra, y Chilton la tomó de entre sus manos. El rostro de la joven estaba radiante mientras lo observaba.
– Paloma de la Paz -dijo Chilton-, acércate y toma la jarra.
La espalda de S.T. se tensó, su respiración se aceleró.
– Tu misión es más difícil -advirtió Chilton-. Tienes que tener fe suficiente para dos. El hombre que has traído a nuestro seno es uno de los hijos de la rebeldía. Su alma pertenece a los hombres malvados, que como Dios ha dicho es semejante al mar incansable que no puede aquietarse, cuyas aguas arrojan lodo c inmundicia.
Paloma de la Paz tomó la jarra de entre las manos de Chilton e inclinó la cabeza sobre ella.
Chilton posó las manos sobre los hombros de la joven.
– Está en ti salvarlo. La fe de Dulce Armonía habría convertido el ácido en agua al rozarlo con sus labios, porque ella creyó en la palabra de su señor. ¿Crees tú en mi palabra?
Paloma de la Paz asintió con la cabeza. S.T. se humedeció los labios y tragó saliva.
– Entonces, escucha lo que tengo que decirte. Tienes que coger esta jarra y derramar el líquido en su oído izquierdo, para que el espíritu de la rebelión sea expulsado por su boca y desaparezca para siempre; de ese modo él obtendrá la paz.
La impresión ante aquellas palabras recorrió como una descarga el cuerpo de S.T.
Por un instante se quedó inmóvil, sin dar crédito a sus oídos. Después movió los labios y gritó:
– ¡Cabrón! ¡Cabrón infame!
Chilton acarició el cabello de Paloma de la Paz.
– Solo tú puedes regalarle ese don, niña mía. No te eches atrás ante tu misión.
La joven se volvió con la jarra entre las manos. S.T. no pudo contenerse y se echó hacia atrás para alejarse de ella todo lo que los grilletes le permitían.
– ¿Qué es lo que quieres, Chilton? ¿Cuál es tu precio?
– El Señor dijo: «Escuchadme, vosotros que conocéis la rectitud, pueblo en cuyo corazón habita mi Ley. No temáis el reproche del hombre ni os dejéis llevar por la desesperación ante sus injurias» -entonó Chilton.
Paloma de la Paz, con el rostro imperturbable, se acercó a S.T. y se arrodilló junto a él.
– No lo hagas -suplicó S.T. con la respiración entrecortada-. Paloma, no sabes lo que haces. Piénsalo, por el amor de Dios.
La joven sonrió, pero S.T. fue consciente de que ni siquiera lo veía.
– Puedo traer la paz a tu alma -murmuró la muchacha-. Te haré feliz.
– ¡No! -S.T. alzó la voz-. Me quedaré sin oído. El otro ya lo he perdido… ¡Dios mío! ¡Él lo sabe, Paloma! Te está utilizando; ¿qué es lo que quiere? Pregúntale qué quiere.
– Todos queremos que seas feliz -le aseguró la joven-. Encontrarás la paz junto a nosotros cuando te hayas liberado del espíritu de la rebelión.
Tras esas palabras, la joven alzó la jarra. S.T. empezó a sacudir la cabeza frenéticamente y después movió el hombro, en un intento de hacer caer la jarra de sus manos.
Alguien lo sujetó del pelo, numerosas manos lo inmovilizaron por la fuerza.
– Tienes que tener fe -dijo la joven-. Tienes que creer que yo jamás te haría daño. Ten fe.
– No lo hagas. -Los ojos de S.T. se llenaron de lágrimas-. Está loco. Os ha vuelto locos a todos.
Paloma de la Paz negó con la cabeza y le sonrió, como si de un niño pequeño y asustado se tratase. Detrás de ella, Chilton inició una plegaria. La joven alzó la jarra. S.T. forcejeó para librarse del apretón que le obligaba a tener el cuello torcido.
– No te muevas -dijo la muchacha-. Reza con nosotros.
– Por favor -susurró S.T.-. Por favor. -Todos sus músculos se tensaron para oponer resistencia a la fuerza con que lo atenazaban-. No puedes hacerlo.
La jarra se alzó y se inclinó entre las manos firmes de la muchacha. S.T. cerró los ojos con fuerza.
– No puedes. No puedes. No puedes.
Lo dijo entre sollozos, incapaz de entenderlo. Dios mío, iba a quedarse sordo, aquella puerta se iba a cerrar de golpe y él iba a quedarse impotente en un mundo silencioso… el escozor del líquido helado alcanzó su oído y lo anegó, a la vez que bloqueaba el rumor de las plegarias de Chilton y confundía el sonido de las voces.